crímenes que habían cometido.
Al final, Alfonsín anunció que los ciudadanos entenderían “de la mañana a la noche” cuál era la diferencia entre el autoritarismo y la democracia, y renovó por vigésima vez un aplauso sostenido y gritos que bajaban desde los palcos.
Uno de los encargados del sonido luchaba contra sus propios nervios. Había traspapelado el disco con los acordes del Himno Nacional. El problema quedó espontáneamente solucionado. A las 9.10 de la mañana todos los presentes en la Asamblea Legislativa, de pie, entonaron a capella el himno nacional y clausuraron, así, la ceremonia de asunción.
Alfonsín pidió un tiempo para ir al baño, ponerse en condiciones para su próximo destino y saludar a los mandatarios extranjeros con su flamante investidura de presidente constitucional de la nación.
Casi a las diez de la mañana, bajo un sol que rajaba el asfalto, el Cadillac negro descapotado, en el que viajaron varios presidentes argentinos, parecía que no quería arrancar.
El veterano chofer de bigotes, canoso y pelado, intentaba darle arranque al auto, pero no había caso. Todos transpiraron hasta que el viejo motor dio dos ronquidos y un corcoveo y quedó en condiciones de trasladar a la pareja presidencial hasta la próxima parada.
Ahora sí, rodeado por los integrantes del Regimiento de Granaderos a Caballo y un anillo de hombres de custodia a pie, la comitiva presidencial ponía rumbo a Casa de Gobierno. Allí esperaban el bastón de mando y la banda presidencial y el último grupo de militares de la dictadura.
Primero rodearon por derecha la Plaza del Congreso y tomaron por Avenida de Mayo en sentido contrario al tránsito.
Cada hombre y cada mujer, cada familia con sus niños, saludaban el paso de la caravana que se movía a paso de hombre lento y con el presidente de la nación de pie durante todo el trayecto.
Media hora después, en medio de un tumulto con sofocones y desmayos, Alfonsín llegaba a la explanada de Rivadavia y Balcarce con la flamante primera dama, Lorenza Barreneche, quien tuvo que sentarse varias veces extenuada por el calor.
Mientras tanto, legisladores, mandatarios extranjeros y decenas de invitados abordaban una formación especial del subte A desde el Congreso hasta la Plaza de Mayo para estar presentes en la ceremonia de la Casa Rosada.
A las 10.45 del 10 de diciembre de 1983, el último dictador, Reynaldo Bignone, vestido sin uniforme militar, como si disimulara el paso del asalto al poder en 1976, entregaba los atributos del poder, la banda celeste y blanca y el bastón de mando tallado en madera de urunday y plata por el orfebre Juan Carlos Pallarols y se marchó por una puerta lateral para evitar inconvenientes.
En el Salón Blanco del primer piso de la Casa Rosada, uno a uno, los ministros designados y varios secretarios de Estado prestaron juramento con el fondo irreductible del Busto de la Patria esculpido en mármol de Carrara.
Uno de los hombres del radicalismo histórico y antiguo opositor interno, Antonio Tróccoli, abogado y ex diputado nacional, se convirtió en ministro del Interior.
Con el imparable ascenso de Alfonsín durante las internas radicales, los sectores balbinistas y conservadores de la UCR se volcaron en masa al alfonsinismo bajo la vieja premisa de que, aunque perdieran, todos debían ayudar en la campaña. Tróccoli fue uno de los que esperó hasta último momento. Varios de sus correligionarios amigos desertaron antes.
Como ministro de Economía juró Bernardo Grinspun, un economista de carácter explosivo que hacía años trabajaba en las comisiones técnicas del radicalismo y que se las iba a tener que ver con las duras condiciones de negociación que ya anticipaban los organismos financieros internacionales.
Raúl “el Flaco” Borrás quedaba a cargo de un área sensible e importante. Se iba a ocupar de la relación con los militares, nada menos, desde la cartera de Defensa Nacional.
El Flaco, de gruesos anteojos culo de botella, muy canoso y de un metro noventa de estatura, había arrancado políticamente en Pergamino (provincia de Buenos Aires) y desde la fundación del Movimiento de Renovación y Cambio en 1972 era el lugarteniente principal de Alfonsín.
Pero, además, la impronta de Alfonsín estaba presente en la figura de quien juraba como canciller, el licenciado en Ciencia Política Dante Caputo, un joven de 39 años con muchos años de residencia y estudios en Francia, desconocido para los veteranos radicales que aspiraban a un equipo homogéneamente partidario.
Carlos Alconada Aramburú, su consuegro, iba a estar a cargo del Ministerio de Educación y Justicia por sugerencia de sectores de la Iglesia, dijeron entonces.
En tanto el sanitarista Aldo Neri se ocuparía de la cartera de Salud, el sindicalista gráfico de origen socialista Antonio Mucci, de Trabajo, y el ingeniero Roque Carranza, un furioso militante antiperonista de la década de los 50, del Ministerio de Obras Públicas.
Germán López, otro de los integrantes de la mesa chica alfonsinista, iba a ocupar la estratégica Secretaría General de la Presidencia, Juan Vital Sourrouille, un extrapartidario, la Secretaría de Planificación, y el periodista José Ignacio López se iba a encargar de la relación con los medios de comunicación.
En la Plaza de Mayo una manifestación aclamaba el acto democrático en medio de una temperatura que superaba los treinta grados poco después del mediodía del 10 de diciembre de 1983. “El pueblo unido jamás será vencido”, cantaban convencidos miles de jóvenes militantes.
Las Madres y las Abuelas de Plaza de Mayo ocupaban un lugar en uno de los laterales del Cabildo. Una bandera pedía por “la aparición con vida de nuestros hijos”.
El presidente de la nación, que a esa hora también sentía el rigor del clima y la intensidad de su agenda, se trasladó al Cabildo y desde el balcón central hizo su primer discurso como mandatario constitucional con la banda presidencial cruzada de derecha a izquierda sobre su traje.
“Iniciamos todos hoy una etapa nueva de la Argentina”, arrancó a las 12.55 con su discurso de cerca de diez minutos, y pidió “asegurar hoy y para los tiempos la democracia y el respeto por la dignidad del hombre”.
“Soy el servidor de todos, el más humilde de los argentinos”, dijo, para comprometerse “otra vez a trabajar junto con todos ustedes”.
La democracia estaba en marcha después de 7 años, 8 meses y 16 días de dictadura.
Alfonsín seguramente representaba, para la mayoría de los argentinos, los valores republicanos, la visibilidad de la figura de un hombre nuevo y un carácter seductor y firme como pocos.
Unos meses antes, el 30 de octubre de 1983, el radicalismo había vencido por primera vez al peronismo en elecciones libres, con 51,7 % de los votos contra 40,1 % del Partido Justicialista.
El peronismo, sin líderes excluyentes, se había convertido por primera vez en su historia desde 1945 en la principal fuerza opositora. Tenía por delante varios desafíos cargados de recelos hacia el nuevo Gobierno y una guerra política interna encarnizada, que ya ubicaba a sus mariscales de la derrota en una posición insostenible.
En cambio, para el radicalismo, era la primavera alfonsinista que, según pensaban y difundían por todos lados, había llegado para quedarse durante décadas.
Los radicales sostenían que el liderazgo de Alfonsín inauguraba el tercer movimiento histórico, detrás de los ciclos políticos de Hipólito Yrigoyen y Juan Domingo Perón.
Para la mayoría de los argentinos arrancaba una esperanza.
Con 58 años, varios mandatos como legislador y ninguna experiencia en cargos ejecutivos, la carrera política de Raúl Ricardo Alfonsín escalaba hasta su punto superior. Llevaba siempre ese recuerdo imborrable de cómo y cuándo había empezado a caminar desde el llano hasta la cumbre casi treinta años antes, desde Chascomús, ese pueblo de vascos y gallegos inmigrantes, en el corazón de la cuenca lechera de la provincia de Buenos Aires.
Capítulo II
Los