Eduardo Zanini

Raúl Alfonsín


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se deterioraban por los efectos del clima. El deporte al aire libre, si hacía frío, aunque solo se tratase de patear una pelota de fútbol en la calle con sus amigos o sus hermanos varones, estaba vedado expresamente por la mamá.

      El recuerdo de esa infancia destaca que, durante los tiempos libres, además de la lectura, había juegos de cartas, largas caminatas por la ribera de la laguna y reuniones con juegos de chicos en el Club Regatas.

      En la década de los 30, la radio formaba parte también del entretenimiento de la familia.

      Las transmisiones de boxeo, el sábado a la noche, reunían a los varones en el mágico relato que se replicaba desde el Luna Park de Buenos Aires.

      Los hombres de la familia, a principios de los 40, se congregaban los domingos a la tarde para escuchar las fabulosas descripciones del fútbol profesional en la voz del uruguayo Joaquín Carballo Serantes, cuyo apodo Fioravanti lo identificaba automáticamente con ese deporte que se había profesionalizado en 1930.

      Un amigo de la familia alentó a los chicos a que se hicieran hinchas de Independiente de Avellaneda. A Raúl padre no le interesaba el fútbol y dejó que su amigo se robara esas almas y los convirtiera en hinchas del rojo con el simple recurso de regalarles algunos centavos o una golosina, según fuese la ocasión.

      Sin embargo, a los varones Alfonsín, aunque profesaran ser de Independiente, no les atraía demasiado el fútbol. Alguna vez los hermanos se tomaban el tren hasta Avellaneda para ver un partido de Independiente.

      Pero además de los relatos deportivos, la música clásica de Radio Nacional era el telón de fondo de las tardes de lectura y reflexión de Ana María Foulkes, así como las bandas de jazz que tocaban en vivo desde los estudios de radio El Mundo de Buenos Aires.

      Raúl Alfonsín empezaba a conocer el tango a través de la radio, dominada por la voz de Carlos Gardel, la poesía de Homero Manzi y el parafraseo del bandoneón de Pichuco, el Gordo Aníbal Troilo.

      Ana María Foulkes se encargaba, además, de controlar todos los días la tarea para el hogar, de sobrecargar el conocimiento de sus hijos con sus propios relatos, con el aporte de material documental que obtenía de amigos dedicados a la enseñanza y de los libros que llegaban de Buenos Aires.

      Según uno de sus amigos, Orlando Diani, Raúl Alfonsín era muy bueno en Literatura e Historia y no tanto en Matemática, materia en la cual lo apoyaba alguno de sus compañeros.

      En las escapadas secretas de la escuela –las famosas rateadas− los muchachos se iban caminando hasta los lugares menos concurridos de la laguna y dejaban pasar las horas tirados en el pasto, hasta el horario de volver a sus casas.

      Los hermanos varones de ese grupo familiar tenían caracteres marcados y muy diferentes entre sí.

      Ramiro, el segundo de los hombres, era un muchacho retraído que habitualmente escuchaba y, de vez en cuando, se expresaba con palabras. En alguno de sus cuadernos o en papeles sueltos dibujaba y programaba cómo construir torres, edificios y casas.

      Fernando había heredado de su padre la habilidad para los números y parecía que siempre conservaba cierta distancia de los demás. Fuera de la escuela hablaba con sus amigos de hacer tal o cual negocio, o fantaseaba con futuros emprendimientos que lo convirtieran en el empresario exitoso entre todos los suyos.

      Guillermo, el más chico, además de tener una personalidad de muchacho simpático y amable, era el más andariego. Podía salir en bicicleta o de larga caminata por las tardes o andar de casa en casa de amigos, parientes o compañeros de escuela.

      Las hermanas mujeres ponían algo más de dedicación al estudio e intentaban, sin demasiado éxito, que los varones las imitaran en el cumplimiento de las tareas. Ana María y Silvia eran dos mujeres ordenadas dentro de la casa y ayudaban en el trabajo doméstico.

      Ana María, la mayor de las hermanas, parecía una persona distante e introvertida. Desde muy chica, además de la lectura impuesta, revisaba documentos de historia y en una de las bibliotecas del colegio pasaba horas con libros de política internacional.

      En cambio, Silvia era un terremoto de palabras. Asociaba situaciones con facilidad y las convertía en frases y diálogos cargados de ironías y bromas que, a veces, disgustaban a su madre. La respuesta a esos enojos era volver a reírse y tomarse ciertas cuestiones sin sobresaltos, con absoluta calma.

      Aunque no fuesen aún una familia metida de lleno en la política, el matrimonio Alfonsín-Foulkes y sus hijos tenían claro que los infames de la década de los 30 eran los responsables del primer golpe de Estado contra un gobierno constitucional. Hipólito Yrigoyen estaba siempre en el corazón de la familia Alfonsín.

      Antes del verano de 1940 Ana María Foulkes y su hijo mayor tuvieron una charla para ver dónde cursaría los estudios secundarios.

      A Foulkes no la convencían los institutos de enseñanza media de Chascomús. Aducía que los programas académicos eran escasos y que el nivel de los profesores secundarios era pobre.

      Una opción era un colegio secundario de La Plata de tiempo completo. La otra, el Liceo Militar General San Martín que, recién constituido, funcionaba en la zona norte del Gran Buenos Aires.

      Raúl Alfonsín, examen de ingreso mediante, se incorporó a esa institución con calificaciones que lo ubicaron en los primeros treinta lugares. En los primeros años de la carrera los estudiantes eran considerados como estudiantes regulares y luego de tercer año les otorgaban estatus militar y se recibían con el grado de Subteniente de la Reserva del Ejército Argentino. De esa forma, además de completar los estudios intermedios, quedaba eximido de hacer la conscripción militar obligatoria para todos los jóvenes de veinte años.

      Para ese adolescente era un desafío. De alguna forma se independizaba de la vida diaria familiar. Debía presentarse los domingos por la noche en las instalaciones del Liceo Militar y volvía a su casa los viernes a la tarde, siempre que tuviese buena conducta.

      Los días en el Liceo Militar iban a empezar a moldear una personalidad determinada, dominada por un claustro académico, con régimen de internado, instrucción militar, un sistema de castigos extremos y un código de silencio intramuros que solo se rompía excepcionalmente.

      Los militares prometían disciplina, modales y costumbres de hombres de la patria, decían formar estudiantes preparados para llegar alto en su vida y en su carrera y aseguraban que allí se forjaría una camaradería que se extendería para siempre, para toda la vida.

      Ahora podía convivir con hijos de militares, descendientes de familiares de apellidos ilustres y de la clase económicamente acomodada de la Argentina.

      De repente se encontraba con una vida absolutamente nueva. Levantarse a las seis y cuarto de la mañana, ir a clase temprano, una hora de gimnasia diaria y a la tarde asistir a las horas obligatorias de preparación de las tareas escolares.

      Y muchas ocupaciones que hasta ese momento no tenía la menor idea de cómo se hacían. Coser la ropa, lustrar los zapatos, ordenar los placares y hacerse todos los días la cama con absoluta rapidez y prolijidad.

      El cadete Alfonsín cumplía sin dificultades todas esas tareas, pero se quejaba amargamente. La comida no cumplía con sus expectativas y debía conformarse con una dieta repetida y de baja calidad.

      Pero sin demasiado tiempo para otros menesteres, el joven cadete estaba interesado, cuando tenía tiempo libre, en dos temas centrales que concentraban la atención del mundo.

      El primero era la Guerra Civil española (1936-1939), que lo colocaba desde el principio en el bando de los republicanos, al igual que al resto de su familia, y que, por supuesto, tocaba la memoria sensible del abuelo inmigrante de origen gallego, que los había dejado para siempre en 1933.

      En el claustro liceísta compañeros y profesores se alineaban, en cambio, bajo las simpatías del franquismo y sus falanges de derecha.

      El bando franquista era contundentemente mayoritario, pero los simpatizantes republicanos daban batalla dialéctica sin retroceder un centímetro.

      El