Eduardo Zanini

Raúl Alfonsín


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locales, los 80 kilómetros que separan a Chascomús de Olmos para acompañar y escuchar a Balbín desde la cárcel.

      En otras épocas la casa de Balbín, ubicada en la calle 49, número 844, de la ciudad de La Plata, era un santuario adonde los radicales de todo el país iban a buscar instrucciones políticas y consejos.

      Allí, Alfonsín llegaba y se disponía a escuchar los largos alegatos de Ricardo Balbín, quien utilizaba un lenguaje lleno de metáforas y ejemplos, al igual que en sus discursos públicos. “El Guitarrero”, lo apodaron sus detractores por sus disertaciones plagadas de citas y licencias poéticas. Para sus adherentes era “el Chino”, por los rasgos orientales de sus facciones.

      En la elección presidencial de 1951 el oficialismo se impuso nuevamente y consagró por segunda vez a Juan Domingo Perón como presidente de la nación. La UCR presentó una fórmula con sus dos figuras estelares: Ricardo Balbín y Arturo Frondizi integraban la fórmula presidencial opositora.

      En abril de 1954, se realizaron anticipadamente elecciones legislativas nacionales en concordancia con la elección del cargo vacante que había dejado el deceso de Hortensio Quijano como vicepresidente de la nación.

      En pleno verano, Alfonsín recorrió su pueblo de punta a punta. Conocía a varios vecinos por cuadra. Prometía, como candidato a concejal, luchar por las libertades civiles.

      Todas las tardes después de la siesta visitaba un barrio distinto, la casa de algún vecino que conocía por el nombre o una institución determinada.

      “¿Cómo andamos, Mirta”, saludaba Alfonsín con una forma de dirigirse a cada uno con el verbo conjugado en plural, inclusivo.

      Los vecinos le llevaban quejas o reclamos que iba a tener que intentar resolver desde una banca del Concejo Deliberante de la calle Mitre, número 18, en pleno centro de Chascomús.

      La limpieza de la ciudad, el alumbrado público escaso y la red de agua corriente eran las principales demandas vecinales y concretas de esa campaña de 1954.

      Pero, además, queda apuntado que el concejal tenía una posición crítica hacia el peronismo. En cada ocasión dejaba sentada su postura política que reclamaba libertades públicas e institucionales, y que reivindicaba al mismo tiempo la justicia social como estandarte de progreso.

      Los opositores radicales en Chascomús hacían campaña advertidos de que en cualquier momento podían ir presos. Varias veces terminaron en la comisaría.

      Cuando asumió su mandato como concejal en 1954, Alfonsín llevaba varios años de casado con María Lorenza Barreneche.

      Por entonces, ya habían nacido cinco de sus seis hijos, Raúl Felipe (1949), Ana María (1950), Ricardo (1951), Marcela (1953) y María Inés (1954). Faltaba Javier Ignacio (1957).

      María Lorenza lo acompañaba de vez en cuando a alguno de los actos. Las tareas domésticas y el cuidado de los hijos le dejaban un lugar secundario, o casi inexistente, en la política. María Lorenza repetía el mandato de ama de casa sin discusiones.

      Dentro del radicalismo bonaerense la figura de Alfonsín era todavía de peso pluma. Ideas moderadas y vida conservadora.

      −El que se casa se embroma, se casa para toda la vida y listo −les decía a sus amigos que le planteaban problemas de matrimonio o aventuras inmanejables.

      Maria Lorenza Barreneche se quejaba de sus ausencias. Alfonsín se defendía diciendo que ella ya lo había conocido dedicado a sus actividades políticas. Sus hijos también le demandaban que pasara más tiempo con ellos.

      Durante los ratos que le dedicaba a su casa, Alfonsín preguntaba por la marcha de los estudios de sus hijos. El parte oficial lo comunicaba Lorenza. Los muchachos varones estudiaban para cumplir.

      De ningún modo, pese a los esfuerzos de excelencia que quería imponer la abuela paterna, Ana María Foulkes, la Mamá Grande, eran alumnos ejemplares. Los reunía en el living de la casa para motivarlos y a veces les hacía leer, en su presencia, algún texto de un libro que estuviera a mano en ese momento.

      −Su madre me ha dicho –escuchaban de la boca de Alfonsín −que en el colegio están más o menos. Basta de esas historietas con pavadas que no sirven para nada −los retaba.

      Pero escondía como un tesoro enterrado que tiempo atrás él tenía su preferencia por alguna de esas publicaciones. Los chicos, como los llamaba, conseguían las revistas de historietas fantásticas de héroes y villanos con monedas rescatadas de las billeteras y los bolsillos de los tíos y los abuelos.

      Raúl Alfonsín les pedía que se dedicaran a leer a varios de sus autores preferidos como el filósofo y ensayista español Miguel de Unamuno o el novelista canario Benito Pérez Galdós.

      −Así que estudien y lean, carajo.

      Cuando el dirigente radical se tomaba un paréntesis de sus excursiones políticas, dedicaba esos días a la familia.

      Entonces, María Iriarte, su suegra, vivía con ellos. Alfonsín era un adorador de la cocina casera.

      En una carta de restaurante imaginaria colocaba sus preferencias en el pastel de papa, el puchero, los buñuelos, la carne al horno, la pasta, especialmente los tallarines a la parisienne y el asado.

      Eso sí, si le tocaba comer afuera, ya había inaugurado por entonces su tradición de ingeniarse para que siempre pagara la cuenta alguno de sus amigos.

      Poca plata en el bolsillo, solo para las necesidades básicas, configuraba un estilo austero que llevaría toda la vida.

      Su economía familiar era un problema. El estudio de abogado funcionaba a los empujones.

      La especialidad jurídica de la oficina eran los juicios de sucesión y herencias y los cobros de honorarios podían atrasarse meses y meses.

      Cuando las finanzas familiares desbarrancaban había ayuda de don Raúl padre que, desde su negocio de ramos generales, asistía cada tanto a su hijo mayor con un cheque o con plata en efectivo.

      En varios comercios del pueblo los Alfonsín tenían cuenta corriente en cuotas que quedaban registradas solo en los libros de cada negocio.

      A la panadería iban con la libreta donde se anotaba puntillosamente la compra de todos los días y que se pagaba a principios de cada mes. Al almacén del Turco Hade iban con la libreta. A la carnicería con la libreta.

      Uno de sus colaboradores en el estudio jurídico era el único que conocía el verdadero estado contable y financiero del abogado, además de cómo y por dónde andaba Alfonsín cada día de su vida.

      Jorge Nimo, un flaco, alto y de anteojos, sabía cómo se movía cada expediente, cuándo debía retirar un cheque de honorarios y qué agujeros había que cubrir en los bancos. La tarea se extendía cada vez que lo requerían de los juzgados de Dolores, con jurisdicción en la zona.

      Pero, además, estaba preparado para enfrentar cualquier contingencia política o familiar.

      El ayudante de Alfonsín a veces tenía que improvisar sobre la marcha.

      −Conseguí un auto y plata para la nafta −le pedía Raúl Alfonsín sin demasiadas precisiones sobre los lugares que tenían que visitar.

      “Todo lo que se cobraba por los juicios, una parte iba a cubrir el rojo en el Banco Provincia por los cheques que teníamos en descubierto. Otra parte a pagar las deudas del consumo de la vida cotidiana de la familia”, recuerda Jorge.

      Alfonsín podía estar dos o tres días afuera y a veces una semana entera.

      −¿Por dónde anda Raúl? −preguntaba Lorenza Barreneche. La respuesta de Nimo era rápida, aunque imprecisa. Tenía que decir algo, aunque desconociera el paradero de su jefe, para que el frente familiar se mantuviera en calma.

      Una tarde su asistente lo encontró afeitándose en el baño de su casa, que estaba anexada al estudio jurídico en pleno centro. Terminó de vestirse con un suéter y una camisa y le pidió a Nimo que, mientras él hablaba