También el italiano mostró que su país iba a ayudar en materia económica y se lo dijo personalmente en esas horas al presidente electo de la nación.
Felipe González, el presidente español, con la mano gastada de firmar autógrafos, su antecesor, el conservador y padre de la transición española, Adolfo Suárez, y el portugués Mário Soares desparramaban sonrisas.
Felipe, que gozaba en España de altos índices de popularidad, pensaba que la ayuda bilateral era importante y habló con Alfonsín, todavía en las horas previas a la asunción, de un tratado de integración económica entre los dos países como una señal para los mercados europeos.
Daniel Ortega, el comandante revolucionario sandinista de Nicaragua, era otro de los invitados con alto rating de preferencias de esa jornada, perseguido por jóvenes argentinos ávidos de relatos de aventuras guerrilleras en la selva centroamericana.
Ortega, además de sentirse reconfortado por el reconocimiento, lograba la primera ayuda económica concreta de un país latinoamericano. Aunque fuese mal visto por los Estados Unidos, Argentina iba a desembolsar 60 millones de dólares en forma directa e inmediata para los nicaragüenses.
La contrafigura era el vicepresidente de los Estados Unidos, George Bush, recibido con algún insulto y rodeado de un colosal aparato de seguridad propio.
Las delegaciones de dirigentes opositores de Chile, Uruguay, Brasil y Paraguay rescataban la recuperación institucional y, de esa forma, dejaban certificado que las dictaduras latinoamericanas ya no eran bien vistas.
El uruguayo, dirigente del Partido Blanco, Wilson Ferreira Aldunate utilizaba toda su habilidad discursiva para contar cómo Alfonsín los había protegido cuando la dictadura uruguaya los perseguía y los obligaba al destierro.
En las reuniones previas con el Gobierno electo los chilenos recibieron una promesa que ellos consideraban fundamental. Ayuda logística y fondos económicos para trabajar por la vuelta de la democracia en ese país que gobernaba el dictador Augusto Pinochet desde septiembre de 1973.
En la ceremonia de juramento, en dos sillas, delante de todos y distinguidos del resto, ubicaron a los ex presidentes de la nación Arturo Frondizi, de gesto adusto, traje oscuro y corbata al tono, y María Estela Martínez de Perón, con un atuendo impecable a cuadros blancos y negros.
Frondizi, de 75 años, celebró de pie y con aplausos la entrada de Alfonsín al recinto, un gesto con el que parecía que dejaba atrás los viejos rencores entre radicales intransigentes y radicales del pueblo.
La viuda de Perón, que había viajado especialmente desde su residencia en España, estaba estratégicamente ubicada. La mayoría de la bancada peronista no tuvo alternativa. Debieron regalarle, sonrientes, un beso o un apretón de manos cuando pasaban por allí.
“No traigo quejas ni agravios en este día feliz”, dijo Isabel Perón despojada de cualquier resabio que le recordara el desalojo en 1976 por parte de los militares y su prisión de cinco años en el Sur.
Víctor Hipólito Martínez Martinoli, el vicepresidente de la nación electo, también a punto de jurar su cargo, estaba allí sin que se le notara ningún gesto nervioso, salvo un tic que lo acompañaba desde siempre por el cual fruncía levemente uno de los costados de su cara.
Martínez, un abogado nacido en Córdoba, había ocupado el segundo lugar en la fórmula de la UCR como producto de un acuerdo entre el sector alfonsinista de Renovación y Cambio y la Línea Córdoba. Sin embargo, era un candidato que no despertaba el entusiasmo de sus comprovincianos cordobeses.
El presidente provisional del Senado, un alfonsinista de Avellaneda de pura cepa, cardiólogo y fumador de cuatro atados de cigarrillos por día, Edison Otero, y el presidente de la Cámara de Diputados, el abogado tandilense Juan Carlos Pugliese, también esperaban en el estrado principal el momento de la jura.
Un diputado cordobés y un hermano del futuro ministro de Economía se empujaban sin vergüenza para ver quién quedaba más cerca del lugar donde se iba a ubicar la figura principal.
El Salón de los Pasos Perdidos, la antesala de recinto, estaba atestado de invitados que habían llegado tarde, de periodistas y de empleados legislativos que debían resignarse a seguir la ceremonia en directo desde allí por los altoparlantes y unos pocos televisores, todavía en blanco y negro, con imágenes defectuosas.
En las bancas del hemiciclo se sentaron adelante los senadores nacionales, a la izquierda la bancada radical con sus jóvenes diputados espartanos de la Coordinadora y de Renovación y Cambio comandados por el entrerriano César “el Chacho” Jaroslavsky, al centro los bloques del Partido Intransigente y de la Unión de Centro Democrático, y a la derecha la bancada del peronismo con sus diferentes vertientes.
Los palcos superiores estaban colmados de militantes radicales.
Desde uno de ellos asomaba la pulcra figura de María Lorenza Barreneche de Alfonsín, la presencia distinguida de Ana María Foulkes, la mamá casi octogenaria del presidente de la nación, y las hijas mujeres Ana María (1950), Marcela (1953) y María Inés (1954).
Entre la multitud de los pasillos del Parlamento caminaban sus hijos varones Raúl Felipe (1949), Ricardo (1951) y Javier (1957) y varios de su docena de nietos. “Los chicos”, tal como definía Alfonsín a sus hijos, aunque ya todos fuesen mayores de edad.
En otro de los palcos del primer piso estaba el abogado peronista Ítalo Luder, el perdedor de las elecciones del 30 de octubre de 1983.
Luder, 24 horas después de la elección general, recibió la oferta de presidir la Corte Suprema de Justicia de la Nación como un gesto de unidad nacional, dijeron los radicales. El dirigente peronista lo rechazó y de esa forma puso sobre la mesa que su sector iba a ocupar, sin dudas, el lugar de la oposición.
A las 8.07 de la mañana, Alfonsín se aprestaba a jurar como el trigésimo tercer presidente constitucional de la Argentina. Extendió su mano derecha sobre una Biblia azul con el escudo nacional.
“Yo, Raúl Ricardo Alfonsín, juro por Dios Nuestro Señor y estos Santos Evangelios, desempeñar con lealtad y patriotismo el cargo de presidente de la nación y observar y hacer observar fielmente la Constitución de la Nación Argentina. Si así no lo hiciere, Dios y la nación me lo demanden”.
Después, sacó sus anteojos, se sentó en el sillón de cuero de respaldo alto, pidió insistentemente un vaso de agua y empezó a pronunciar un discurso de casi una hora. Luego dejó por escrito un anexo para insertar en el Diario de Sesiones: el trabajo que sus asesores habían elaborado, área por área, sobre cuál sería su plan de gobierno para los próximos seis años.
Ese hombre de traje de sastre a medida, siempre de bigote frondoso, pelo con algunas canas disimuladas, peinado prolijamente con fijador y hacia el costado izquierdo, ojeras profundas y anteojos preparados para leer, un metro setenta y dos de estatura, nariz prominente y algunos kilos de sobrepeso, era la figura mirada por todo el mundo cuando unos segundos después, por cadena nacional de radio y televisión, comenzó a dirigirse al “Honorable Congreso de la Nación”.
El mensaje difería de sus encendidos discursos de campaña. De modo atildado, casi sin gestos voluptuosos, volcaba, con pausa y sin sobresaltos, todo lo que pensaba que podía hacer como gobernante.
Los primeros aplausos aparecieron cuando anunció sin dudar que procuraría “hacer un Gobierno decente” y subrayó su voluntad de “luchar por un Estado independiente”
De manera explícita rechazó los métodos violentos para la toma del poder “de derecha o de izquierda” y pronosticó las dificultades que tenía que resolver. “Pero vamos a salir adelante”, dijo.
El país que recibía era “catastrófico” y “deplorable”, calificó el presidente de la nación.
Reivindicó el estado de derecho como herramienta principal de la vida institucional y subrayó, después de condenar el terrorismo de Estado, que “el Gobierno democrático se empeñará en esclarecer la situación de las personas desaparecidas”.
Ahí