ella, suavizando la pregunta con una sonrisa.
–Después de cenar –sugirió él–. ¿Por qué sigues temblando? –preguntó, con el ceño fruncido.
Era el efecto Luca, pero ella no estaba dispuesta a decírselo.
–La brisa es más fría –se disculpó–. ¿Es hora de que baje a dormir en la bodega?
–Esto es un yate –le recordó él–, no uno de esos «bloques de oficinas flotantes» de los que hablabas.
–Y es precioso –añadió ella.
Él enarcó las cejas en una especie de aviso de que no jugara con fuego. Samia no vio ningún peligro en eso. Dudaba de que estuviera a bordo el tiempo suficiente para quemarse las manos.
Ella estaba extrañamente silenciosa, lo cual lo desconcertaba. No solía invitar a mujeres a su yate cuando acababa de conocerlas. El mensaje de su equipo había afianzado su creencia de que una mezcla de instinto y lujuria podía proporcionar una solución temporal a un problema. Su siguiente tarea era convencerla de que se casara con él.
Repasó mentalmente una lista de las ventajas que obtendría ella: joyas de valor, asientos de primera fila en todos los eventos de prestigio, aviones privados, yates, palacios y casas por todo el mundo. Aduladores a mansalva…
La miró divertido. Era difícil no sentirse cautivado por el entusiasmo de ella durante su gira por el yate. Si a ella le gustaba algo, o no le gustaba, no temía decirlo.
–Imagino que aquí trabajaron equipos de estilistas durante meses –dijo, cuando atravesaban el gran salón.
–Aquí hay años de planificación –reveló él, divertido al ver que caminaba a su lado descalza.
–Resulta un poco soso –confesó ella, cuando unas puertas de cristal se abrieron ante su llegada.
–¿Soso? –preguntó él, algo sorprendido.
–Tanto blanco y gris resulta un poco anticuado, ¿no te parece? Me gusta un toque de color.
–¿A bordo de mi yate negro? –sugirió él, divertido.
–¿Por qué no?
Luca no se había fijado mucho en la decoración, pero verla a través de los ojos de ella le daba un nuevo enfoque.
–¿Tu primera impresión? –quiso saber.
–El Black Diamond es el juguete de un multimillonario.
–Es un yate serio, no un juguete.
–Tú me has preguntado.
Y ella había contestado sin ambages.
–¿Por qué no me haces un informe? –preguntó él con cinismo.
–Si eso es lo que quieres… –comentó ella.
Lo había tomado en serio, y él no se decidía a burlarse de aquella mujer tan directa.
–¿Por qué no? –preguntó. ¿Qué daño podía hacer?
–He pasado mucho tiempo callándome –explicó ella–. No pienso volver a cometer ese error. Digo lo que veo, y si quieres que lo escriba, lo haré encantada.
–Trato hecho –asintió él.
–¿No me ibas a enseñar el lugar donde voy a dormir? –preguntó ella–. Porque te aseguro que no seré capaz de encontrarlo sola –declaró–. Todo esto para un hombre –musitó, admirada, cuando siguieron andando.
–Y una mujer muy directa –añadió él, con una mirada de soslayo.
Tuvo la satisfacción de oírle un respingo cuando abrió una puerta que daba a la entrada forrada de paneles de madera de la suite que había elegido para ella.
–Esto ya está mejor –declaró Samia–. Nada de soso. No puedo imaginar nada más hermoso.
–Diseño de mi hermano –explicó él, con voz tensa. Todavía le costaba hablar de Pietro y aquella suite había sido la idea de su hermano para los invitados a bordo del yate.
Allí todo era llamativo y ostentoso. Había alfombras con colores intensos y tapices intrincados en la pared, encima de una cama con dosel que casi resultaba ridícula en el mar. Solo se habían utilizado tejidos exclusivos y coloridos en la tapicería, y para vestir las ventanas había sedas, raso, terciopelo y gasa, con esta última flotando perezosamente por la brisa marina que entraba desde el ventanal. La madera pulida y el bronce complementaban esos adornos y cuadros de barcos históricos y de hombres guapos en distintos tipos de uniformes completaban la decoración.
–Tu hermano tenía muy buen gusto –comentó Samia, pasando las yemas de los dedos por el brazo de un sillón tapizado con un lujoso terciopelo.
–Le gustaban la historia y el diseño. Podría haber tenido un gran futuro por delante, si no hubiera sido un príncipe.
–Pero ¿ser príncipe no es un gran futuro?
–Para Pietro no –respondió él, con dolor–. Pietro habría preferido una vida tranquila fuera de los focos. Le gustaba diseñar escenarios –recordó, pensando en los conciertos que le gustaba montar en la infancia–. Lo único que anhelaba mi hermano era una vida tranquila, pero no pudo ser.
Volvió a la realidad y echó un vistazo a la suite. Era tan grande e impresionante como pensaba Samia, aunque, en opinión de él, la decoración era más propia de un museo que de un yate de tecnología punta diseñado por él. Pero a los hermanos siempre les había gustado hacer cosas juntos y Luca había querido que Pietro participara en aquello.
–¿Estás bien? –preguntó Samia.
–Mi hermano nunca fue muy marinero –contestó él–. Pero el diseño era su pasión.
–Y lo hacía muy bien –comentó ella–. Con muy buen gusto.
–Era un hombre maravilloso.
–Y tú lo querías. Y estoy segura de que era recíproco.
¿De dónde había salido aquella mujer que el destino había puesto en su camino? Luca pensó en invitadas anteriores, que llegaban con maletas llenas de ropa, solo para descubrir después que no era apropiada para el yate y encargar, a expensas de él, prendas a París, Roma o Milán, que llegaban a puertos por los que iban a pasar. Gran parte de esa ropa colgaba todavía en el vestidor de Samia.
–Hay una piscina a bordo –dijo él–. Dos, de hecho. Puedes usarlas.
–¿Hay una para la tripulación?
–Hay dos piscinas que tú puedes usar.
–Fantástico, pero no tengo bañador.
–Encontrarás algunos en el vestidor que nunca se han usado. Utiliza lo que quieras. Alguno habrá que te sirva.
–No sé si nadaré.
–Los trajes son nuevos –explicó él–. No te dejes llevar por el orgullo. Si te sirve algo del vestidor, considéralo un pago por adelantado por el trabajo que decida que vas a hacer.
–Prefiero cobrar en dinero, si no te importa. No llevo muy bien aceptar limosna.
–Ya lo sé –repuso él, recordando los diez dólares que había insistido ella en darle por el agua y la hamburguesa–. ¿Y si te pago también un sueldo?
Ella se encogió de hombros con una sonrisa.
–Podemos llegar a un acuerdo –musitó.
Cuando Samia sonreía, se volvía irresistible.
–Me harás un favor si usas la ropa del vestidor –comentó él–. En este momento para mí solo representa dinero tirado a la basura.
–¿Puedo usar cualquier cosa que encuentre? –preguntó ella–. ¿Eso puede hacerlo