concluía su juicio de manera lapidaria: “Pudo construir la República, pero prefirió montar un circo” (Mijares, 1981, pp. 126-127). De otros dictadores latinoamericanos, sedicentemente liberales, podría decirse lo mismo.
El vacío espiritual y el exotismo cultural de esas élites se hizo, casi siempre no solo sin valores cristianos, sino contra ellos de manera militante. La negación existencial de la fe de los padres de nuestras patrias, casi siempre estampada en las declaraciones de Independencia de inicios del siglo XIX, fue acompañada en esas élites herodianas (para usar términos de Toynbee), por su adhesión a fideísmos políticos contrapuestos, el fascismo y el marxismo, y, a veces, como habrá oportunidad de señalar más adelante, primero al fascismo y, luego, sin mayor solución de continuidad, al marxismo. Simplemente buscaron proyectar en los pueblos latinoamericanos materialismos antagónicos (capitalismo, comunismo), con sus variantes (ne-liberalismos y socialismos). Pero entrados en el siglo XX no hicieron lo más mínimo por descartar, revisar o modificar lo que había sido su estrategia de poder en el siglo XIX. Así, la vinculación con el estamento militar o la instrumentalización de dicho estamento para conservar lo que consideraban era lo fundamental, el poder, fue un hecho bastante generalizado en América Latina. Con la política militarizada (los profetas armados de Maquiavelo), controlaron el poder. Y pensaron (aquí estuvo y está el error básico) que era el Estado el que hacía la nación, y no la nación, como realidad cultural y política, la que debía dar vida y realidad (no ficción jurídico-política) al Estado republicano.
Allí estuvo el error: se sintieron pedantes creadores de pueblos, cuando su estatura de caudillos menores raras veces alcanzó (o procuró alcanzar) la dimensión de estadistas. Y constataron, una y otra vez, con dolor, que la modernidad no se logra por decreto. Que la vida debe preceder a las normas y acompañarlas. Que las hermosas leyes, si no informaban la vida ciudadana, mal podrían gestar una institucionalidad racional —civil, civilista y civilizada— que no tuviera ambiente cuartelero, ni olor a pólvora ni dependiera de un sable. El maridaje civil-militar del caudillismo liberal del siglo XIX y comienzos del siglo XX en América Latina partió de una concepción contra natura de la política, mal inspirada en una interpretación prioritariamente militarista de la emancipación. La Independencia fue esencialmente obra de letrados y solo secundaria e instrumentalmente parto de la guerra. Pero los jefes de las montoneras consideraron que la soberanía era su botín. Ellos eran los nuevos sustitutos cercanos del que había sido rey lejano. Dieron entonces vida lo que el verbo acerado de un brillante historiador venezolano, Manuel Caballero (1933-2010), llamó, refiriéndose a las tragedias más cercanas del chavismo de las cuales fue implacable y constante crítico, la peste militar (Caballero, 2007). Nunca aprendieron lo que Miguel de Unamuno (1864-1936) sentenciaría, con angustia, en la España desgarrada que le tocó vivir: “Es más fácil militarizar a un civil que civilizar a un militar”.
Así, el poder, primitivo y bárbaro, visualizó el Estado como el ámbito de su omnipotencia, y al derecho como el conjunto de normas impuestas por el Estado para que los que llegaron al poder pudieran hacer lo que les daba la gana. Por eso, las oligarquías que se llamaron liberales en América Latina no lo fueron en realidad, y usaron (y abusaron) del poder, no para modernizar y progresar, sino para demostrar, en los hechos y en cualquier campo, que los caprichos de su voluntad no tenían barreras ni cortapisas. Así, diciéndose progresistas, numerosos dictadores usaron el ejercicio de las altas magistraturas como herramienta para implantar el cambio de la matriz cultural de inspiración cristiana, que, a pesar de ellos, seguía (y, gracias a Dios, sigue, en buena parte) nutriendo el imaginario colectivo de los pueblos de América Latina.
En los dos siglos de vida independiente, la inautenticidad y la incapacidad, el desvío y la traición no fue, pues, de los pueblos; fue de las élites extranjerizantes que, con vergüenza respecto de la propia ontología de la existencia histórica (si puede llamarse así; la terminología es de Antonio Millán Puelles [1921-2005]) (Millán-Puelles, 1955), intentaron (e intentan) utilizar agresivamente las cuotas de poder que poseían y poseen (que no son pocas) para imponer a los pueblos, violentando su mente y su conciencia, los seudodogmas de sus variados fideísmos políticos, que tienen como denominador común la alergia a toda cultura portadora de valores cristianos. Hablando de las más brillantes generaciones positivistas de su patria y de su ayuntamiento con las dictaduras más prolongadas e implacables, Mario Briceño-Iragorry (1897-1958) pudo hablar, por ello, de la traición de los mejores (cfr. Briceño-Iragorry, 1953).
Las élites de la pos-Independencia se consideraron ellas mismas la minoría ilustrada con derecho a imponer incluso por la fuerza (con total negación de procedimientos democráticos verdaderos) modelos culturales acristianos o abiertamente anticristianos, imponiendo como dogmas de única aceptación por el poder político aquellos de su adherencia personal. Y la verdad oficial, tan falsa como la historia oficial, que intentaron plasmar para dar cuenta de nuestro proceso de pueblos, se mostró no pocas veces con auténtica alergia a la verdad de los hechos. El temor a la verdad de los hechos, a la realidad pura y dura, sin las deformaciones de una historia pret-à-porter, era consecuencia de su actitud escapista frente a lo que fuimos, somos y (muy a su pesar) seguiremos siendo.
La historia política de América Latina en los siglos XIX y XX muestra que, en nuestra aventura bicentenaria de soberanía atormentada, el señuelo de los déspotas ha sido, no pocas veces, el intento de justificar su afán de poder con un “progreso” que se resumía en el fanático empeño de erradicar el catolicismo de la vida social y cultural, y en una negación continuada y efectiva de las bondades que pueden teóricamente descubrirse en la concepción liberal del Estado y del derecho. Por eso el énfasis en las formas, en la apariencia de las formas y no en la real transformación republicana de nuestras realidades. Las élites liberales jugaron a la autorreferencia y a la minusvaloración de cuantos no pen-saran como ellas. La indiferencia, nutrida de orgullo, los convirtió en distantes oligarcas encerrados en la torre de marfil de su prepotencia y sus privilegios.
Pero nadie puede escapar a su propia historia. La afirmación y defensa de lo propio pasaba y pasa por el reconocimiento de la verdad de los hechos de esa propia historia.
Siendo Vasconcelos uno de los intelectuales de la Revolución mexicana, su ateneísmo significó la revolución de la libertad del pensamiento universitario frente al desgraciado intento del porfiriato de dogmatizar con Comte y Spencer la cultura de México, como lo hizo en Venezuela la dictadura deshonesta de Guzmán Blanco. El paradigma de la oposición intelectual a Guzmán fue Cecilio Acosta. Acosta resultó alabado por Martí (quien era un liberal pero no jacobino) y censurado por Guzmán (quien no era ni liberal ni jacobino, sino adorador de sí mismo). Ante los horrores del seudodespotismo ilustrado de Porfirio Díaz en México, Vasconcelos tuvo la valentía de luchar por la libertad de cátedra y de llamar con persistencia al reconocimiento y defensa de los hechos de la propia historia. (Así, llegaría a sostener después, frente a omisiones o mutilaciones inconcebibles de la historia oficial, que sin Hernán Cortés no podía entenderse la mexicanidad, como criollidad mestiza) (cfr. Vasconcelos, 1985).
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