José Rodríguez Iturbe

Los gatos pardos


Скачать книгу

de la libertad en el tiempo, y de la praxis humana como un agere y un facere cargados de sentido y finalidad.

      A las totalizaciones ideológicas —típicas de los empeños por reiventar la historia— han seguido, en el final del siglo XX y el inicio del siglo XXI, tentativas propiamente académicas, aún marcadas por el antropocentrismo radical, que aspiran a la superación de la modernidad sin prescindir de sus basamentos filosóficos y culturales. Hasta ahora, muchas de esas tentativas solo han reflejado formas nuevas de manifestación de la angustia existencial generada por el vacío resultante del encapsulamiento egoísta de no pocos seres humanos que tienen en sus manos, sin embargo, los prodigiosos instrumentos de la revolución tecnológica comunicacional.

      Los padres de la patria, a lo largo de América Latina, resultaron, en los hechos, y en el esfuerzo de la historia oficial, no solo una figuras tutelares, sino imágenes míticas, unos mitos de origen de la conciencia nacional, que pretendían erigirse acomplejadamente como autorreferentes; y también resultaron mitos justificadores de cuantas extravagancias, tropelías o ambiciones pasaban por la mente de quienes, llegados al poder (o ambicionando llegar a él), consideraron que por el simple hecho de llegar o ambicionar el poder constituían una especie de reencarnación del mito.

      Nada ha hecho tanto mal a nuestras patrias como esa reducción mitológica de los libertadores ad usu de rufianes. Porque no de estadistas ha estado demasiado poblada la historia política de América Latina. Se esperaba que el mito hiciera milagros por el simple hecho de ser mito. Y no fue así. Nunca fue así. El echar la parada sustituyó el esfuerzo laborioso y la continuidad en el empeño; la humorada ingeniosa, al cultivo de la inteligencia, y obstaculizó que fuera la razón y no la fuerza la que se esforzara por imponerse; la procura rápida de lo fácil se prefirió al reto laborioso y constructivo, de pedagogía de largo aliento, que la formación de toda verdadera conciencia ciudadana conlleva.

      El cesarismo criollo dio la impresión de ser reflejo de un subconsciente monárquico. Con la Independencia, se quiso cortar con el reino borbónico, pero sin sustituir el absolutismo de Fernando VII (él que pasó, por méritos propios, de ser el deseado de los pueblos a ser el rey Felón), por la carencia de una auténtica conciencia ciudadana; y porque, en realidad, la emancipación fue empeño de minorías ilustradas más que verdadero anhelo popular, hasta avanzada la lucha y por los errores político-militares (sobre todo políticos) de los enviados de la España peninsular a la España americana (para decirlo con los términos de Juan Germán Roscio [1763-1821]). Piénsese, a modo de ejemplo, en la eliminación física que Pablo de Morillo (1775-1837) realizó en la élite social y en la intelligentsia neogranadina.

      Esos caudillos de subconsciente monárquico, en nuestra historia republicana, más que condottieri fueron demagogos, que sujetaron su condición de líderes a su capacidad de halago y de oferta fácil. Conciencia ciudadana en el común y conciencia de Estado en el liderazgo es lo que ha faltado en nuestro accidentado proceso de patrias. Así, malacostumbrados, cuando la conciencia de Estado ha planteado el sacrificio, la respuesta blanda ha sido la fuga hacia la irracionalidad: el rechazo al esfuerzo, la búsqueda del facilismo, el dinero mal habido o el saqueo. No ha habido élites, sino oligarquías. Porque las élites saben que su ejemplo es pedagógico; y nuestra sociedad, maltrecha y con raíces disueltas, puso la idealización de su ascenso en lo carente de valores, en el oropel de la apariencia, en la riqueza sin cuestionar su fuente o modalidad de origen entendida como bienestar.

      En la quiebra repetida una y otra vez, a lo largo de nuestra América, de la República civil pudo más el materialismo de los ladrones, de los aficionados al buen vivir, con alergia al trabajo real y honesto, que las malas políticas. Ya Jacob Burckhardt (1818-1897), el profesor de Basilea, el tutor Helvetiae, el brillante discípulo de Leopold von Ranke (1795-1886), había predicho —en los días de la guerra franco-prusiana de 1870— que cuando los pueblos olvidan los principios buscan un Führer.

      No se logra por magia la regeneración de las naciones. Ello requiere lentos procesos de educación moral y cívica. Educación que exige el ejemplo de los de arriba, de los que están como en vitrina y generan patrones de comportamiento a quienes los miran desde una altura más baja. Ejemplos que producen aquella irradiación (por la imitación en la mente grupal) de la cual habló Gabriel Tarde (1843-1904). Se trata, sobre todo, del ejemplo de quienes son o se dicen dirigentes en la vida política, social y económica. Hasta los modales, la vestimenta y el lenguaje se imitan. Y en América Latina, en lugar de ennoblecerse, el aturdimiento materialista, la destrucción de la familia, la ruptura de la solidaridad social, el culto al individualismo rastrero uncido al olvido de la urbanidad, la degradación canallesca del lenguaje, la pérdida del respeto en el trato mutuo, acompañada de la creciente incineración de la confianza, así como la búsqueda simple y torpe de la prepotencia, de la impunidad y de la fuerza, hicieron patente, una y otra vez, que la patria no estaba hecha, sino que, en su hacerse, se encontraba aún en etapas muy distantes de la madurez requerida para tener relieve en el concierto de las naciones.

      Por eso, aunque se dijera que teníamos política ideológica, si de algo padecimos (y padecemos) fue de carencia de ideólogos, tomando esa palabra en el sentido de pensadores que buscaran en la coherencia teórica y en la reflexión continuada las pautas de su acción en el campo de la vida pública. De ahí que la atorrante ignorancia se jactara de un desconocimiento cuasi enciclopédico de todo saber humanístico, incluido el de la propia historia nacional. Y quien no conoce el pasado mal puede comprender el presente y diseñar sin escapismos absurdos el futuro. Por eso fue tan frecuente en nuestra historia que, sin grandeza personal, se sobrepasaran los límites de la sensatez y la sindéresis.

      Nuestros estadistas, cuando los ha habido, han sido, sobre todo, hombres de acción. Pero como se ha repetido hasta la saciedad, si el pensamiento sin la acción es estéril, la acción sin el pensamiento es ciega. En la vida política latinoamericana, ha habido, tristemente, una extendida alergia, una desconfianza temerosa frente a la intelectualidad, frente a la gente de pensamiento. Muchas veces, sobre todo en el siglo XIX posindependentista, quienes lograron figuración estelar no lo hicieron por el reconocimiento social de sus méritos y capacidades, sino por la turbulencia de las coyunturas, en las cuales, agitándose el fango del cauce social por las conmociones que se vivían, colocaron, ante los ojos de todos, muchas expresiones antológicas de la vergüenza y la decadencia colectiva en posiciones rectoras.

      No han faltado a lo largo de nuestra historia individualidades brillantes, personalidades destacadas por su inteligencia y laboriosidad, sujetos poseedores de talento científico o de capacidad literaria o especulativa o con dotes de capitanes de empresa. Pero en la vida de nuestras repúblicas, han sido una especie de polinesia humana, islas dispersas en un inmenso océano marcado por el caos bélico y el desbarajuste social.

      Como no había estadistas que ayudaran a insertar el esfuerzo individual en una tarea común —aunque siempre plural y polifónica— de hacer visible en el rostro distinto de las patrias la fuerza creadora de la libertad, muchos esfuerzos quedaron confinados (por no decir secuestrados) en los áticos o buhardillas llamativas de las singularidades no insertadas en equipo humano alguno. Y, por ello, a menudo, los más capaces vivieron en una especie de introvertimiento, en algunos casos buscado, o, más comúnmente, provocado por el afán vengativo de espíritus malignos que usaron el poder para humillar o aniquilar socialmente a quienes no se rendían a su bajeza (piénsese, para no evocar ejemplos demasiado recientes, en el caso venezolano de Cecilio Acosta [1818-1891], acosado mezquina y criminalmente por Antonio Guzmán Blanco [1829-1899], quien destinaba a sus opositores al “cementerio de los vivos”, pues de ellos no era permitido ni siquiera hablar).