absorbían 80 millones de pesetas; los sueldos de tropa, 45 millones; y el armamento 13 millones. Había entonces 24 700 oficiales para 80 000 soldados (Moa, 2000, p. 61). Aunque esto mejoró luego, las reformas se retrasaron y las consecuencias se vieron en la guerra de Marruecos.
El comienzo del siglo estuvo signado en España por un proceso de desestabilización creciente. El anarquismo ibérico se caracterizó por su práctica terrorista. El socialismo extremo, unido en el caso de Cataluña a un regionalismo radical, dio a la izquierda política una presencia y beligerancia hasta entonces desconocida en la vida política española. Comenzó una dialéctica de extremos, con escaso margen a equilibrios de centro, que culminaría, en 1936, con la vorágine belicista de la guerra civil. El Ejército se fue convirtiendo, poco a poco, en el árbitro de situaciones políticas sin salida. Al menos, sin salida estable y verdadera, pues cada fórmula de coyuntura, en lugar de representar la superación de una crisis en cadena, simplemente significaba el comienzo de otra fase (a menudo más aguda que la anterior) del conjunto de tensiones, confrontaciones, insurrecciones y tentativas revolucionarias que iban sembrando de incomprensión y caos la vida nacional.
Un ejemplo de ello fue la Semana Trágica de Barcelona (fines de julio de 1909): una protesta por el envío de tropas a Marruecos terminó en insurrección (saqueos de comercios, quema de iglesias y edificios religiosos, barricadas, etc.). El Ejército intervino: 118 muertos. Los procesos siguientes produjeron 17 condenas a muerte; 5 ejecutadas. De estas, la más notable fue la de Francesc Ferrer i Guàrdia (1859-1909), quien unía en sus enseñanzas racionalismo y anarquismo. Miguel Sánchez González, quien había sido secretario de Ferrer i Guàrdia, lo describe como un ser “malvado y miserable”, y lo acusa de estar detrás del asesinato de Cánovas, del atentado fallido contra Maura (realizado por un alumno de la Escuela Moderna de Ferrer i Guàrdia) y de los sangrientos atentados contra el rey (pp. 66-67).
Joaquín Costa (1846-1911), después de haber alentado un posible imperialismo español en África, luego del trauma de 1898, planteaba, con su regeneracionismo, nada menos que fundar España otra vez, como si no hubiera existido. Usó Costa una retórica con frases cargadas de escepticismo y negativismo histórico: “Doble llave al sepulcro del Cid, para que no vuelva a cabalgar”. Ese rechazo del pasado hispano fue una constante en Manuel Azaña (1880-1940). Al mismo se sumó luego, a ratos, José Ortega y Gasset (1883-1955). Uno de los pocos que reaccionó contra tal posición fue Marcelino Menéndez Pelayo (1856-1912) (cfr. Moa, 2000. p. 74).
Hoy presenciamos —dijo D. Marcelino en un famoso discurso en el centenario de Jaime Balmes (1810-1848)— el lento suicidio de un pueblo que engañado mil veces por gárrulos sofistas, empobrecido, mermado y desolado, emplea en destrozarse las pocas fuerzas que le restan y corriendo tras varios traspantajos de una falsa y postiza cultura, en vez de cultivar su propio espíritu, que es lo único que redime y ennoblece a las razas y a las gentes, hace espantosa liquidación de su pasado, escarnece a cada momento las sombras de sus progenitores, huye de todo contacto con su pensamiento, reniega de cuanto en la Historia nos hizo grandes, arroja a los cuatro vientos su riqueza artística y contempla con ojos estúpidos la destrucción de la única España que el mundo conoce, de la única cuyos recuerdos tiene virtud bastante para retardar nuestra agonía. […] Donde no se conserva piadosamente la herencia de lo pasado, pobre o rica, grande o pequeña, no esperemos que brote un pensamiento original, ni una idea dominadora. Un pueblo puede improvisarlo todo menos su cultura intelectual. Un pueblo viejo no puede renunciar a la suya sin extinguir la parte más noble de su vida y caer en una segunda infancia muy próxima a la imbecilidad senil. (Menéndez y Pelayo, 1910, p. 354).
Algunos consideran ese discurso como el testamento espiritual2 de Menéndez y Pelayo.
España vivió, pues, un tiempo de agitación social y política y de profunda división cultural y espiritual. Fueron años en los cuales cristalizó la realidad de las dos Españas. Un periodo de agitación sin precedentes, en el cual, socialmente, imperaba un estado febril del cual se vieron libres muy pocos. No exageraba, no, Menéndez y Pelayo. Desde una europeización que algunos pretendían a costa de aniquilar su propia identidad cultural y de ignorar su historia, hasta el acratismo incontenible en su ensangrentada máscara terrorista.
La crisis española afectó, sin duda, a América Latina. Hasta la Segunda Guerra Mundial se reconoce como polo de influencia cultural en toda nuestra América, en primer lugar a España y en segundo lugar a Francia. Italia, Inglaterra y Alemania fueron, entonces, polos secundarios. El traslado del polo de influencia principal en ese campo hacia los Estados Unidos será una realidad en la segunda mitad del siglo XX.
Si el jacobinismo sedicentemente liberal logró el vaciamiento de la fe religiosa en buena parte de las élites culturales y políticas de América Latina, en la primera posguerra va a operarse un cambio inesperado. El sector políticamente más destacado de esas élites llenó el vacío de la creencia con un fideísmo político. Fueron los años de la expansión, con rapidez impresionante, del marxismo como pensamiento, y de la formación de los partidos comunistas con el aliento de la Internacional Comunista. Además, la crisis económica mundial de 1929 (crack de Wall Street) lució, a los ojos de muchos de estos ardorosos militantes, como el cumplimiento de la profecía anunciada por Marx, de la cual la Revolución bolchevique de 1917 había hecho en la Rusia exzarista su primera concreción histórica.
Un intento semejante de concreción histórica en América Latina solo se daría, a fines de la década de 1950, con el triunfo de la Revolución cubana y la posterior definición como marxista-leninista de Fidel Castro en Cuba. Antes, la crisis del Estado y del derecho que se vivió en Europa con el surgimiento de los totalitarismos (de la clase, Rusia, 1917; de la nación, Italia, 1922; de la raza, Alemania, 1933) también impactó, con diversa intensidad, en no pocos países de América Latina. Frente a la notable incidencia del marxismo, hubo también fenómenos que evidenciaron, aunque con efecto menor, la reacción pendular, hacia el nazi-fascismo. Muchos liberales nacionalistas y liberales jacobinos se encontraron enfrentados a sus antiguos compañeros de ruta en la línea del vaciamiento histórico-cultural. Resultó mucho más creativa, en la generalidad de los casos, la presencia histórico-política de los marxistas-leninistas (sobre todo en la organización de instrumentos para la acción institucionalizados como partidos) que la de los antiguos liberales jacobinos, que lucieron, mineralizados social y políticamente, como las nuevas oligarquías del continente. Y los que se habían lucido, por obra de su propaganda, como nuncios de la modernidad y del progreso, terminaron etiquetados como reaccionarios, refractarios a los cambios estructurales socioeconómicos y cultural-políticos que los nuevos tiempos exigían.
En algo, sin embargo, hubo una continuidad lamentable. Fue en la búsqueda de los militares como garantía de su triunfo y estabilidad. Algunas veces los civiles se aliaron a los militares. Otras veces los mismos militares decidieron asumir el liderazgo político. Así, la retórica tuvo, en mayor o menor medida, olor a pólvora. Los antiguos sedicentes liberales habían militarizado su presencia política para el control y dominio del Estado. Pensaron que el poder omnímodo del Estado era el que configuraba la nación y, por vía del ejercicio sin cortapisas del poder, podía gestar el nuevo pueblo.
En esa vertiente militar-política, transcurrió el desgraciado intento de variación de la entidad histórico-cultural de nuestros pueblos por parte de las élites (devenidas oligarquías económicas, políticas y militares) liberales jacobinas. El nuevo fideísmo político de sustitución de la creencia religiosa, visible en los empeños marxista-leninistas, no solo no abandonó, sino que radicalizó el intento de militarización de la política en América Latina. Ya no eran solo las viejas montoneras del siglo XIX. Hubo un cierto militarismo en todos los esfuerzos de mutación orientados por el marxismo. Ello fue consecuencia del efecto en América Latina no solo de las directrices de la Internacional Comunista, sino también del mundo caleidoscópico de la guerra civil española (1936-1939), visto con ribetes no exentos de romanticismo trágico en el imaginario colectivo que una apasionada intelligentsia se esforzó en troquelar. Los latinoamericanos de distintos países pelearon en un bando y en el otro (más en el republicano que en el nacional). Fue así también la influencia de un acontecimiento ibérico la que señaló el definitivo deslinde de las antiguas élites (oligarquías) liberales que se sentían dueñas de la