no disimulada a la visión de la política como servicio al bien común, en cuanto se la percibió (y se la percibe aún por muchos) como instrumento para mineralizar privilegios y para alejar de la perspectiva histórica los urgentes cambios en democracia y libertad.
El siglo XX en América Latina resultó complicado, además, por lo que aquí se llama el hegelianismo al revés. Muchos de quienes lo practicaron posiblemente ni siquiera supieron quién era Hegel, pero hicieron de su esfuerzo históricopolítico una elipse ideológicamente orientada a la antítesis de lo propuesto por el autor de la Fenomenología del espíritu. Si para Hegel cada pueblo da vida a una nación, y el Estado resulta la configuración jurídica de la nación, las oligarquías de turno pensaron, una y otra vez, que ellos eran los que en realidad darían, desde el poder del Estado, vida a la nación, y que serían los nuevos parteros del pueblo republicano, porque, en realidad, pueblo solo eran con propiedad (y en propiedad) ellos.
Intentaron hacerlo provocando cortes culturales que simplemente generaron vacíos, o sintiendo vergüenza de nuestra criollidad, y llegaron a postulados sustitutivos, basados en una migración que variara, racialmente, la hermosura de nuestro mestizaje. El intento de variar la savia cultural resultó paradigmático en el porfirismo en México o en el guzmancismo en Venezuela. El racismo pretendió adornarse con la contraposición entre civilización y barbarie, y encontró planteamientos teóricos destacados en Argentina y Brasil. Todo ello fue intentado, la mayoría de las veces, por Gobiernos dictatoriales, que, llamándose paradójicamente liberales, fueron en realidad expresiones gubernamentales de oligarquías ilustradas, que se consideraban con una especie de derecho absoluto a imponer por la fuerza una Weltanschauung (concepción del mundo y de la vida) que contradecía frontalmente con los principios y valores que habían servido para la formación histórico-cultural de nuestros pueblos.
Así ese intento de despotismo ilustrado a la criolla se hizo no solo sin el pueblo, sino contra el pueblo. Se consideró que la creencia católica y el origen hispánico era la causa fontal de nuestros males. Fueron tiranías que tremolaron la bandera de un supuesto progreso que nunca llegó, pero que sí adornó con notable bienestar material y hegemonía sociopolítica a quienes las ejercieron y a su entorno de allegados. El Estado, que en realidad nunca fue liberal, se consideró como el in fieri (haciéndose) hegeliano, porque lo que en realidad se percibía como in fieri era el pueblo que daba vida a la nación, metida forzadamente en el corsé de las ficciones e inautenticidades de las oligarquías gobernantes.
Todo ello venía acompañado desde la Independencia por una romántica comprensión de nuestro devenir histórico, que se apoyaba en el culto a los héroes. De ahí la referencia que en la parte final se hace a Carlyle. El culto a los héroes facilitó la desnaturalización de la institución castrense y la expansión del militarismo en la dinámica histórico-política de nuestra América. De ahí el militarismo tradicional de los caudillos, el militarismo alternativo de quienes deseaban desprenderse de ellos, el militarismo ideologizado de las irrupciones con intención de ruptura que se encuentran, una vez y otra, no solo en el siglo XIX, sino también en el siglo XX.
Como la agresión exterior del Destino Manifiesto estadounidense tuvo un ariete militar, el militarismo adquirió ribetes de nacionalismo sobre todo en México, América Central y el Caribe. Cuando después de la Primera Guerra Mundial, en cuyo contexto se produce la Revolución bolchevique de 1917 en Rusia, la Internacional Comunista promovió la rápida formación de los partidos comunistas en América Latina, también el militarismo adquirió un nuevo rostro. Fue el rostro terrible de la guerra que dio mutación ideológica a nuestras guerras civiles. Porque si la violencia es la partera de la historia, la violencia mayor y, en consecuencia la más grande partera, resulta la guerra. Así podrán verse los movimientos guerrilleros de inspiración marxista-leninista y los regímenes militares de izquierda; fenómenos estos que contaron con el impulso de la Revolución cubana, triunfante desde el inicio de 1959. Todo ello debe ser realistamente considerado dentro de la guerra fría, que desde mediados del siglo XX hasta su casi conclusión, caracterizó la dinámica del llamado orden pos-Yalta.
Se omiten en el texto referencias detalladas a la génesis y el desarrollo de las agrupaciones políticas de filiación socialdemócrata, en las décadas precedentes a la Segunda Guerra Mundial, así como al proceso de surgimiento e implantación de los partidos demócrata-cristianos, en la segunda posguerra, ante el efecto cultural y político de los estadistas promotores de la reconstrucción y unidad de la Europa Occidental (De Gasperi, Adenauer, Schumann). Es un tema importante y atractivo, pero que hubiera requerido para su tratamiento adecuado una extensión muy superior a la prevista.
Tampoco existe un estudio de los intentos de ideologización de la religión católica que se dieron con disímil expresión en el continente con la teología de la liberación (Gustavo Gutiérrez [1928], en Perú; Leonardo Boff [1938], en Brasil; Jon Sobrino [1938] e Ignacio Ellacuría [1930-1989], en América Central), así como de movimientos que en el seno del catolicismo se dieron en América Latina, que favorecieron el compromiso eclesiástico con los llamados movimientos de liberación de carácter guerrillero o con el cambio sociopolítico de inspiración marxista (por ejemplo el Grupo Golconda, en Colombia; Cristianos por el Socialismo, en Chile).
Podrá constatarse que tampoco se llega a un análisis de las terribles dictaduras militares que, esgrimiendo la Doctrina de la Seguridad Nacional, abundaron en América Latina, con sus expresiones más duras en el Cono Sur (Uruguay, Argentina y Chile). Para su adecuado estudio se habría requerido un estudio a se.
A pesar de tales carencias, dado el cometido del escrito, espero que quienes lo lean y participen en su discusión puedan captar, ante todo, la complejidad de la historia política latinoamericana que no admite localismos autorreferentes. La historia de nuestra América está llena de aguas agitadas. Quien se decida a iniciar por ellas su navegación, bien podrá recordar un dicho de los marinos insulares de mi tierra, que me imagino tiene raíz ibérica:
El que no sepa rezar
que vaya por esos mares,
que pronto lo aprenderá
sin enseñárselo nadie.
Porque el proceso político del siglo XX fue la antítesis del mar de los Sargazos. En él no tuvo cabida la ataraxia. Los dramas de nuestra historia latinoamericana se sucedieron (y se suceden en este inicio del siglo XXI) con tal rapidez que no dejan tiempo ni siquiera para profundizar en su conocimiento y en la comprensión de sus causas y efectos. Por eso ha faltado la consideración intelectual sobre nuestros aciertos y desaciertos. La reflexión sobre estos últimos más necesaria, como pedía Mario Briceño Iragorry, para procurar no repetirlos y mucho menos caer en la insania, nutrida de estupidez, de exaltarlos.
Sí se ha procurado, con las lógicas limitaciones, poner de relieve el sustrato cultural de los fenómenos políticos. Porque considero que solo con la consideración del trabajo político como trabajo cultural, tal como lo pedía Augusto del Noce, puede entenderse cómo los principios y valores nutren el imaginario colectivo y aparecen en la razón, en la voluntad y en los sentimientos de quienes, por amor a sus patrias y con afán de servicio, deciden participar en el turbión generado por las corrientes —subterráneas o de superficie— de la historia, sabiendo que ella, la historia, es el escenario para el trabajo, siempre inconcluso de la artesanía de la libertad.
He utilizado algunos textos de varios de mis escritos precedentes. La mayoría del texto es original y el conjunto permite, a mi entender, una consideración a se, en función del cometido que lo originó. Agradeciendo a la Maestría de Derecho Internacional de la Facultad de Derecho y Ciencias Políticas de la Universidad de La Sabana, y en particular a la profesora doctora María Carmelina Londoño Lázaro, su directora, la invitación a participar en esa Maestría con mis lecciones, y pidiendo excusas por las limitaciones que quedan indicadas y las que adicionalmente el lector descubra, queda aquí mi modesta contribución a una visión de conjunto del siglo XX e inicios del siglo XXI de nuestra familia de pueblos, a la espera de que este siglo sea el de la superación histórica y política de los gatos pardos.
José Rodríguez Iturbe
Octubre de 2016