siglo XIX postindependencia estuvo marcado por los insularismos y las inautenticidades. Hubo continuidad en la huella negativa de lo hispánico y terco rechazo por las élites de la savia positiva de lo ibérico, que era el vínculo y la base de los variados y complejos elementos de nuestro mestizaje. Así, el caudillismo estuvo hermanado simultáneamente a la barbarie y el desprecio oligárquico a lo propio. Todavía no hemos captado del todo que sin entender lo hispánico no podemos entendernos a nosotros mismos. Y se pensó, con constancia digna de mejor causa, que copiando formas políticas y estructuras jurídicas que tenían poco o nada que ver con nuestro pasado hispanoamericano y con nosotros mismos entraríamos de lleno en la modernidad postergada. Y no fue así. Esperanzas y desengaños tachonaron la historia circunstancialmente heroica y muchas veces trágica de nuestros pueblos. La Independencia fue un proceso pensado y realizado por élites en función dirigente. La visión romántica de ese proceso ha hecho que doscientos años después aún nos cueste entender (y, por supuesto, admitir) que en su inicio se hizo sin el pueblo; y, en algunos casos, contra el pueblo.
Andrés Bello (1781-1865) dejó constancia de una visión integradora, no de rechazo ni de exclusión, de los tres siglos de presencia hispánica en su Guía de forasteros, aparecida en Caracas en vísperas de la revolución de independencia (cfr. Bello, 1952; Grases, 1946). En su larga y fructuosa permanencia en Chile contribuyó luego, hasta su muerte, a la vertebración institucional de la llamada República portaliana, cuyo ciclo se extinguirá con el siglo. Bello era un liberal y también un creyente católico. Lo que nunca se le ocurrió ser fue jacobino. Ejemplo de ello se encuentra tanto en su Código Civil, que tendría largo eco continental, como en su Discurso inaugural de la Universidad de Chile, pieza antológica que debiera haber servido de norte para el desarrollo sin ruptura de una educación superior de calidad y de notable soporte humanístico, acorde con la savia cultural de nuestra historia. En los comienzos de la emancipación, en medio del trauma bélico y de la represión contra los intelectuales de la gestación de nuestras patrias independientes y soberanas, Juan Germán Roscio (1763-1821) escribe El triunfo de la libertad sobre el despotismo (cfr. Roscio, 1996). En ese escrito fundamental, intentó dar soporte en su creencia cristiana a la lucha contra el absolutismo borbónico de Fernando VII, haciendo alarde de conocimientos bíblicos. En el caso de esta obra de Roscio hay, sin embargo, un intento de ideologización de la religión, aunque en su obra puede verse claramente un deseo de hacer compatible su honda fe (que nutría su cultura) y los postulados básicos del liberalismo republicano. Otro venezolano, devenido español por el abandono de su patria e insertado en la política ibérica, Rafael María Baralt (1810-1860), notable humanista igual que Bello, intentó conciliar liberalismo y cristianismo. Basta leer su Discurso de incorporación como individuo de número en la Real Academia Española de la Lengua (cfr. Baralt, 2003). Baralt —primer latinoamericano en lograr tal distinción— ocupó el sillón de Donoso Cortés (1809-1853), marqués de Valdegamas. Esa pieza, extraordinaria en el fondo y en la forma, resulta la crítica más serena y profunda del tradicionalismo español. Baralt no fue nunca, tampoco, un jacobino. Fue el jacobinismo el que deformó con su obsesión antirreligiosa el posible proceso de búsqueda de una modernidad sin ruptura.
El liberalismo inicial de nuestras tierras fue un liberalismo hispánico. Fue el resultado de una ilustración que, más que por fuentes directamente galicanas o anglosajonas, llegó al imaginario colectivo, a través de la intelligentsia de nuestras tierras, con una impronta muy clara. A excepción de algunos casos de extremismo carbonario o de jacobinismo (paradójicamente manifestado en las capas sociales más privilegiadas e instruidas), la búsqueda de la modernidad política se procuró realizar inicialmente sin negar la propia historia, con su humano mestizaje, su lengua y su creencia, casi universalmente compartida.
Esa búsqueda de la modernidad resultó obstaculizada e impedida por el extremismo posterior de algunos que diciéndose liberales, sin serlo, intentaron no tanto la modernidad sino la sectaria invención de la República. Y la invención fue ficción jacobina, que supuso erróneamente que la simple voluntad del mando permitiría cambiar la realidad de lo que éramos y somos por aquello que esas élites querían creer que eran y que deberíamos ser todos. Ese jacobinismo latinoamericano inmediatamente posterior a la Independencia tuvo, a semejanza de la Revolución francesa, un contenido de violencia contra la creencia religiosa, pensando que por la fuerza de quienes mandaban se lograría imponer en el imaginario el molde del racionalismo. Por eso tales élites inauténticas buscaron y ejercieron (nada democráticamente casi siempre) el poder. Sustituir a Dios por la diosa razón significaba, para esos jacobinos, la ruta del progreso. Y como pensaban que el catolicismo latinoamericano era de molde hispánico, perecieron tener como consigna común “Desespañolizarnos es progresar”. Algo lograron y no progresaron nuestros pueblos. Pero, más que admitir que el camino era equivocado, insistieron tozudamente en seguir trillando un sendero que casi siempre terminó en profundos barrancos, marcados de tragedia. A pesar de ello, el deseo liberal de armonizar libertades fundamentales con igualdad social siguió como aspiración compartida por todos quienes luchaban contra las dictaduras que acuerparon históricamente un sui generis despotismo ilustrado latinoamericano.
Pero como desde el poder, con fuerza militar sostenida, se intentó vaciar de creencia a la vida de los pueblos ahora constituidos en Estados soberanos, esas élites, que no eran liberales aunque así se llamaran, provocaron un corte cultural oficial que tendría insospechadas consecuencias. En los vericuetos del siglo XIX, aunque el anticlericalismo (entendido erróneamente como antirreligiosidad) fuera aceptado en no pocos núcleos o élites dirigentes, la continuidad en la visión de España como madre patria fue una realidad. Realidad exasperada, cabría añadir, cuando desde fines del siglo XIX, con la guerra hispano-estadounidense, la visión de los Estados Unidos adquirió, en la opinión común de nuestra América, tonalidades repulsivas por su abierto imperialismo que, a costa de las naciones hispanoamericanas, pretendió ejercer de facto un vasallaje sobre pueblos que el ingrediente racista consideraba inferiores por un doble motivo: por su origen hispánico (lo cual para la perspectiva imperial anglosajona ya era una tacha: todo lo susceptible de ser motejado de hispanic era motivo de desprecio) y por el mestizaje distintivo de la criollidad.
La reacción antiestadounidense tuvo, pues, mucho que ver con la comprensión de la acción estadounidense en nuestra América desde la dicotomía entre Ariel (América Latina) y Calibán (el monstruo imperialista de los Estados Unidos), que Rubén Darío planteó en 1898, dos años antes que José Enrique Rodó, en 1900, con su Ariel sirviera de referencia para un vasto movimiento cultural-político, de gran expansión en la juventud universitaria. En la Reforma Universitaria Argentina, que tuvo como epicentro a Córdoba (1918), se proclamó a Rodó como maestro de la juventud de América. Si en la Reforma Universitaria hubo, sin duda un ingrediente de jacobinismo anticlerical (en el sentido antes dicho de antirreligioso), se mantuvo, sin embargo, para exaltar lo propio, una continuidad cultural con lo hispánico. Intentaron entonces no pocos un camino histórico inspirado ya más en el jacobinismo que en el liberalismo propiamente dicho (aunque algunos siguieran llamándose liberales).
La Generación de 1898 en la madre patria (Miguel de Unamuno [1864-1936], Azorín [José Augusto Trinidad Martínez Ruiz, [1873-1967], Ramón María del Valle-Inclán [1866-1936], Pío Baroja [1872-1956], Ramiro de Maeztu [1875-1936], Vicente Blasco Ibáñez [1867-1928], Serafín [1871-1938] y Joaquín [1873-1938] Álvarez Quintero, Manuel [1874-1947] y Antonio [1875-1939] Machado, Ángel Ganivet [1865-1898], Francisco Villaespesa [1877-1936] etc.), impactados por la pérdida de Cuba, Puerto Rico y Filipinas, fueron severos críticos del canovismo (la Restauración, que tuvo como político fundamental a Antonio Cánovas del Castillo [1828-1897]) y partidarios, con distinta intensidad, del llamado regeneracionismo, que dejaba ver una amarga confusión sobre el ser y el destino de España.
No se trata aquí de esa llamada Generación de 1898, “tan valiosa en literatura como fútil en política” (Moa, 2000, p. 45). Se trata de mostrar algunos trazos de la situación de crítica complejidad creciente que experimentó España desde fines del siglo XIX hasta el comienzo de la guerra civil. España, sin pulso, dijo Francisco Silvela (1843-1905)1 en el fin del siglo XIX español, a causa del desastre (la guerra hispano-estadounidense de 1898). Las guerras de Cuba y Filipinas, más la de 1898 propiamente dicha (la guerra hispano-estadounidense) arrojaron 50 000 muertos. De ellos, solo 5 % cayó