Tom Wells

El Precio de un Pueblo


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muerte de Cristo ha sido el precio de su libertad.

      Miremos ahora la esclavitud de Satanás.

      ¿Es el hombre natural esclavo de la voluntad del diablo? Sí, así es. El Señor Jesús lo dejó claro en Juan 8:42-47. Esto es lo que dijo de todo aquel que no tiene a Dios como padre:

      Si vuestro padre fuese Dios, ciertamente me amaríais; porque yo de Dios he salido, y he venido; (…) ¿Por qué no entendéis mi lenguaje? Porque no podéis escuchar mi palabra. Vosotros sois de vuestro padre el diablo, y los deseos de vuestro padre queréis hacer. El ha sido homicida desde el principio, y no ha permanecido en la verdad, porque no hay verdad en él. Cuando habla mentira, de suyo habla; porque es mentiroso, y padre de mentira. Y a mí, porque digo la verdad, no me creéis. (…) Pues si digo la verdad, ¿por qué vosotros no me creéis? El que es de Dios, las palabras de Dios oye; por esto no las oís vosotros, porque no sois de Dios.

      Todos los hombres pertenecen o a Dios o al diablo. Son hijos y esclavos de uno o de otro.

      ¿Cómo, pues, llegamos a pertenecer a Dios? Mediante la compra que realizó Cristo. Escuche este himno de adoración al Señor Jesús:

      Digno eres de tomar el libro y de abrir sus sellos; porque tú fuiste inmolado, y con tu sangre nos has redimido para Dios, de todo linaje y lengua y pueblo y nación. (Apocalipsis 5:9)

      Jesucristo compró a los hombres para Dios. Por eso no nos sorprende que Pablo escribiera: “¿O ignoráis (…) que no sois vuestros? Porque habéis sido comprados por precio” (1 Corintios 6:19-20; compare con 7:22-23). Ahora somos esclavos de Dios y de Cristo, no de Satanás.

      Todavía existe un tipo de esclavitud más. Somos como hombres encarcelados, esperando el castigo por quebrantar las leyes de Dios. El sistema de justicia de Dios nos retiene cautivos.

      Uno de los temas principales de las Escrituras es que Dios es nuestro juez y que vendrá al final de la historia para ver lo que hemos hecho con sus mandamientos. La cantidad de mandamientos varía según quienes seamos. Los judíos tenían un número sorprendente de mandamientos diseñados por Dios para guardar a su pueblo del Antiguo Testamento separado del resto de las naciones de la tierra, para que mantuvieran vivo el conocimiento de Dios hasta que Cristo viniera. El pacto mosaico formaba una barrera entre Israel y los pueblos de su alrededor.

      A los gentiles Dios les dio menos leyes, pero también les dio la responsabilidad de hacer lo que él les había ordenado. Ni los judíos ni los gentiles fueron capaces de guardar las leyes de Dios. Pablo escribió acerca de ambos: “No hay justo, ni aun uno; (…) no hay quien haga lo bueno” (Romanos 3:10-12). Todos los hombres son culpables ante Dios, y la justicia de Dios demanda que haya castigo por el pecado.

      La muerte de Cristo redime a su pueblo liberándolo del castigo por sus pecados, “en quien tenemos redención por su sangre, el perdón de pecados” (Efesios 1:7). Una vez más vemos que la redención es libertad mediante el pago de un precio. Esta libertad es liberación de la necesidad de pagar por nuestros pecados. El precio es la sangre, la muerte expiatoria de nuestro Salvador, el Señor Jesucristo.

      Así pues, podemos ver que aunque teníamos tres enemigos fuertes que nos tenían presos (el pecado, Satanás y el sistema de justicia de Dios), Cristo nos ha liberado de ellos. Tenemos nuestra liberación, pero no por nuestro propio poder o mérito. No, nuestra liberación es una redención, una compra realizada por Cristo, y el precio fue nada menos que su propia vida.

      Ahora comenzamos a tratar la segunda de esas palabras mayores que describen la obra de Cristo: la palabra reconciliación. La muerte de Cristo va más allá de la redención. Su sacrificio no sólo nos libera de nuestros enemigos, sino que quita la enemistad entre Dios y el hombre y la reemplaza con amistad. Los cristianos no son simples esclavos de Dios: somos sus amigos, y él es el nuestro. De hecho, ahora somos miembros de la familia de Dios. Un juez terrenal puede declarar inocente a un prisionero y no volver a verlo jamás, pero Dios hace mucho más. ¡Transforma en hijos suyos a aquellos que eran esclavos del pecado!

      Comencemos con una pregunta: ¿Enseña la Biblia que existe enemistad, hostilidad y separación entre Dios y el hombre?

      Desde la perspectiva del hombre la respuesta no es difícil de encontrar. Por toda la Escritura vemos que, después de la caída, los hombres están en rebelión contra Dios. Pablo les dice a los colosenses: “erais en otro tiempo extraños y enemigos en vuestra mente” (1:21). Y los colosenses no eran los únicos. Todo hombre natural ama el pecado, y amar el pecado es odiar a Dios, serle hostil, porque Dios y el pecado están en guerra el uno contra el otro. El hombre que se alía con el pecado se posiciona contra Dios. Somos llamados a amar la justicia y a odiar la iniquidad, y ese llamado es tan enérgico precisamente porque Dios se da cuenta de que hacemos justo lo contrario.

      La “mente pecaminosa” (la única mente que tiene el hombre natural) está en “enemistad contra Dios”, dice Pablo (Romanos 8:7). El hombre le ha declarado la guerra a su creador. Las palabras de la parábola de Lucas 19:14 capturan el espíritu del hombre natural con respecto a Dios y a Cristo. “Pero sus conciudadanos le aborrecían, y enviaron tras él una embajada, diciendo: No queremos que éste reine sobre nosotros”. Dios es el gobernante de todas sus criaturas, pero el hombre es enemigo del reinado de Dios.

      Por supuesto, los hombres a menudo esconden esta enemistad de sí mismos. Muchos no querrían decir nada desagradable contra su creador, pero ésa no es toda la historia. Según las palabras de Jesús, aquellos que no están decididamente a favor de Dios y de Cristo están en contra suya (Mateo 12:30 y Juan 15:23), y muestran su hostilidad negándose a someterse al reinado de Cristo.

      Podemos y debemos decir que existe enemistad entre el hombre y Dios por parte del hombre.

      Pero ¿existe hostilidad y enemistad por parte de Dios también? La respuesta a esta pregunta debe ser un cauteloso sí. Digo “cauteloso” porque no queremos crear ninguna duda con respecto al amor de Dios, que es real y se extiende hacia quienes sienten enemistad hacia él. Pero hay algo que añadir con respecto a este tema.

      La Biblia habla también de la ira de Dios, de su enojo para con los pecadores. En un intento de suavizar esta verdad, algunos la ven como un proceso impersonal, convirtiéndola en una especie de ley natural, como cosechar lo que se siembra. Sin embargo, la ira de Dios contra los pecadores no es algo impersonal. El salmista escribe:

      Dios es juez justo,

       Y Dios está airado contra el impío todos los días.

      Si no se arrepiente, él afilará su espada;

       Armado tiene ya su arco, y lo ha preparado.

      Asimismo ha preparado armas de muerte,

       Y ha labrado saetas ardientes. (Salmo 7:11-13)

      Sin duda, parte de este lenguaje es figurativo, pero es evidente que Dios está detrás de los actos de juicio que les esperan a los malvados. Es Dios quien “está airado”. Tiene que ser así en un mundo en el cual Dios es rey.

      Lo mismo nos dice el Nuevo Testamento. En Romanos 11:28 Pablo describe la manera en que Dios ve a Israel en estos tiempos:

      Así que en cuanto al evangelio, son enemigos (…); pero en cuanto a la elección, son amados (…).

      Dios tiene dos actitudes hacia los israelitas. En un sentido, los ama; en otro, es su enemigo. La hostilidad no existe sólo por parte del hombre. Volveremos a este asunto en el siguiente capítulo cuando estudiemos la palabra propiciación.

      Dada la enemistad entre Dios y el hombre, de alguna manera tenía que hacerse la paz entre ellos. Dios halló la manera en la muerte de su Hijo, el Señor Jesús. Pablo dice que fue en la cruz donde Dios reconcilió al hombre consigo mismo:

      Porque si siendo enemigos, fuimos reconciliados con Dios por la muerte de su Hijo, mucho más, estando reconciliados, seremos salvos por su vida. (Romanos 5:10)

      Dios estaba en Cristo reconciliando consigo al mundo, no tomándoles en cuenta a los hombres