Dani Wade

Un amor robado


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implica que sigue en posesión de la familia. Tienes que buscar a esa mujer y hacer que te lo devuelva.

      –¿Esperas que la convenza para que me devuelva un diamante que era de su madre?

      –Hallarás el modo de conseguirlo. Estoy seguro de que un hombre como tú, que ha seducido y abandonado a muchas mujeres a lo largo de los años, no tendrá problemas para cumplir esa misión. Podrás emplear las escasas habilidades que has cultivado en tu vida.

      Blake tuvo que reconocer que esas palabras le dolían, a pesar de que procedieran de su padre, incapaz de decir nada bueno de él. Claro que las otras habilidades que había desarrollado las tenía ocultas bajo la fachada de su vida despreocupada.

      –Esas mujeres sabían dónde se metían.

      –Esta no lo sabrá. Y te prohíbo que se lo expliques… hasta después, claro. Si quieres contarle que le has robado un anillo para salvar a tu hermana es asunto tuyo.

      Armand le entregó la carpeta con la seguridad de alguien que se saldría con la suya.

      –Léelo y dime algo.

      –No puedo hacerlo.

      –Y hay otra condición –dijo su padre como si no lo hubiera oído–. Hasta que hayas acabado, solo podrás ver de vez en cuando a Abigail. Después será toda tuya. Firmaré lo que sea necesario para que ya no dependa de mí y podrás darle la educación que te parezca.

      A Blake le subió la bilis a la garganta. No estaba seguro de lo que esperaba al volver a entrar en aquella casa, pero nada de lo dicho en aquella conversación estaba dentro de lo previsto. ¿Qué iba a hacer él, que se había pasado la vida evitando deliberadamente esa clase de responsabilidad, para educar a un niña epiléptica?

      Como si le adivinara el pensamiento, su padre sonrió.

      –¿Estás seguro de que un playboy como tú estará a la altura?

      –¿Estás dormida?

      Madison Landry se despertó sobresaltada. Le avergonzaba que su jefa en la Maison de Jardin la hubiera pillado durmiendo.

      –Lo siento –tartamudeo–. Últimamente no duermo bien.

      –No pasa nada –dijo Trinity Hyatt sonriendo–. Sobre todo porque es tu día libre. ¿Cómo es que estás aquí?

      Madison trató de evadirse con una débil justificación.

      –Siempre hay mucho que hacer.

      Y era cierto.

      La organización benéfica, que daba refugio y educación a mujeres y niños maltratados, era un caos controlado. Cuando no había que hacer la colada, había que rellenar solicitudes de trabajo, organizar una recaudación de fondos o cualquier otra cosa.

      Madison no iba a reconocer que había ido allí para distraerse, no porque hubiera trabajo.

      No quería hablar de sus noches en blanco. Recordaba los últimos y dolorosos días de su padre. Soñaba que lo oía intentando respirar, enfermo de neumonía. Sentía una enorme gratitud hacia el médico que había accedido a visitarlo en casa, después de su negativa a ir al hospital.

      De todos modos, la expresión de comprensión de Trinity le indicó que probablemente ya lo sabía. Y su jefa no evitaba hablar claro.

      –Siento que sufras insomnio. Me pasó lo mismo cuando mi madre murió. No conseguía que el cerebro se me desconectara.

      –Es un problema. Además, es difícil volver a dormir bien después de tanto tiempo sin poder hacerlo.

      –¿Cuántos años cuidaste a tu padre? –preguntó Trinity mientras recorría la habitación con la vista.

      A fin de cuentas, había sido su despacho. Lo había dejado para ocuparse de Hyatt Heights, la empresa de su difunto esposo, quien, junto a sus padres, había fundado la Maison de Jardin en Nueva Orleans. Pero, al hacerse cargo de la empresa, Trinity ya no tenía tiempo para dirigir la organización benéfica, sobre todo después de que los familiares de su esposo la hubieran demandado para quedarse con su herencia.

      Y Madison estaba en el lugar adecuado, en el momento justo. Conocía a Trinity desde que era adolescente, ya que iba a ayudarla siempre que podía. Por desgracia, la enfermedad de su padre se lo impedía a veces. Pero cuando Trinity dejó la Maison, confió a Madison la tarea de dirigirla, a pesar de su edad, porque sabía que tenía una gran experiencia de la vida.

      Trinity volvió a mirar a Madison.

      –Diez años. Pero solo tuvo problemas de sueño y movilidad los cinco últimos.

      –Madison –dijo Trinity con una voz tan suave que la tranquilizó, a pesar de que odiaba hablar de aquello–, te das cuenta de que es totalmente normal que no estés bien, ¿verdad?

      La esclerosis múltiple era una enfermedad terrible. Madison no se la deseaba a nadie, después de haberla vivido tan de cerca. Le entristecía pensar en lo que había padecido su padre. Había perdido su empresa cuando ella era muy joven y, después, le habían diagnosticado la esclerosis, antes de perder el amor de su vida.

      Madison respondió en un susurro.

      –Lo sé –se esforzó en apartar aquellos tristes pensamientos. Cuanto más hablaba de ello, más intensos se volvían. Lo mejor era seguir adelante–. Todo va bien, de verdad. Anoche estuve haciendo limpieza y leyendo los diarios de mi madre. –¿Qué otra cosa se podía hacer a las tres de la mañana?

      –¿Estás segura de que estás lista para vender la casa? Al fin y al cabo, solo hace seis meses que murió tu padre.

      Madison era consciente de que la vida debía seguir.

      –Tengo que ponerla a la venta pronto. Pero como estoy yo sola para vaciarla… –se encogió de hombros como si fuera una conversación que hubiera tenido consigo misma un millón de veces.

      Le dolía mucho tener que vender la única casa que había tenido en su vida. Todos sus recuerdos estaban asociados a ella, por lo que saber que debería abandonarla aumentaba su pesar de forma exponencial.

      Pero ¿quién sabía cuánto tardaría en deshacerse de lo que había en ella y de revisar las posesiones de sus padres? Seguía descubriendo cosas nuevas. Dos meses antes había hallado unos diarios de su madre. Leyéndolos la recordaba con más viveza y le producían una especie de paz.

      Tampoco sabía cómo iba a pagar las obras que había que hacer en la casa, antes de ponerla a la venta. Ganaba un sueldo mucho mayor que el que recibía realizando trabajos esporádicos, después de la muerte de su madre, para mantener a su padre y a sí misma, pero años de abandono habían dañado la hermosa y señorial mansión.

      En su fuero interno, deseaba acabar de una vez: que la casa estuviera reformada y vendida.

      «Solo hasta donde llegue», era su mantra diario. Madison siempre se había centrado en una única tarea, porque normalmente trabajaba sola y sin ayuda. Entrar a hacerlo en la Maison de Jardin le había permitido formar parte de un equipo.

      –Lo siento, Madison.

      –No lo sientas –contestó ella con una sonrisa temblorosa–. Trabajar aquí es lo mejor que me ha sucedido en la vida. Gracias, Trinity.

      –Para mí eres imprescindible, sobre todo ahora. Sé que las mujeres están en buenas manos. Pero… ya vale de tanta emoción. Tengo una sorpresa para ti.

      –¿Qué es? –Madison se alegro del cambio de tema y se relajó.

      –¡Ha llegado el vestido!

      Para la mayoría de las mujeres sería una noticia emocionante. A Madison le puso nerviosa. La semana siguiente irían a una fiesta para recaudar fondos. Para ella era la primera. Como nueva directora de la Maison, debía relacionarse con las más importantes personalidades de Nueva Orleans. Aunque el legado del difunto esposo de Trinity sostendría económicamente la Maison durante mucho tiempo, no