Arthur Koestler

Los sonámbulos


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universo de los egipcios era una ostra más rectangular, o más bien una caja; la tierra era el piso; el cielo, una vaca cuyas cuatro patas descansaban en los cuatro ángulos de la Tierra, o bien una mujer que se apoyaba

      sobre los codos y las rodillas; más adelante fue una tapa metálica abovedada. Alrededor de las paredes interiores de la caja, en una especie de galería alta, corría un río que surcaban las barcas de la divinidad Sol y la divinidad Luna, las cuales entraban y salían por varias puertas del escenario. Las estrellas fijas eran lámparas suspendidas de la bóveda o sostenidas por otros dioses. Los planetas navegaban en sus propias naves a lo largo de canales que partían de la Vía Láctea, gemelo celeste del Nilo. Alrededor del día quince de cada mes la divinidad Luna se veía atacada por una feroz marrana que la devoraba a lo largo de una agonía que duraba quince días; luego renacía. A veces la marrana se la devoraba por entero y se producía entonces un eclipse lunar; a veces, una serpiente se devoraba el Sol, lo cual provocaba un eclipse solar. Pero estas tragedias, como las que se sueñan, eran a la vez reales e irreales; en el interior de su caja o de su seno materno quien soñaba se sentía muy seguro.

      Este sentimiento de seguridad provenía del descubrimiento de que, a pesar de la tumultuosa vida privada de la divinidad Sol y de la divinidad Luna, sus apariciones y movimientos seguían siendo muy regulares y previsibles. Ellos determinaban el día y la noche, las estaciones y las lluvias, las épocas de siembra y de cosecha, en ciclos regulares. La madre inclinada sobre la cuna es una deidad imprevisible pero puede tenerse la seguridad de que el alimento de su pecho aparecerá cuando sea necesario. Ese espíritu que va soñando podrá atreverse a violentas aventuras, podrá atravesar el Olimpo y el Tártaro, pero el pulso del que sueña tendrá siempre un ritmo regular. Los primeros que aprendieron a calcular el pulso de los astros fueron los babilonios.

      Hace unos seis mil años, cuando el espíritu humano aún estaba dormido a medias, los sacerdotes caldeos, apostados en torres de observación, escudriñaban las estrellas y hacían mapas y tablas cronológicas de sus movimientos. Las tablitas de arcilla que datan del reinado de Sargón de Acadia –alrededor del año 3800 a. C.– demuestran una tradición astronómica establecida ya desde mucho tiempo atrás.1 Los cuadros cronológicos se convirtieron en calendarios que regulaban y organizaban las actividades desde el crecimiento de las mieses hasta las ceremonias religiosas. Sus observaciones llegaron a ser sorprendentemente precisas: computaban la duración del año con un error de menos del 0,001 por ciento respecto del valor verdadero.2 Y sus cifras, referentes a los movimientos del Sol y de la Luna solo padecen tres veces el margen de error de los astrónomos del siglo XIX, equipados con telescopios gigantescos.3 En este sentido la ciencia de los caldeos era una ciencia exacta. Sus observaciones podían verificarse y les permitían predicciones precisas de acontecimientos astronómicos: aunque se basara en supuestos mitológicos, la teoría “resultaba”. De manera que hacia el propio comienzo de esta larga jornada, la ciencia surge en forma de Jano, el dios bifronte, guardián de puertas y portones; el rostro anterior es vivo y observador en tanto que el otro, de ojos vítreos y de expresión soñadora, clava su mirada en la dirección opuesta.

      Los objetos más fascinadores del cielo –desde ambos puntos de vista– eran los planetas o astros vagabundos. Solo siete de ellos existían entre los millares de luces suspendidas del firmamento. Eran el Sol, la Luna, Nebo-Mercurio, Istar-Venus, Nergal-Marte, Marduk- Júpiter y Ninib-Saturno. Todos los demás eran astros inmóviles, fijos en el firmamento, y giraban una vez al día alrededor del monte de la Tierra pero nunca cambiaban de lugar en la disposición general. Los siete astros vagabundos giraban con ellos mas, al mismo tiempo, poseían movimiento propio, como las lanzaderas que se mueven en la superficie de una máquina de hilar. Sin embargo no se desplazaban a través de todo el cielo. Sus movimientos se limitaban a una estrecha calle o cinta que corría alrededor del firmamento, en un ángulo de unos 23º respecto del Ecuador. Esta cinta –el Zodíaco– se dividía en doce partes y cada una de ellas tenía el nombre de una constelación de estrellas fijas de las inmediaciones. El Zodíaco era la calle de los amantes, a lo largo de la cual andaban los planetas. El paso de un planeta a través de una de las secciones del Zodíaco adquiría doble significación: suministraba cifras para la tabla cronológica del observador y mensajes simbólicos del drama mitológico que se desarrollaba detrás del escenario. La astrología y la astronomía continuaron siendo hasta hoy campos complementarios de visión del sapiente Jano.

      II. FIEBRE JÓNICA

      Grecia fue, en este sentido, la heredera de Babilonia y Egipto. Al principio la cosmología griega era muy semejante a su predecesora; el mundo de Homero es otra ostra, más coloreada, un disco flotante, rodeado por el Océano. Pero hacia la época en que se consolidan los textos de La Odisea y La Ilíada en su versión final, la costa jónica del Egeo aporta un nuevo punto de partida. El siglo VI a. C. –el milagroso siglo de Buda, Confucio y Lao-Tsé, de los filósofos jónicos y de Pitágoras– fue un momento revolucionario para el género humano. A través del planeta parecía soplar, desde China hasta Samos, un viento primaveral que despertaba la conciencia en los hombres, del mismo modo que el aliento insuflado en las narices de Adán. En la escuela jónica de filosofía el pensamiento racional comenzaba a surgir del mundo de los sueños mitológicos. Era el principio de la gran aventura: la búsqueda prometeica de explicaciones naturales y de causas racionales que, durante los dos mil años siguientes, iba a transformar al hombre más radicalmente que los doscientos mil años anteriores.

      Tales de Mileto, que creó para Grecia la geometría abstracta y predijo un eclipse de Sol, creía, como Homero, que la Tierra era un disco circular que flotaba en el agua; pero no se detuvo allí: al descartar las explicaciones de la mitología, planteó la revolucionaria cuestión acerca de cuál era la materia básica y en virtud de qué proceso de la naturaleza se había formado el universo. Él respondió que la sustancia básica o elemental tenía que ser el agua, porque todas las cosas nacen de la humedad, inclusive el aire, que es agua evaporada. Otros enseñaron que la materia primera no era el agua, sino el aire o el fuego; con todo, esas respuestas eran menos importantes que el hecho de que se estuviese aprendiendo a plantear un nuevo tipo de cuestiones que se dirigía no a un oráculo, sino a la muda naturaleza. Era un juego altamente embriagador. Para apreciarlo debería uno remontar el tiempo que ha vivido y tornar a las fantasías de la primera adolescencia, cuando el cerebro, embriagado con sus facultades recién descubiertas, da rienda suelta a la especulación. “Un ejemplo –dice Platón– es el de Tales, quien, cuando estaba contemplando las estrellas y mirando hacia arriba, cayó en un pozo de donde le sacó, según es fama, una sagaz y bonita doncella de Tracia, porque Tales estaba ansioso por conocer cuanto acaecía en los cielos, pero no advertía lo que tenía ante sí, a sus mismos pies”.4

      El segundo de los filósofos jónicos, Anaximandro, denota los síntomas de la fiebre intelectual que se estaba difundiendo por toda Grecia. Su universo ya no es una caja cerrada; es infinito en extensión y duración. La materia primera no consiste en ninguna de las formas familiares de la materia, sino en una sustancia sin propiedades definidas, salvo las de su indestructibilidad y eternidad. Todas las cosas se desarrollan a partir de esa sustancia, a la cual retornan luego. Antes de este mundo nuestro existieron ya infinitas multitudes de otros universos que se disolvieron nuevamente en la masa amorfa. La Tierra es una columna cilíndrica rodeada de aire. Flota verticalmente en el centro del universo, sin apoyo alguno pero no cae porque, hallándose en el centro, no hay dirección hacia donde pueda inclinarse. Si ello ocurriera se perturbarían la simetría y el equilibrio del todo. Los cielos esféricos encierran la atmósfera “como la corteza de un árbol”, y hay varias capas de esta envoltura para que se acomoden en ellas los diversos objetos estelares. Pero estos no son lo que parecen ni, en modo alguno, “objetos”. El Sol es tan solo un hueco situado en el borde de una gigantesca rueda. El borde está lleno de fuego y, cuando gira alrededor de la Tierra, también lo hace el hueco, un punto del gigantesco borde circular lleno de sus llamas. De la Luna se nos da análoga explicación: sus fases resultan de repetidas detenciones parciales del agujero; y así se producen los eclipses. Las estrellas son como agujeros hechos con alfileres en una sustancia oscura, a través de la cual percibimos un atisbo del fuego cósmico que llena el espacio entre dos capas de la “corteza”.

      No es fácil comprender