Sin embargo el mecanismo parece el producto soñado por un pintor surrealista; las ruedas con agujeros ígneos están por cierto más cerca de Picasso que de Newton. Si consideramos otras cosmologías pasadas tendremos una y otra vez la misma impresión.
El sistema de Anaxímenes, compañero de Anaximandro, es menos inspirado. Pero Anaxímenes parece ser el primero que concibió la importante idea de que las estrellas están pegadas “como uñas” a una esfera transparente de material cristalino que gira alrededor de la Tierra “como un sombrero alrededor de la cabeza”. La idea pare-cía tan plausible y convincente que las esferas de cristal habrían de dominar la cosmología hasta el comienzo de los tiempos modernos.
La patria de los filósofos jónicos fue Mileto, en Asia Menor; pero existían escuelas rivales en las ciudades griegas del sur de Italia y teorías rivales en cada escuela. El fundador de la escuela eleática, Jenófanes de Colofón, fue un escéptico que compuso poesía hasta la edad de noventa y dos años, y que da la impresión de haber servido como modelo al autor del Eclesiastés:
De tierra son todas las cosas y a la tierra retornan todas las cosas. De la tierra y del agua procedemos todos nosotros... Ningún hombre sabe ciertamente, ni ciertamente sabrá, lo que dice de los dioses y de todas las cosas pues, por perfecto que sea cuanto diga, no lo conoce. Todas las cosas están sujetas a la opinión... Los hombres se imaginan que los dioses nacieron, que tienen vestidos, voces y formas como los suyos... Sí, los dioses de los etíopes son negros y de nariz chata. Los dioses de los tracios son de cabellos rojos y ojos azules... Sí, si los bueyes, los caballos y los leones tuviesen manos y pudieran formar con sus manos imágenes como las que forman los hombres, los caballos representarían a sus dioses como caballos y los bueyes como bueyes... Homero y Hesíodo atribuyeron a los dioses todas las cosas que son una vergüenza y una calamidad en los hombres: el latrocinio, el adulterio, el engaño y otros actos ilícitos...
Frente a esto otro:
Hay un solo Dios, que no se asemeja ni en la forma ni en el pensamiento a los mortales... Permanece siempre en el mismo lugar, inmóvil... y, sin esfuerzo, gobierna todas las cosas con el vigor de su espíritu.5
Los jónicos eran optimistas, paganamente materialistas; Jenófanes fue un panteísta de apesadumbrada fibra, para quien el cambio era una ilusión y el esfuerzo una vanidad. Su cosmología es un reflejo de su temperamento filosófico, radicalmente distinto del de los jónicos. La Tierra de Jenófanes no es un disco flotante o una columna, sino que “tiene sus raíces en el infinito”. El Sol y los astros no tienen ni sustancia ni permanencia: son meras exhalaciones, nubosas e inflamadas, de la Tierra. Las estrellas se queman al alba y al anochecer una nueva serie de estrellas se forma con nuevas exhalaciones. Análogamente, todas las mañanas nace un Sol de la aglutinación de chispas ígneas. La Luna es una nube comprimida, luminosa, que se disuelve al cabo de un mes; luego comienza a formarse una nueva nube. En las diversas regiones de la Tierra hay diversos soles y lunas, todos ellos nebulosas ilusiones.
De esta manera las primeras teorías racionales del universo revelan las inclinaciones y el temperamento de sus autores. Generalmente se cree que con el progreso del método científico las teorías se hacen cada vez más objetivas y dignas de confianza. Ya veremos hasta qué punto se justifica esta creencia. Pero acerca de Jenófanes podríamos hacer notar que dos mil años después también Galileo insistiría en considerar los cometas como ilusiones atmosféricas..., por razones puramente personales y contra las pruebas de su telescopio.
Ni la cosmología de Anaxágoras ni la de Jenófanes conquistaron muchos discípulos. Parece que, en aquel período, cada filósofo tenía su propia teoría respecto de la índole del universo que lo circundaba. Citemos aquí al profesor Burnet: “apenas un filósofo jónico aprendía una media docena de proposiciones geométricas y advertía que los fenómenos de los cielos se repetían cíclicamente, se ponía a buscar una ley válida para toda la naturaleza, y a construir, con una audacia equivalente a la hybris, un sistema del universo”.6 Pero las diversas especulaciones de los filósofos tenían un rasgo común: en ellas quedaron descartadas las serpientes devoradoras del Sol y toda la sarta de mentiras olímpicas; cada teoría, por extraña y extravagante que fuera, se refería a causas naturales.
El escenario del siglo VI evoca la imagen de una orquesta en que cada ejecutante se limita a afinar tan solo su propio instrumento y permanece sordo a los maullidos de los demás. Luego se produce un dramático silencio. El director entra en el escenario, golpea tres veces con su batuta, y la armonía surge del caos. El maestro es Pitágoras de Samos, cuya influencia en las ideas y, por lo tanto, en el destino del género humano, fue probablemente mayor que la de ningún otro hombre anterior o posterior a él.
1 Ency. Brit. Ed. 1955, I–582
2 Ibid., II–582d.
3 F. SHERWOOD TAYLOR, Science Past and Present, Londres, 1949, pág. 15.
“Desde el comienzo del reinado de Nabonasar. 747 a. C.” informaba Ptolomeo unos novecientos años después, “poseemos las observaciones antiguas, prácticamente de manera continua, hasta hoy” (TH. L. HEATH, Greek Astronomy, Londres, 1932, págs. 15 y sig.).
Las observaciones de los babilonios, incorporadas por Hiparco y Ptolomeo al cuerpo principal de datos griegos, eran todavía una ayuda indispensable para Copérnico.
4 PLATÓN, Teeteto, 174 A, citado por Heath, op. cit., pág. 1.
5 Entresacado de los Fragmentos, citado por John Burnet, en Early Greek Philosophy, Londres, 1908, págs. 126 y sig.
6 Ibid., pág. 29.
CAPÍTULO II
La armonía de las esferas
I. PITÁGORAS DE SAMOS
Pitágoras nació en las primeras décadas de aquel formidable siglo de alborada: el VI. Y pudo ver cómo pasaba todo el siglo, pues vivió, por lo menos, ochenta años y acaso hasta noventa. En esa prolongada vida abarcó, según las palabras de Empédocles, “todas las cosas contenidas en diez, y hasta en veinte generaciones de hombres”.
Es imposible establecer si cada detalle particular del universo pitagórico fue obra del maestro o de algún discípulo, observación esta que se aplica igualmente a Leonardo o a Miguel Ángel. Pero no cabe abrigar duda alguna de que los elementos básicos fueron concebidos por una sola mentalidad; no puede tampoco dudarse de que Pitágoras de Samos haya sido el fundador de una nueva filosofía religiosa y el fundador de la ciencia, tal como se comprende este vocablo en nuestros días.
Parece razonable admitir como seguro que era hijo de un platero y cincelador de piedras llamado Mnesarco; que fue discípulo de Anaximandro el ateo, y también de Ferécides, el místico que enseñaba la doctrina de la transmigración de las almas. Debió de viajar extensamente por Asia Menor y Egipto, como lo hicieron muchos ciudadanos ilustrados de las islas griegas, y parece que Polícrates, el emprendedor autócrata de Samos, le encomendó misiones diplomáticas. Polícrates era un tirano ilustrado, que favoreció el comercio, la piratería, la ingeniería y las bellas artes; el más grande poeta de la época, Anacreonte, y el más grande ingeniero, Eupalinos de Mégara, vivieron en la corte del tirano. Según Heródoto, Polícrates llegó a hacerse tan poderoso que, para aplacar la envidia de los dioses, arrojó su más precioso anillo de sello a la profundidad de las aguas. Pocos días después, el cocinero, al abrir un enorme pez recién pescado, encontró el anillo en el estómago. El desdichado Polícrates no tardó en caer en una trampa que le tendió un sátrapa persa de menor cuantía y fue crucificado. Pero, para entonces, Pitágoras y su familia ya habían emigrado de Samos, y alrededor de 530 a. C. se establecieron en Crotona, que después de Síbaris, su rival, era la ciudad griega más grande del sur de Italia. La reputación que le precedió debió de ser enorme, pues la Fraternidad Pitagórica, que fundó al llegar, pronto gobernó la ciudad y, durante un tiempo, ejerció supremacía sobre una parte considerable de la Magna