los ojos levemente entornados.
Había algo embriagador en el juego que jugaban. Fingir que eran desconocidos. Ocultarle un secreto a toda la sala.
Era extrañamente… sensual.
Lo que resultaba muy elocuente sobre lo poco sensual que solía ser su vida.
Volvió a concentrarse en el chef. Hizo todo lo que pudo para escuchar y entender lo que decía y no prestarle más atención a Zander, que estudiaba todo lo que pasaba en la estancia. Parte de lo que decía el chef resonaba en su mente científica, pero quedaba totalmente eclipsado por el vocabulario forzado y la teatralidad ensayada, que no funcionaban con ella.
–Disculpe, chef –interrumpió cuando él se calló para los escasos momentos que dedicaba a respirar–. ¿Llegaremos a cocinar algo esta noche?
–Qué enthousiaste –la aduló–. Non, no se pondrán manos a la obra hasta la sexta semana. En la clase del chef André Carlson primero desarrollamos la appréciation por el arte de la comida, luego avanzamos hacia la construction de los alimentos.
Y, evidentemente, con un consumo mayor de vino, a pesar de sus propias protestas.
Asintió con cortesía y comenzó a contar los interminables minutos hasta que acabara la primera clase, preguntándose cómo se sentiría Zander cuando dejara lo primero que figuraba en la lista. De pronto comprendió que estaba perdiendo el tiempo de dos personas en esa clase.
–Disculpe, chef –en esa ocasión, él se mostró más irritado por la interrupción–. Tengo una migraña terrible. Voy a tener que marcharme.
Después de recibir algunas falsas muestras de preocupación, se pasó la correa del bolso por el hombro y enfiló hacia la puerta. A nadie le importó.
–Necesitarás que alguien te acompañe al coche.
Una vez en el pasillo, prácticamente corrieron a la puerta de salida.
–Eso ha sido terrible –comentó él–. ¿Por qué alguien se somete a algo así?
–Daban la impresión de estar pasándolo bien.
–No me imagino que al final del curso se acabe «apreciando» más la comida.
–No –confirmó ella con una carcajada.
–Supongo que la migraña era falsa.
–Tanto como el acento francés del chef. Creo que deberíamos abandonar el barco a tiempo.
–No –la detuvo con una mano sobre su brazo–. Esta noche viniste con el deseo de descubrir por qué es tan especial la cocina. Deja que haga una llamada… –la hizo. Fue breve; luego se volvió hacia ella con una sonrisa–. De acuerdo, todo arreglado.
–¿Qué?
–Tenemos un trabajo para la noche.
–¿Un trabajo?
–En una cocina comercial. Ahí es donde verás la naturaleza real de cocinar.
No bromeaba. A los quince minutos tenían los codos metidos en pompas de jabón en la parte de atrás de una ajetreada cocina de un restaurante italiano, habiendo lavado más platos en menos tiempo del que ella había tardado en ensuciarlos toda la vida. Pero ni lo notó.
El propietario del restaurante al que Zander le había pedido el favor, ascendió a los habituales friegaplatos a pinches de cocina durante esa noche mientras dedicaba a uno de sus propios ayudantes a explicarles todo lo que pasaba en la cocina.
Mientras realizaban su tarea, Zander y ella prestaban atención a cada palabra.
Y la grabadora digital de él, aprobada por el dueño, lo captaba para el segmento de EROS.
La cocina funcionaba como un ballet. Cada elemento del menú coreografiado; cada técnica una combinación de pasos bien aprendidos. Cada plato resultante una obra de arte que jamás era la misma dos veces.
Descubrió el verdadero lenguaje que se empleaba en una cocina de verdad. La noche fue educativa en más sentidos que uno. Eso le encantó. Aunque sabía que los editores de Zander estarían ocupados ocultando las palabras altisonantes.
La sinfonía y el ballet duraron horas. Estaba traspuesta tratando de asimilarlo todo incluso cuando los pies empezaron a dolerle, luego a protestar y, finalmente, a arderle.
Con la noche a punto de terminar, cuando apenas quedaban unos pocos comensales en la sala degustando los postres, los pinches ascendidos solo durante esa noche se mostraron más que agradecidos de prepararles algo sencillo para cenar, algo que Georgia y sus pies doloridos apreciaron.
Cuando todo estuvo preparado, fue el mismo dueño quien sirvió sus platos. Un modesto cuenco para Georgia y una cantidad enorme para Zander.
–¿Estás embarazado? –bromeó ella.
–Me lleno de carbohidratos –repuso él.
–¿Por qué?
–El día antes de una carrera dura llenas tu cuerpo de carbohidratos y agua para asegurarte de que esté lleno de energía.
–¿Energía que quemas corriendo cincuenta kilómetros?
–Exacto.
–¿Dónde correrás mañana? –lo vio titubear y suspiró de forma visible–. No te gusta hablar mucho de eso.
–No estoy acostumbrado a que nadie me lo pregunte. Suele ser algo personal.
Viendo que ahí se terminaba el tema, Georgia decidió llevarse unos espaguetis a la boca.
¡Esa pasta era exquisita!
–Esto es asombroso, Zander.
–Es uno de mis refugios favoritos.
La elección de palabras la desconcertó.
–¿De qué te refugias?
–De la vida. Del trabajo. De todo.
–A los dos nos podría ir mejor si dirigiéramos nuestros lugares de trabajo como hace el chef aquí –musitó ella.
–¿Qué quieres decir?
–Con firmeza. Altas expectativas. Pero equidad. Y todos trabajaban con él, no a pesar de él.
–¿Qué te hace pensar que no es así ya? –preguntó Zander .
–Algo que dijo alguien de tu personal cuando fui a tu oficina –había ido varias veces para terminar la lista con Casey, de modo que incluía un amplio abanico de personas. Zander no sabría quién había sido–. Me dijeron que era como un cordero para el sacrificio –la miró ceñudo antes de volver a centrarse en la pasta–. No digo que esté de acuerdo con el comentario. En todo momento solo has sido amable conmigo –siempre que se tuviera una definición liberal de la palabra «amable»–. Pero es evidente que creían que me ibas a poner las cosas difíciles.
–Es lo que esperarían –repuso él tras un momento de reflexión.
–¿Por qué?
–Porque es lo que conocen.
Durante un momento fugaz, la cara de él reflejó tristeza.
–¿Por qué les pones las cosas difíciles?
–Porque soy su jefe. La cadena transmite las noticias buenas y yo transmito y ejecuto las malas. Me pagan para eso.
–Es un tipo de trabajo desdichado. ¿Por qué lo haces?
–Has visto dónde vivo –respondió él con una carcajada.
Sí, era uno de los mejores barrios de Londres.
–Y tú has visto dónde vivo yo. ¿Y qué? Eso no te conforma como persona.
–¿En serio? El exterior de tu apartamento es modesto y sin adornos, pero bien cuidado. Alguien se ocupa de ese edificio. Apostaría a que