Nikki Logan

Su alma gemela - Mi novio y otros enemigos


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atrapada en la rutina.

      –Las rutinas tienen muchas formas y barrios –alzó el mentón en un gesto de desafío–. Además, no deberías juzgar un libro por su tapa.

      –¿De verdad? ¿Te importaría demostrarlo?

      –¿Quieres apostar algo? –Georgia frunció el ceño.

      –Quiero verlo.

      Oh.

      –¿Cuándo?

      –¿Qué te parece ahora?

      –No está ordenado…

      –Sí que lo está.

      Georgia suspiró.

      –Tienes un maratón por la mañana.

      –Georgia –la miró serio–, no propongo quedarme a dormir, solo echar un vistazo.

      Había llegado a la inmediata conclusión de que era una excusa para seducirla. Zander Rush era un hombre sexy.

      –Solo quería decir que… es tarde.

      –No corro hasta el mediodía. Y es demasiado tarde para tomar el metro.

      No lo era, pero no le desagradaba la idea de ir a casa en un cómodo Jaguar. No estaba preparada para que su primera noche juntos se acabara.

      La primera noche. No su primera noche.

      –De acuerdo, acepto que me lleves –y enseñarle el interior de su apartamento durante unos minutos–. Gracias.

      Lavaron los platos que acababan de usar, le dieron las gracias al chef, que disfrutaba de una copa con su equipo en el restaurante ya vacío, y salieron a la oscuridad de la noche.

      –¿Quieres conducir?

      No. Inexplicablemente, quería que lo hiciera él. Por lo que contestó:

      –Sí, por favor.

      –Uno de estos días dejarás de mostrarte tan cortés y sabré que al fin estamos llegando a alguna parte.

      Veinte minutos después cruzaban el vestíbulo del edificio.

      –¿Quién más vive aquí? –murmuró él.

      –Dos estudiantes, un residente antiguo… y yo.

      Lo llevó hasta la parte de atrás, donde estaba su casa.

      Después de abrir la puerta en silencio, se preguntó por qué se hallaba sin aliento. ¿Porque estaba entrando en su casa con un hombre que prácticamente era un desconocido? Encendió la luz.

      Los ojos de él estudiaron la sala sin revelar nada.

      –Esto es…

      «¿El imperio del desorden? ¿No se parece nada al exterior?». Lo vio como debería percibirlo un desconocido: explosiones de color, los libros y las revistas apilados. Las plantas que colgaban por doquier.

      Él tocó la primera hoja.

      –¿Cómo consigues que tengan este aspecto en el interior?

      Fue hacia las puertas correderas que daban a su pequeño patio y corrió las cortinas.

      –Las roto todos los días. Un día dentro, tres fuera.

      –¿Cuántas tienes?

      –Se podría decir que soy una enamorada de las plantas trepadoras.

      Miró otra vez alrededor y luego a ella.

      –No es lo que esperaba.

      Podía significar cualquier cosa, pero eligió interpretarlo de forma positiva.

      –¡Sorpresa! –reinó el silencio–. ¿Café? –ofreció ella para romperlo.

      –No –Zander dejó de mirarla–. Debería irme.

      Y de pronto ella se sintió tímida por haber aceptado su petición. Lo acompañó al vestíbulo.

      –Gracias por traerme.

      –No ha sido nada.

      Tuvieron que detenerse ante la puerta de entrada para que ella la abriera con las llaves. Cuando lo hizo, permaneció bajo el arco del umbral.

      –Y la experiencia del restaurante. Ha sido fantástica.

      –Te encontraremos nuevas clases de cocina. No tienes que volver a las del francés.

      –A las del falso francés. Bueno, hasta la próxima, entonces.

      –De acuerdo. Buenas noches, Georgia.

      Y se marchó y ella permaneció allí. Al menos tuvo el consuelo de ver que no huía, que no aceleraba el paso.

      Le importaba lo que pensaba la gente. No guiaba su vida por los pensamientos de los demás, pero las críticas la afectaban. En especial las de alguien como Zander. Los hombres ricos y poderosos no tenían un peso específico sobre su vida profesional, pero el de ese hombre contaba para su vida personal. Le esperaba un año con él, iban a estar juntos un tiempo razonable. Preferiría que ese tiempo no fuera incómodo o tenso.

      Y en lo más hondo de su ser albergaba el miedo de que la misma falta de interés que había llevado a Dan a no casarse con ella pudiera haber pasado por la cabeza de Zander el breve rato que estuvo en su apartamento.

      Esperaba no tener ninguna deficiencia seria, ya que la reinvención de una persona tenía un límite en lo que podía solucionar.

      Zander dejó las llaves y la cartera en la bandeja que tenía junto a la cama y fue a darse una ducha. Lo más caliente que pudiera aguantar con el fin de evaporar el súbito hormigueo de percepción que había experimentado en el apartamento de Georgia. Eso había sido diferente a todo, había habido…

      «Interés».

      Mucho más que sexual. Inesperado, no buscado e inaceptable. Y la empatía hacía que se pusiera a la defensiva.

      Un leve toque de humildad, la modestia de su apartamento usado y amado, la defensa descarnada de un lugar que evidentemente le importaba. Era típico de ella. Defendía su propiedad y a sí misma con una especie de amable resignación.

      Y él le decía que el molde de su vida no era interesante para los oyentes.

      Y ahí estaba, duchándose una hora más tarde por lo muy interesante que era para él.

      «Hipócrita».

      Su vida estaba tan llena de gente falsa y socialmente agresiva, hambrienta por subir peldaños por los que tenían que luchar. Tan llena de ruido y falso fulgor. Y cuando se trabajaba tanto como lo hacía él, tenía un modo de dominar la conciencia.

      Hasta aparecer en el centro de un apartamento lleno de plantas y sentir como si se hubiera entrado en una especie de retiro emocional. Lejos de todo y todos.

      Hasta que se respiraba de verdad por primera vez en quince años.

      Cerró el grifo de la ducha, se secó y regresó a su dormitorio. Miró alrededor. No tenía ni una planta, salvo un pequeño cactus que le había regalado Casey, antes de que ella comprendiera que los regalos solo servirían para hacer que la relación que tenían fuera más incómoda. Lo había dejado en el alféizar de la ventana de la cocina y nunca más había pensado en él. Sobrevivía gracias al vapor de la cafetera. Y quizá al lavavajillas.

      Pero sobrevivía.

      La similitud con su corazón herido era irónica.

      Encendió las luces de su amplio jardín trasero. ¿Contaba si se pagaba a alguien para que lo cuidara? Lo más que hacía él era cortar rosas para llevarle a su madre y la única vez que lo había atravesado había sido para usarlo como atajo hacia la cafetería del barrio.

      Cuánto disfrutaría Georgia si estuviera allí…

      Apagó la luz, sumiendo el jardín y ese hilo de pensamiento en