Sebastiano De Filippi

Notas sinfónicas


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que nadie dirigirá, tocará ni escuchará, ya que contiene únicamente un silencio.

      Con relación a este primer gran experimento sinfónico del maestro de Bonn se ha hablado de “sinfonía haydniana” y de “sinfonía mozartiana”. El influjo de los dos grandes genios es indudable; sin embargo, los signos del explosivo temperamento de Beethoven ya están presentes y por momentos, como se ha dicho ingeniosamente, “asoma la garra del león”.

      Ludwig van Beethoven

       (1770-1827)

      SINFONÍA Nº 2

      La Segunda Sinfonía, en Re mayor, opus 36, de Ludwig van Beethoven fue completada en 1802, dos años después de la Primera, cuando el compositor tenía treinta y dos años.

      Dedicada al príncipe Karl von Lichnowsky (mecenas de Beethoven y anteriormente de Mozart), prevé un orgánico de maderas por dos, dos cornos, dos trompetas, timbales y las cuerdas usuales. Su duración supera escasamente la media hora.

      El primer movimiento, en forma sonata como es habitual, se abre con una importante introducción lenta: un Adagio molto en Re mayor y compás ternario.

      En particular, la obra comienza con un doble acorde a toda orquesta, seguido por una frase de oboes y fagotes que conduce a su vez a otro par de acordes en tutti; tras ellos, la cuerda lidera un dramático discurso modulante que culminará finalmente en la sección principal del movimiento: un Allegro con brio en compás cuaternario, receptor de claras influencias de Cherubini, el compositor italiano tan admirado por Beethoven.

      Los dos temas –el primero en Re, el segundo en La– presentan abundante uso del sforzato, ese pronunciado acento típico tanto de la escritura beethoveniana como del carácter sanguíneo del compositor, y resultan bastante marciales.

      Tras la habitual sección de desarrollo, en la que Beethoven elabora con ingenio los materiales previamente presentados (particularmente el primer tema) a través de distintas tonalidades, la recapitulación nos devuelve ambos temas, seguidos de una larga coda de carácter decididamente triunfal.

      El movimiento lento es un Larghetto bitemático casi mozartiano, en La mayor y compás ternario, inusualmente extenso y más bien pastoral; por momentos risueño, por momentos sereno y por otros más bien apesadumbrado.

      En su extrema variedad emotiva, el fragmento presenta sin embargo un admirable equilibrio; no en vano alguien como Schubert lo tomó como un modelo a seguir.

      En lugar del tradicional minué sigue el Scherzo, un Allegro en Re mayor y naturalmente en compás ternario. Fuertes contrastes de matiz y rápidas alternancias entre distintos instrumentos instalan de inmediato el carácter inquieto y juguetón del movimiento.

      El “Trío” del minué presenta un agreste aire de danza austríaca a cargo de oboes y fagotes. Abundan guiños humorísticos, por momentos brutales, de esos que escandalizaban al público de su época y que Beethoven amaba quizá precisamente por ello.

      El final, un Allegro molto en compás binario y en Re mayor, es un rondó-sonata de escritura virtuosística para la cuerda.

      Aquí también las pinceladas del más crudo humor parecen casi perturbar la perfección de la estructura clásica de la composición: el inusual motivo que abre el movimiento ha sido explicado como un retrato musical de los problemas gástricos de Beethoven, interpretación quizá algo apresurada pero que circuló ampliamente en su tiempo sin que el compositor la desmintiera.

      Es interesante recordar que la Sinfonía fue escrita durante la estadía de Beethoven en Heiligenstadt, cuando el músico se sumió en una profunda depresión al comprobar el avance de su sordera y cómo el impedimento auditivo parecía cortar algunos de sus lazos con el mundo.

      En cualquier caso, si la obra tiene realmente correspondencia directa con el sentir espiritual de su autor durante el período de su composición, el conflicto beethoveniano parece resolverse aquí en optimismo y fuerza vital.

      Como solía decir el maestro Hans Swarowsky a sus estudiantes de dirección en Viena, con Beethoven la música aprendió a pensar por sí misma y se volvió cada vez más “incómoda”, perdiendo la alegría serena y la elegancia galante que hasta entonces era característica de los grandes clásicos. Así, la “vida en tensión” del compositor generó un “arte en tensión”: tensión moral en el primer caso, tensión estética en el segundo y, como hemos visto, no falta de ironía.

      Sin ser –ni mucho menos– poco frecuentada, la Segunda es una de las sinfonías menos populares de Beethoven; pero al entrar en contacto con su impactante belleza es difícil entender por qué.

      Ludwig van Beethoven

       (1770-1827)

      SINFONÍA Nº 3

      Nos enfrentamos aquí con el primer gran monumento del sinfonismo beethoveniano: la Tercera Sinfonía, en Mi bemol mayor, opus 55, estrenada en 1804 por un Ludwig van Beethoven de escasos treinta y cinco años.

      Dedicada originalmente a Napoleón –de hecho su título original era Bonaparte– se la conoció finalmente como Heroica y de la dedicatoria inicial quedó solo la frase “Compuesta para celebrar el recuerdo de un gran hombre”.

      La pieza requiere maderas por dos, tres cornos (número inusual, ya que estos instrumentos suelen tocarse en pares), dos trompetas, timbales y cuerdas. La duración de la obra, sorprendente para su época, es cercana a los cincuenta minutos.

      Resulta útil una comparación entre el comienzo de la Primera Sinfonía y el de la Tercera. En 1800 un acorde de séptima y dos cadencias engañosas sorprendían al oyente, confundiéndolo. En 1804 la sorpresa es de otra índole: dos poderosos acordes de Mi bemol mayor –que han sido comparados a colosales pilares– afirman la tonalidad de la obra sin dejar la menor duda, casi como quien gritara a los cuatro vientos su verdad, y sin necesidad de introducción lenta.

      Lo que sigue no es menos original o menos típico de Beethoven: el primer tema, expuesto por los violonchelos, se basa en un arpegio del mismo acorde; su cercanía a una idea musical de la obertura de la ópera mozartiana Bastián y Bastiana es quizá pura coincidencia. Este primer tema de forma sonata puede parecer modesto, pero es suficiente escuchar la versión marcial, en tutti, del mismo material para tener una idea concreta de su poder expresivo.

      Luego, una parte del segundo tema nos presenta con crudeza un rasgo muy característico del compositor: su profusa utilización del sforzato, un súbito y explosivo acento (cuán explosivo, por supuesto, depende del contexto musical y de la visión del director).

      La sección del desarrollo es mucho más larga, abigarrada y dramática que cualquier cosa que hayamos escuchado en la Primera Sinfonía, con momentos de tensión armónica y rítmica realmente apabullantes.

      La recapitulación –curiosamente anticipada por un solitario corno y de ninguna manera textual– nos permite pasar revista nuevamente a los dos grandes temas, antes de que este Allegro con brio en compás ternario se cierre con una amplia coda que concluye en fortissimo.

      El segundo movimiento se titula “Marcha fúnebre”, pero lo que se escucha en este Adagio assai en compás binario y Do menor, a lo largo de cinco secciones y una coda, es mucho más que eso. La marcha es iniciada por los violines primeros tocando sotto voce (más una indicación de carácter que de matiz).

      El clima es francamente dramático y opresivo; acaso lo que Beethoven estuviera llorando con tanta sinceridad fuera la muerte del espíritu libertario que creía haber visto encarnarse en Napoleón.

      Una segunda sección en Do mayor –abierta por intervenciones solísticas del oboe, la flauta y el fagot– parece aportar algo de serenidad, sin perjuicio de que a renglón seguido regresa la tonalidad menor y la música fúnebre. Un notable fugado y una sección ulterior conducen a la coda, que concluye el movimiento en piano, con un acorde de Do menor que suena más desesperanzador que nunca.

      Donde