Jeanne Allan

Camino del altar


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Greeley Lassiter –no le devolvió la sonrisa.

      –No puede ser –el asombro en su voz hizo que sonara como un adolescente–. Quiero decir… no es lo que yo esperaba.

      –Usted es exactamente lo que yo esperaba –se sentó–. Se le ha caído la servilleta cuando con tanta cortesía se ha puesto de pie.

      El sarcasmo acentuó cada palabra. Disfrutaba sabiendo que lo había desestabilizado. Estupendo. Había perdido el control de la situación incluso antes de empezar.

      La camarera se acercó en respuesta a una señal tan sutil que Quint casi la pasó por alto.

      –El señor Damian querría una servilleta limpia –indicó Greeley Lassiter–. Yo un vaso con agua.

      –El vino es excelente –Quint tenía intención de dirigir ese encuentro–. ¿Le sirvo una copa?

      –No. ¿Por qué quería reunirse conmigo?

      –Primero la cena, luego los negocios –intentó otra sonrisa.

      –No quiero cenar –le sonrió a la camarera cuando depositó un vaso con agua delante de ella–. Que yo sepa no tenemos que tratar ningún negocio, señor Damian.

      Quint dejó el menú a un lado.

      –Probablemente quiera que la ponga al corriente sobre Fern, quiero decir, su madre.

      –No.

      La señorita Lassiter empezaba a irritarlo. No era capaz de decidir si era estúpida, obtusa o, simplemente, grosera.

      –De acuerdo. Hablemos de usted.

      –¿Por qué? –bebió agua.

      –Pensé que un poco de conversación educada nos sentaría bien. No es mi intención comprobar sus credenciales ni nada por el estilo.

      –Carezco de credenciales, y no me interesa mantener una conversación inútil –echó la silla para atrás.

      –Entonces iré al grano –no permitiría que le hiciera perder los nervios–. Como le dije por teléfono, esto compensará el tiempo que le dedique.

      Mantuvo la silla alejada de la mesa, pero no se levantó.

      –¿Qué compensará mi tiempo?

      «Vaya», pensó él con cinismo, «el ratón acaba de morder el queso». El único resultado que cabía esperar de alguien emparentado con Fern.

      –Ir a Denver. Como mi abuelo desea que haga.

      –¿Por qué su abuelo quiere que vaya a Denver?

      –Expliqué todo eso por teléfono –era más densa que un ladrillo.

      –Quité el sonido.

      –Su madre planea casarse con mi abuelo.

      –Mi madre no tiene ninguna intención de volver a casarse.

      –Volver a casarse –repitió sorprendido–. Pensaba que Fern no se había casado jamás. No me diga que tiene un ex marido que nunca ha mencionado. ¿Piensa que se casó con su padre? Según tengo entendido, él seguía casado con Mary Lassiter cuando falleció.

      –Así es.

      –Entonces no pudo haberse casado con Fern. No legalmente –no estaría mal que fuera ilegal; sería munición que podría emplear contra Fern.

      –Permita que deje una cosa clara, señor Damian. Mi madre es Mary Lassiter. La otra mujer simplemente me trajo al mundo. No tengo ningún interés en ella.

      La curiosa falta de emoción le sonó falsa. Greeley Lassiter tendría que sentir curiosidad por su madre. O querer escupirle a la cara. Adrede bebió un sorbo largo de vino. Cuando tomó una decisión dejó la copa en la mesa.

      –Fern le contó a mi abuelo que usted le fue arrebatada a la fuerza y entregada a Mary Lassiter para que la criara.

      Algo centelló en los ojos de ella antes de responder con voz fría:

      –Qué trágico –la cara de Quint debió revelar su reacción, porque ella esbozó una sonrisa ladeada–. Si espera que lo desmienta y la llame mentirosa, me temo que no puedo. No recuerdo los primeros días de mi infancia.

      –El abuelo cree en su historia y le gustaría que fuera a Denver para concederle a Fern lo que considera que es su deseo más ferviente. La oportunidad de reunirse con su hija.

      –No –bebió otro trago de agua, dejó el vaso y amagó con levantarse.

      –Aguarde. Por favor. Al menos deje que le explique la situación. El abuelo ofrece una sustanciosa compensación por su tiempo y esfuerzo. ¿Seguro que no quiere beber o comer nada?

      –Sí.

      Pensó que podría tenerla a su lado la próxima vez que negociara un contrato. Esa mujer no daba nada.

      –Puede que haya oído hablar de Camiones Damian –hizo una pausa. Ella no intentó llenar el vacío–. Supongo que no. El abuelo fundó el negocio, y esperaba dejárselo a su hijo, pero mi padre murió en Vietnam un mes antes de que yo naciera.

      –Lo siento –la primera señal visible de emoción humana cruzó por su rostro.

      –No solicito su simpatía –repuso con sequedad–. Eso forma parte del pasado. La cuestión es que, al no tener más hijos, el abuelo me educó para llevar el negocio. Yo siempre supe que algún día la empresa de camiones sería mía.

      –Comprendo. Ahora le preocupa que Fern pueda quedársela, de modo que desea que vaya a Denver y, de algún modo, desprestigie el pacto.

      Había ido directa al grano. Un hombre haría bien en recordar que esa cara bonita ocultaba una mente astuta y no dejarse distraer por el llamativo vestido rojo y sus magníficas piernas.

      –Aunque el abuelo ha estado pasándome la propiedad del negocio poco a poco desde que nací, con el fin de reducir los impuestos estatales y cerciorarse de que la compañía quedaba en la familia, solo podía pasar una cantidad limitada al año –en su opinión, los impuestos exorbitantes que había que pagar por las herencias llevaban a la bancarrota a muchas empresas familiares–. Él aún es el propietario de la mayoría del negocio –continuó–, y en Colorado, las viudas heredan al menos la mitad de los bienes del marido fallecido. Ningún testamento cambia eso. Fern es bastante más joven que el abuelo. Seré franco con usted, señorita Lassiter. No creo que ella y yo podamos trabajar alguna vez como socios.

      –Ese es su problema –se levantó y se dirigió hacia la mesa del otro lado de la sala donde las dos rubias se sentaban con el hombre bien vestido.

      El vaquero y el niño se habían ido. Si le daba la espalda, ocultándole la cara, sabría que había estado actuando. Se sentó de cara a él. Demostrando que Quint y sus opiniones le eran por completo irrelevantes. Una camarera prácticamente corrió a su lado. Greeley Lassiter iba a pedir la cena.

      Vio que señalaba en su dirección.

      Como un juguete con control remoto, la camarera se dirigió hacia la mesa de Quint.

      –Greeley me ha dicho que ya está listo para cenar, señor.

      –¿Es que es propietaria del restaurante? –rugió.

      –No, señor. Greeley no.

      Irritado por permitir que su conducta lo afectara de ese modo, se disculpó con la camarera y pidió la cena.

      La cena de ella le fue servida primero. Una hamburguesa con patatas fritas. Quint no había visto ese plato en el menú. Vio que se quitaba unos guantes que él no había notado. Tuvo que reconocer que con esa raja en el vestido apenas había prestado atención a algo más que a sus piernas bien torneadas enfundadas en medias de seda. De pronto recordó que tenía los tobillos cruzados con tanta fuerza que le extrañó que no hubiera cortado la circulación. La señorita Lassiter no había sido tan indiferente como fingió.

      El