Jeanne Allan

Camino del altar


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a ponérselo difícil… para subir su precio.

      –Eso no es exactamente lo que yo dije, y aunque así fuera, no debes repetir las cosas que oyes –amonestó Allie.

      La niña frunció el ceño. Era evidente que Hannah tenía muchas ganas de hacer una pregunta, pero era incapaz de decidir si al formularla violaba las reglas. Quint percibió que las mujeres rezaban para que contuviera la lengua.

      –¿Cómo es que la señora dejó a la tía Greeley en tu porche, abuela Mary? –la curiosidad de la niña prevaleció.

      –Malinterpretaste lo que oíste, Hannah –repuso con firmeza Mary Lassiter–. La señora me entregó a Greeley a mí. Tu tía fue un regalo muy especial.

      –¿Como los gatitos?

      –Más especial. Tuve otra hija.

      –¿Como cuando yo recibí una nueva mamá y mamá me recibió a mí cuando mi madre fue al cielo y mamá se casó con papá?

      –Sí –convino su abuela–. Ahora tu mamá es Allie y te quiere mucho, y yo quiero mucho a Greeley. Y también quiero a sus hermanas y hermano y a ti y a tu primo Davy y a vuestros papás.

      –Yo también quiero a la tía Greeley –afirmó la niña con lealtad–. Y Davy, porque ella lo deja subirse al tractor, pero yo la quiero porque hace caballos hermosos –miró a Quint–. ¿Tú la quieres?

      No era de extrañar que a Quint jamás le hubieran gustado los niños. Pensó deprisa.

      –Nunca he visto sus caballos.

      –Te los mostraré.

      –No quiere verlos.

      A punto de rechazar el ofrecimiento de la niña, la rápida objeción de Greeley hizo que cambiara de idea.

      –Me encantaría verlos –le sonrió.

      Ella mostró los dientes en una caricatura de sonrisa.

      Greeley no podía decidir qué la enfurecía más, si el modo en que Quint Damian manipulaba a su madre y a su hermana con sus sonrisas sexys o la manera en que Allie coqueteaba con él, derritiéndose cuando le dijo que la llamara por su nombre de pila. Allie era un poco mayor para coquetear. Por no mencionar que estaba casada.

      En cuanto al hombre que caminaba por delante de ella, era tan arrogante y egoísta que le ponía los pelos de punta. Deseaba que se marchara. No le importaba si su aspecto era el que se tenía en Hollywood de un magnate joven y arrollador, no podía aparecer en el Valle de la Esperanza y destruir su mundo cuidadosamente construido por la sola razón de que quería salirse con la suya.

      Su madre y Allie habían declinado unirse a la excursión al taller de Greeley en la parte de atrás. Sabía por qué. Querían hablar de Fern Kelly y de ella, cuando tendrían que estar hablando de la forma en que podían deshacerse de Quint Damian. No podían creer que albergaba el más mínimo interés en ver a una mujer que no significaba nada para ella.

      Hannah le ordenó al señor Damian que cerrara los ojos. Greeley esperó que tropezara y se cayera de bruces.

      –La tía Greeley hizo que papá y mamá cerraran los ojos antes de que pudieran ver nuestros caballos.

      –Los tengo cerrados –Quint extendió los brazos–. Adelante.

      –Por aquí –Hannah soltó una risita y tiró de su mano, conduciéndolo al taller de su tía–. Mira.

      Él guardó silencio mientras contemplaba la estatua acabada.

      –Tienes que entrecerrar los ojos –aconsejó Hannah–. Y fingir que eres un caballo.

      Quint continuó sin decir nada. Greeley dio por hecho que tenía los ojos entrecerrados y que fingir que era un caballo estaba más allá de su capacidad. Probablemente no se le ocurría nada educado para decir.

      –¿Hace algo más que caballos? –preguntó al final–. ¿Podría realizar algo parecido, pero que representara camiones?

      –Muy gracioso –que se burlara de su escultura no le molestaba en absoluto. Sin duda la idea que tenía del arte era mujeres desnudas sobre terciopelo negro.

      –Si hiciera algo así relacionado con los camiones, lo compraría de inmediato –manifestó con voz preocupada, rodeando la escultura para estudiarla desde todos los ángulos–. Increíble. Con chatarra ha logrado transmitir poder, movimiento, velocidad…

      Greeley reconocía la falsedad cuando la oía. Ocultó su ira y le siguió la corriente. Sospechaba que ese hombre no hacía nada sin un objetivo. Bien podía averiguar qué tramaba en ese momento.

      –¿Y por qué camiones?

      –Se lo dije anoche. El negocio familiar. Camiones Damian.

      –Muy inteligente. Me encarga una pieza, y luego, de paso, quiere que vaya a entregarla a Denver. Y otra coincidencia, me encuentro cara a cara con la mujer que me dio a luz. ¿Esperará que grite horrorizada, que la señale con un dedo y la llame bruja o algo parecido? ¿Qué conseguiría que su abuelo la expulsara de su vida?

      –Una cosa no tiene nada que ver con la otra. Vendría a recogerla yo mismo.

      –¿Y dejaría de incordiarme para ir a Denver?

      –Como acabo de decir, una cosa no tiene nada que ver con la otra.

      –¡Mira, tía Greeley! Una mariposa grande.

      Se volvió para ver a su sobrina perseguir a una enorme mariposa amarilla y negra. Esta aterrizó sobre un montón de amortiguadores abollados.

      –No te acerques, cariño. Eso no es muy estable.

      Sin hacer caso a la advertencia de su tía, Hannah se subió a un amortiguador inestable y alargó la mano hacia la mariposa. Greeley se dirigió a toda velocidad hacia su sobrina.

      La mariposa alzó el vuelo antes de que la mano extendida de Hannah pudiera tocarla. La niña dio una patada de frustración. El sonido del metal al caer sonó simultáneamente con el grito sobresaltado de la pequeña.

      Quint Damian pasó junto a Greeley y con un brazo alejó a Hannah del peligro. Con la otra, bloqueó los repuestos que caían. Greeley soltó la respiración contenida al depositar a su sobrina a salvo en el suelo.

      El alivio fue prematuro. Entre Hannah y Quint Damian habían perturbado el delicado equilibrio de la pila, provocando una reacción en cadena. Greeley contempló con horror cómo un viejo cigüeñal aterrizaba en el extremo de un amortiguador, haciendo que el otro extremo golpeara contra otro amortiguador, que catapultó un tapacubos por el aire. Este rebotó en la cabeza de Quint. La sangre manó por el costado de su cara.

      –No la toque –soltó Greeley–. La empeorará –sacó un pañuelo limpio del bolsillo y lo presionó sobre la herida–. Probablemente sangra lo suficiente para llevarse la suciedad, pero será mejor que vayamos dentro para que pueda lavársela, por las dudas. Recogí ese tapacubos en una chatarrería. Hannah, corre a decirle a la abuela Mary lo que ha pasado.

      –Estoy bien –apartó a un lado su mano. La sangre seguía chorreando por su cara.

      –Deje de actuar como un tipo duro y estúpido. De todas las tonterías… ¿por qué no miraba adónde iba? Ahora tendré que llevarlo al hospital.

      –No pienso ir al hospital.

      Greeley Lassiter conducía como si el coche y ella fueran una única máquina bien engrasada. Quint sostenía una gasa limpia sobre el corte.

      –El único motivo por el que insiste en esta farsa de llevarme al hospital es porque quiere conducir mi coche.

      –Está de malhumor porque si lo hubiera llevado en mi furgoneta, su coche estaría en el rancho y tendría una excusa para volver.

      –No estoy de malhumor y no permito que ninguna mujer conduzca mi coche –si la cabeza no le doliera