Jeanne Allan

Camino del altar


Скачать книгу

se abanicó con el sombrero y contempló al ave que surcaba las corrientes de aire.

      –Un milano. Como no se ha movido en la última hora, probablemente piensa que es una especie de alimaña muerta.

      Sentado a la sombra de un cerezo, Quint Damian reconoció el insulto moviendo el vaso con té frío.

      –La tarta de chocolate que trajo su madrastra estaba deliciosa. Tendría que haber comido un poco. Quizá la hubiera endulzado –al ver que no respondía, cerró los ojos y apoyó los pies en el parachoques trasero del vehículo–. Hábleme de su padre. No logro comprenderlo.

      –Beau era Beau –vaquero de rodeo con demasiado encanto y poca fiabilidad, era famoso por sus escarceos. Greeley a menudo se preguntaba si habría tenido otros hijos… hijos cuyas madres no los habían abandonado.

      –Eso no me dice nada –abrió un ojo–. Mary Lassiter y Fern Kelly no pueden ser más diferentes. ¿Cómo se enamoró Mary de un hombre que podía estar con Fern?

      –No es asunto suyo.

      –Sexo, supongo –comentó.

      –No fue eso –odió el modo en que enarcó una ceja ante su desacuerdo vehemente–. Mamá se enamoró de su sonrisa. Decía que era capaz de seducir a los pájaros cuando sonreía –ella nunca había entendido cómo a su madre una sonrisa podía parecerle tan cautivadora. Worth tenía una sonrisa hermosa… la de Beau, según Mary. Pero a Greeley el estómago no le aleteaba cuando su hermano sonreía.

      –¿Y a usted le gustaba su sonrisa?

      –Cuando tenía cuatro años, trepé a ese viejo cerezo y no pude bajar. Le pedí a Beau que me bajara con su sonrisa.

      –¿Y lo hizo?

      –Tenía el brazo roto –repuso con sequedad–. Mi hermano subió a buscarme –el incidente le había enseñado la futilidad de contar con la sonrisa seductora de un hombre. Apartó los pies de Quint y recogió la escoba para barrer el suelo del tráiler.

      –¿Se asustó?

      –¿Por qué se molesta en preguntar? Ya ha tomado la decisión de que soy la mayor cobarde del mundo.

      –Podría hacerme cambiar de parecer.

      –Lo único que me interesa cambiar de usted es su presente ubicación.

      –Steele me comentó que era obstinada.

      –Debería prestarle atención a Thomas –se puso a barrer con vigor. No era culpa suya que estuviera sentado justo en su camino.

      –Mi madre –estornudó– afirma que yo también soy bastante obstinado.

      Greeley se apoyó en el mango de la escoba.

      –No tiene madre. La gente como usted sale a rastras de debajo de las piedras.

      –Esa lengua afilada no la heredó de Fern.

      –No heredé nada de ella.

      –Tiene su nariz. Fina y algo respingona. Siempre he pensado que Fern necesita una escoba para que haga juego con su nariz.

      –¿No es una suerte que yo tenga una? –continuó barriendo. En ese momento el utilitario de Allie atravesó la cancela. Él siguió la dirección de su mirada.

      –Parece que se trata de una de sus hermanastras.

      –Hermana –Quint Damian no prestaba atención. Estudiaba el coche con una expresión rara. Tardó un instante en descifrarla. Prácticamente temblaba con la misma expectación que exhibía Shadow cuando veía que le iban a dar un jugoso hueso–. Está casada.

      –¿Qué?

      –Allie está casada –repuso con sequedad. Bajó del tráiler y fue al encuentro de Allie y Hannah. El aire distraído de Quint era conocido. Cuando Cheyenne y Allie aparecían en escena, los hombres olvidaban la existencia de Greeley. Lo cual le parecía perfecto.

      No se le ocurría nada mejor que Quint Damian olvidara su existencia.

      Allie Peters y Cheyenne Steele se habían negado a discutir con él lo que pensaban hacer para que Greeley Lassiter se reuniera con su verdadera madre. Quint sospechó que la llegada de Allie al rancho era el primer paso en su plan.

      Había llevado a un cachorro de gato como motivo de su visita. La niña pelirroja sostenía con cuidado al animal, orgullosa de que le hubieran confiado esa responsabilidad. Sin que lo invitaran, las siguió a la casa, donde el felino diminuto y con rayas grises terminó en su regazo. Manifestar que no le gustaban mucho los gatos no le pareció un movimiento inteligente.

      –Alguien abandonó a tres –explicó la niña–. Mamá dijo que no sería justo que nosotros nos quedáramos con todos, así que este es para ti, abuela Mary.

      Un galgo de color gris observó a Quint desde el otro extremo del cuarto. Él le devolvió la mirada y esperó que su pie recuperara la sensibilidad en cuanto el Labrador negro despertara y moviera la cabeza.

      Allie Peters contempló al gato.

      –Algunas personas afirman que se puede averiguar mucho sobre una persona cuando la ves con animales.

      –Yo no depositaría mucha fe en esa teoría.

      –No lo hago, señor Damian.

      Él le sonrió.

      –Su madre aceptó llamarme Quint. Me gustaría que usted lo hiciera y que nos tuteáramos –la vio titubear antes de aceptar.

      –De acuerdo. Yo soy Allie.

      –No es que les guste a los animales –comentó Greeley–. Lo que pasa es que saben que no tienen que preocuparse de que se mueva. A menos que alguien le ofrezca una silla más cómoda.

      Allie soslayó la intervención de su hermanastra.

      –¿Tienes animales?

      –Un perro que compré en la perrera. El abuelo quería un perro guardián para el negocio.

      –Supongo que lo suelta por la noche para que ladre y gruña a los desconocidos –afirmó con desdén Greeley.

      –No –musitó mirando al gatito dormido.

      –Los perros guardianes han de estar bien adiestrados para que no se vuelvan agresivos –añadió Allie.

      –Lo adiestró un profesional.

      La pequeña se acercó a la silla de Quint y con suavidad acarició al gato con un dedo.

      –¿Sabías que los gatitos crecen en las barrigas de sus mamás?

      –Hannah, cariño, no desea una lección de Biología. En la actualidad le fascinan los bebés –explicó Allie.

      –Solo voy a hablarle de la tía Cheyenne –Hannah miró a Quint–. ¿Sabías que tiene un bebé en su barriguita?

      –Bueno, en realidad, sí, lo noté.

      –Está engordando –la niña giró en redondo–. ¿Estabas gorda cuando el tío Worth vivía en tu barriguita, abuela Mary?

      –Como una casa –repuso con alegría la abuela.

      –No veo cómo el tío Worth cabía allí, ¿y tú? –la niña se concentró otra vez en Quint.

      Las otras mujeres no dieron señal de querer rescatarlo. Era evidente que disfrutaban con el aprieto en el que se hallaba.

      –Yo, ah, no conozco a tu tío Worth.

      –Es grande, como tú. Mamá y la tía Cheyenne también crecieron en la barriguita de la abuela Mary, pero la tía Greeley no. Mamá le dijo a papá que una señora la dejó en el porche de la abuela Mary. Como a los gatitos.

      Las tres mujeres se quedaron heladas.

      Quint controló un leve destello de compasión. Su intención