Chantelle Shaw

Deseo ilícito


Скачать книгу

se había jurado que jamás volvería a hablar con su padre a menos que él abandonara a su amante y regresara junto a su esposa e hijos. Había esperado que tomando partido por su madre se ganaría su amor, pero ella había seguido tratándole con el mismo desinterés que siempre le había mostrado. Su padre había permanecido casado, pero, a partir de aquel momento, había tratado con frialdad a su hijo Andreas.

      Helia Karelis había muerto hacía dos años por una sobredosis de somníferos. Su autopsia había reflejado que había sido un trágico accidente, pero Andreas estaba seguro de que su madre había sabido lo que hacía cuando se tomó un montón de pastillas. También lo estaba de que su madre jamás había superado la traición de su esposo, aunque había ocurrido muchos años atrás. La infelicidad matrimonial de su madre le había demostrado a Andreas que era una locura enamorarse. Evitaba los dramas emocionales de la misma manera que cualquier persona cuerda tomaría medidas de precaución para no entrar en contacto con el virus del ébola.

      En cuanto a Isla… Andreas se encogió de hombros. No podía explicar por qué en Londres se había sentido como un adolescente en su primera cita. No era su estilo, por lo que confiaba en que cuando la volviera a ver, la viera como la cazafortunas que sospechaba que era. El modo en el que ella había respondido a su beso, con una dulce pasión que había estado a punto de hacerle creer que era inexperta en temas del amor, debía de haber sido una actuación.

      Entró en el salón, donde ya se estaba sirviendo el cóctel previo a la cena y se detuvo en seco. El salón estaba lleno de invitados, entre los que, aparte de los familiares, reconoció a varios representantes de alto rango de la industria petrolífera y miembros del consejo de dirección de Karelis Corp. Esto le sorprendió, dado que se suponía que era tan solo una reunión familiar. Entonces, vio a Isla y sintió que la sangre le rugía en las venas.

      Aquella era una Isla muy diferente a la decorosa ama de llaves que había conocido en la casa de su padre en Kensington. Aquella noche, iba vestida de rojo, con un atractivo diseño de corte sirena y resplandecientes joyas alrededor de la garganta, que atraían la atención al ligero abultamiento de los senos sobre el escote del vestido. Llevaba el cabello rubio recogido en lo alto de la cabeza, dejando al descubierto la delicada línea del cuello. El carmín rojo que había elegido aquel día enfatizaba el grosor de sus labios.

      Andreas bajó la mirada y vio que el vestido le llegaba hasta la mitad del muslo y que sus largas piernas lo parecían aún más por las delicadas sandalias de alto tacón que llevaba puestas. Isla Stanford era la fantasía de todo hombre y Andreas no era una excepción. Ella lo miró y, en el instante en el que las miradas de ambos se cruzaron, Andreas vio que un ligero rubor le teñía las mejillas. El modo en el que ella tragó saliva le dijo a Andreas que ella era tan consciente como él de la corriente eléctrica que ardía entre ellos. Él le miró la boca, tan jugosa, tan roja y tan atrayente, y sintió que el deseo cobraba vida por debajo de sus pantalones.

      Durante un instante, Andreas se olvidó de que Isla asistía a la fiesta como prometida de su padre. Un sentimiento de posesión se apoderó de él y cruzó el salón, decidido a reclamar a la mujer que había ocupado sus pensamientos con demasiada frecuencia en aquellos últimos meses. Isla y él tenían un asunto pendiente.

      Sin embargo, justo en aquel momento, su padre terminó de hablar con otro invitado y rodeó la cintura de Isla con el brazo. Andreas entornó la mirada y se detuvo enfrente de la desigual pareja.

      –Por fin has llegado –dijo Stelios en tono irritado–. Esperaba que lo hubieras hecho hace varias horas. Estábamos a punto de empezar a cenar sin ti.

      –Buenas noches, papá –replicó Andreas secamente–. Señorita Stanford… Perdón si llego tarde. Dije que llegaría en algún momento de la tarde, pero no especifiqué la hora. Además, ignoraba que se iba a celebrar una cena de gala.

      –Bueno, al menos ya estás aquí –repuso Stelios–. Espero que nos des la enhorabuena. Isla ha accedido a ser mi prometida.

      Aunque Andreas ya lo sabía gracias a la advertencia de su hermana, ver el anillo de compromiso en el dedo de Isla lo llenó de furia. Tenía que ser una broma. Aquel hombre de cabello gris y rostro arrugado no podía casarse con una belleza que tenía que ser al menos cuarenta años más joven que su futuro esposo.

      Miró a Isla y notó que a ella le temblaba ligeramente el labio inferior. La tensión sexual se reflejó en sus grandes ojos grises, pero ella se apresuró a ocultarla bajo las espesas pestañas. Isla era suya, maldita sea. Sin embargo, era el brazo de su anciano padre el que le rodeaba la cintura y era el anillo de Stelios el que ella llevaba en el dedo.

      –¿Y bien, Andreas? –le animó su padre–. Veo que te sorprenden mis noticias, pero estoy seguro de que estarás de acuerdo conmigo en que soy un hombre muy afortunado al tener una prometida tan hermosa.

      Andreas calculó grosso modo que el valor del anillo rondaría las seis cifras.

      –Enhorabuena –dijo. Entonces, miró a Isla–. Pareces haber encontrado la gallina de los huevos de oro.

      Capítulo 2

      QUÉ HOMBRE más insolente! Isla había tratado de contener la ira a lo largo de la interminable cena. No había podido dejar de pensar en el comentario de Andreas. Por suerte, él se había sentado al otro lado de la mesa, pero no había dejado de sentir su mirada azul observándola continuamente. Aquella mirada se había añadido a la tensión que sentía por una situación que ya le resultaba bastante incómoda.

      También había sido consciente de las miradas venenosas que le dedicaba la hija de Stelios. Al final de la cena, Stelios se puso de pie y les pidió a todos los invitados que levantaran sus copas para brindar por su prometida. Aquello era llevar la ficción demasiado lejos y las dudas de Isla sobre lo que ella estaba haciendo en Louloudi se habían intensificado.

      Suspiró suavemente y abrió las puertas acristaladas para salir a la terraza. Ya había oscurecido y la imponente vista de los jardines, que llegaban hasta el mar, quedaba oculta. Aunque el verano estaba ya llegando a su fin, la noche era cálida y el aire estaba perfumado con el aroma del romero y la lavanda que crecían en grandes macetas de terracota.

      Se llevó la mano al collar de rubíes y diamantes que llevaba alrededor de la garganta y, una vez más, comprobó que estaba bien abrochado.

      –Me asusta pensar que puedo perderlo –le había comentado a Stelios mientras posaban para los fotógrafos en la sala de juntas de Karelis Corp en Atenas–. El collar debe de valer una fortuna. Me habría sentido mejor llevando algo menos ostentoso.

      Stelios había calmado su preocupación y le había tomado la mano para llevársela a los labios y besar el enorme anillo de diamantes que le había puesto en el dedo aquel día, justo antes de que se enfrentaran a las cámaras.

      –Estoy seguro de que no tengo que recordarte la importancia de conseguir que nuestro compromiso resulte convincente delante de la prensa. En estos momentos de turbulencias financieras, es vital que la competencia de Karelis Corp crea que soy un líder fuerte. Igual de importante es que quiero ocultar mi enfermedad a mi familia hasta después de que mi hija cumpla veintiún años.

      –Sé que estás tratando de proteger a Nefeli, pero creo que deberías decirle la verdad a Andreas y a ella. A tus hijos no les agradará nuestro compromiso. No les caigo bien.

      La hija de Stelios apenas había podido ocultar su hostilidad hacia Isla cuando ella visitó a su padre en la casa de Kensington. Y Andreas solo sentía desdén hacia ella. Isla estaba totalmente segura de eso, aunque solo le había visto en unas cuantas ocasiones. En apariencia se mostraba cortés hacia ella, encantador de hecho, pero a Isla no le engañaba. Su aire relajado y su sonrisa no encajaba con la cínica expresión de sus ojos.

      No sabía por qué Andreas había mostrado desaprobación hacia ella cuando su padre la contrató como ama de llaves ni por qué la había besado la última vez que había dio a Londres. El beso había sido inesperado y esa era la única razón por la que ella había respondido. O, al menos,