Chantelle Shaw

Deseo ilícito


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      ANDREAS corría con fuerza por la playa, golpeando la arena justo donde las olas rompían contra la costa. El sol estaba alto en el cielo y la temperatura estaba subiendo. Normalmente, salía a correr al alba, cuando hacía menos calor, pero se había despertado tarde, tras una noche bastante inquieta. El sueño le había evitado durante horas. Le costaba comprender su comportamiento la noche anterior, cuando había seguido a Isla a la terraza y había estado a punto de besarla.

      Ella le hacía temblar como si fuera un adolescente. La química entre ellos había sido casi tangible y, si ella no le hubiera apartado, dudaba que hubiera podido resistirse.

      Estaba convencido de que Isla era una cazafortunas. Andreas había aprendido por experiencia propia que algunas mujeres no tenían escrúpulos y que serían capaces de cualquier cosa con tal de echarle mano a la fortuna de los Karelis. Recordó las mentiras de una ex, Sadie, y todo lo que había sido capaz de contarle a los medios de comunicación cuando él comprendió que tan solo trataba de engañarlo. Debería haberse dado cuenta antes de que Sadie estaba más interesada en sus cuentas bancarias que en él. Por ello, sería capaz de apostar toda su fortuna a que a Isla solo le interesaba la fortuna de su padre. Su aire de vulnerabilidad, que evocaba un instinto de protección en Andreas que ni él mismo había imaginado que poseyera, era sin duda parte de su fingimiento.

      Echó a correr más rápidamente, forzándose hasta llegar al límite de su capacidad pulmonar. Llegó hasta el final de la bahía y empezó a subir por las rocas, casi sin fijarse en las increíbles vistas. No podía dejar de pensar en Isla con su sensual vestido rojo ni de recordar lo suave que era su cuerpo.

      Ella había insistido en que quería a Stelios. Por supuesto. Qué iba a decir. Sin embargo, a pesar de todo su cinismo, no podía negar que había notado verdadero sentimiento en la voz de ella. También le había sorprendido saber que ella tenía educación universitaria y que trabajaba en un museo. Si hubiera sido una cabeza hueca, habría sido mucho más fácil despreciar la relación que tenía con su padre. Isla Stanford era realmente un enigma. Andreas ya no sabía lo que pensar de ella y eso le irritaba profundamente.

      De camino a la mansión, su teléfono empezó a sonar.

      –¿Estás seguro de esto? –preguntó, cuestionado al agente al que había pedido investigar el pasado de Isla–. Entiendo. Muy interesante. Sigue investigando, Theo.

      Su padre e Isla estaban sentados en el porche, desayunando frente a la piscina infinita. Andreas esperó poder entrar en la casa sin que se percataran de su presencia, pero Stelios lo saludó con la mano. Andreas suspiró y se dirigió hacia ellos.

      –Kalimera, papá. Isla…

      Mientras realizaba el saludo, le pareció que su padre parecía más delgado que cuando lo vio en Londres hacía un mes. Sin embargo, al mirar a Isla, se olvidó de todo.

      En contraposición a la imagen de bomba sexual de la noche anterior, aquella mañana parecía tan pura como la nieve recién caída. Llevaba puesto un vestido color amarillo limón, con unos finos tirantes que dejaban al descubierto sus delicados hombros. Era la primera vez que Andreas la veía con el cabello suelto y deseó poder deslizar los dedos a través de los rubios mechones de sedoso cabello que le caían sobre los hombros y la espalda.

      La frustración se apoderó de él. La fascinación que sentía hacia Isla era algo que no había experimentado jamás. Las mujeres entraban y salían de su vida sin impacto alguno. Disfrutaba de su compañía mientras que fuera bajo sus propias condiciones y le gustaba el sexo sin complicación ni compromiso. Tal vez deseaba a Isla tan desesperadamente porque estaba fuera de su alcance.

      Andreas se había despertado y había comprobado la tormenta que se había creado en las redes sociales por los planes de matrimonio de su padre. El anuncio había tenido como resultado un repunte en el precio de las acciones de Karelis Corp. A los inversores les gustaban los líderes empresariales fuertes y la noticia de que Stelios se iba a casar con una mujer mucho más joven que él demostraba que aún era una figura a tener en cuenta.

      –Me sorprende que hayas decidido emitir un comunicado de prensa para anunciar tu compromiso, papá. Siempre te has mostrado muy crítico cuando mi nombre llegaba a los titulares.

      –Una noticia sobre una de tus amantes no es lo mismo que el anuncio de mi futura boda.

      –Siempre has mantenido tu vida privada separada de los negocios, pero según me han dicho invitaste a periodistas a la sala de juntas de Karelis Corp para entregarles ese comunicado. Simplemente estoy comentado que no es propio de ti cortejar a los paparazzi.

      ¿Fue su imaginación o pareció Stelios aliviado de que llegara el mayordomo con el café? Instantes más tarde, Toula, la esposa de Dinos, que llevaba trabajando muchos años como cocinera de la familia en la mansión, apareció en el porche llevando un plato con el desayuno favorito de Stelios, espinacas y queso feta envueltos en pasta filo. Andreas apreciaba mucho a la pareja, que lo habían cuidado cuando él era un niño y lo enviaban a Louloudi a pasar las vacaciones de verano porque su madre prefería que él estuviera lejos.

      –Me alegra que ya no compitas con esa moto tuya tan grande –le dijo Toula después de saludarlo–. Siempre rezaba para que estuvieras a salvo. Cuando tuviste el accidente, estuve muy preocupada por ti.

      –Como puedes ver, estoy totalmente recuperado –la tranquilizó Andreas, frotándose automáticamente la cicatriz que tenía sobre el pecho con la mano y que quedaba oculta por su camiseta. Era el recuerdo de un accidente que Andreas había sufrido durante una carrera hacía dos años en las que había sufrido un aneurisma de la aorta que casi le había costado la vida.

      –Todos nos alegramos mucho de que Andreas por fin haya visto la luz y haya dejado de tontear con motocicletas y de montarlas a velocidades ridículas –comentó Stelios con voz ronca.

      Andreas tensó los labios.

      –Fui campeón del mundo de Superbikes durante cuatro años consecutivos –le recordó a su padre–. El equipo que tengo es líder mundial en el desarrollo de análisis utilizados para modernizar los motores. Aeolus Racing tiene patrocinadores por valor de cuatro millones de dólares. Yo no diría que eso es tontear.

      Stelios frunció el ceño.

      –Tu lugar está aquí, en Grecia, no en California. Ya sabes que me gustaría jubilarme y deberías estar preparándote para ocupar mi lugar como presidente de la empresa.

      –Tú has pasado en Inglaterra la mayor parte de los últimos dieciocho meses –señaló Andreas–. Cada vez que te visitaba en Londres trataba de hablar contigo sobre Karelis Corp y, en particular, sobre algunos rumores muy preocupantes que había oído sobre la empresa, pero tú te negabas a hablar de nada conmigo.

      Un gesto sombrío apareció sobre el rostro de Stelios.

      –Necesito estar seguro de tu compromiso con Karelis Corp. Si pasaras menos tiempo seduciendo a mujeres y salieran menos escándalos sobre tu vida personal en los tabloides, yo me sentiría más seguro sobre el hecho de cederte el puesto de más poder en toda la empresa.

      Andreas apretó los dientes.

      –Sabes muy bien que la mujer que vendió esa historia a la prensa estaba mintiendo.

      Sin embargo, el daño a su reputación ya estaba hecho. Cuando Sadie, que era modelo de lencería, le dijo que estaba embarazada, Andreas le pidió una prueba de paternidad. Entre lágrimas, ella lo acusó de no confiar en ella, pero Andreas insistió en hacerse la prueba. En vez de eso, Sadie les vendió a los periódicos una historia en la que decía que Andreas la había abandonado a ella y al bebé que estaba esperando.

      La tormenta mediática estalló el mismo día que Andreas tenía que participar en una competición que, si hubiera ganado, le habría dado el título de campeón del mundo por quinta vez consecutiva. Sin embargo, una hora antes de la carrera, Stelios había llamado a Andreas y le había acusado de avergonzar a la familia Karelis y dañar a la empresa. El furioso intercambio de palabras con su padre había contribuido a la falta de concentración