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© Iñaki Domínguez, 2018
© De la presente edición: Editorial Melusina, s.l.
www.melusina.com
Primera edición: noviembre de 2018
Primera edición digital: agosto de 2020
Reservados todos los derechos de esta edición.
Corrección de galeradas: Albert Fuentes
eisbn: 978-84-18403-17-0
Contenido
2. Precedentes clásicos de la autoayuda: los estoicos
3. El coach como sofista: dos entidades paralelas
4. Autoayuda: narcisismo recalcitrante e introversión
5. ¿Cómo escapar de un círculo vicioso? Superar el falso amor narcisista
6. ¿Qué son las ideas? ¿En qué medida nos condicionan nuestras ideas?
7. El racionalismo como ideología dominante
8. Una acción dirigida en el mundo
9. Relación entre el miedo a la acción y el dolor
10. Dos formas de conocimiento: intelectual y experiencial
11. La acción metamorfoseada en trabajo
¿Por qué tan duro? —dijo cierta vez el carbón al diamante—;
¿acaso no somos parientes cercanos?
«Habla el martillo»
Friedrich Nietzsche
1. Mi filosofía de la acción
La autoayuda es un concepto en sí mismo imposible. La ayuda real no puede nunca ser autoabastecida. Que nadie se engañe, somos animales sociales y los bienes de los que queremos disfrutar, de algún modo, han de ser provistos desde el exterior. Auto-ayudarse es como obtener satisfacción afectivo-sexual a través de la masturbación. No es la mente consciente la que debe salvarnos de nosotros mismos, sino la acción que transforma el mundo y que nos permite, a su vez, gozar de él. No es ayudándonos a nosotros mismos como podemos revertir una situación difícil, sino transformando el mundo.
Este no es un libro de autoayuda sino, como reza el título, de antiayuda. La autoayuda que encontramos por doquier —en librerías, en entrevistas televisadas y en carteles publicitarios omnipresentes— parece sostenerse en un enfoque cognitivista que hace de los pensamientos la fuente del cambio y la mejora. Mi libro, sin embargo, aboga por la acción, su opuesto natural. De ahí que represente la antítesis de la autoayuda: busca la transformación del yo a través del no-pensamiento, de la impulsividad dirigida hacia el mundo (y en el mundo). Solo anulando el recalcitrante, narcisista y obsesivo pensamiento autorreferencial, y apostando por modificar la realidad, podremos, en el proceso, transformarnos a nosotros mismos.
La vida cuenta con inconvenientes y con los años parece que la cosa llega incluso a empeorar. Como dice el periodista Sergio C. Fanjul: «La juventud es esa droga cuya resaca es el resto de la existencia». Sin embargo, la juventud cuenta también con innumerables discordias, inseguridades y cuestionamientos, aspectos que, en muchos casos, olvidamos con los años. La memoria humana es selectiva y reprime muchos recuerdos desagradables. La verdad es que, si uno no sufre y anda siempre contento, existe la posibilidad de que tenga alguna tara. Solo los locos tienen una fe inquebrantable en sí mismos y en sus delirios. Cuando uno sufre, es buena indicación de que uno vive, de que se halla en la senda correcta: la senda del aprendizaje. Cada fase de desarrollo individual es como un embudo que parecemos incapaces de atravesar. Una vez se lleva a cabo la transición con valor y coraje integramos aquello que considerábamos imposible de superar como parte cotidiana de nuestras vidas. En cada una de estas fases sufrimos, sentimos angustia y dolor. La existencia es una interminable carrera de obstáculos, de superación de malos tragos y termina, en el caso de haber sido vivida con plenitud, con la última transición: la muerte.
A medida que maduramos, interpretamos la realidad de nuevas maneras, nos hacemos más tolerantes, menos caprichosos, y los problemas que nos aquejaban en nuestra juventud se disipan; surgen otros nuevos, eso sí, quizás más relevantes y trágicos.
La felicidad, como tal, no existe. Parte esencial del proceso de maduración es esa: aceptar que la felicidad es, en realidad, una mera ilusión. Y que cuando hablamos de salud mental, de bienestar, nos referimos esencialmente a saber madurar, a saber aceptar, pero también a saber desempeñar. Madurar es el remedio a toda neurosis, ese infierno psicológico que devora a tantas personas en los tiempos que corren.
La supuesta felicidad sería un estado de quietud, cuya esencia estaría en total contradicción con el devenir que subyace a la vida; un devenir que es la vida misma. Si acaso, uno puede alcanzar cierta comodidad con la que se encuentre relativamente satisfecho. Pero la felicidad, en mayúsculas, es mejor olvidarla. Decía mi profesor de Metafísica en la universidad que mientras uno vive, debe habituarse a experimentar siempre cierta incomodidad, un malestar perpetuo, por pequeño que sea. Parece que es ley de vida sentirse, en parte, desajustado con respecto al entorno; lo cual no podría ser de otra manera: aquel que está por completo adaptado al cosmos es, por necesidad, un enajenado. Existen transiciones felices, momentos y épocas de bonanza emocional, pero no una felicidad como tal.
Esta incomodidad constituye, en parte, el motor de la vida y de la historia, y no solo eso, sino también del desarrollo personal. Anular dicha inquietud sería un suicidio, o una narcotización y embotamiento de la conciencia, propio de especímenes vegetales más que de humanos.
Es en los momentos en los que uno logra sintonizar su vida personal y material con sus ideas y gustos, cuando cierta expansión anímica —siempre asociada a una determinada actividad, y no a un pensamiento— se adueña de nosotros. Es de dicha realidad material de donde emana el bienestar verdadero, junto a ideas y sentimientos agradables. Por muchos pensamientos «positivos» que tengas, si tu situación vital es mala, tu conciencia reflejará ese malestar. La auto-ayuda tradicional, esa floreciente literatura que domina las listas de ventas, tiene como función hacer del pensamiento la herramienta decisiva a la hora de lograr la «felicidad». Sin embargo, la verdad es que todos perdemos en la vida, en una medida u otra, y el pensamiento poco puede hacer al respecto. El común de los mortales necesita siempre de los demás para sentirse verdaderamente satisfecho, por mucho que digan algunos psicólogos.
A pesar de no creer en la autoayuda convencional, pensé, llegado el momento, que debía escribir un libro de este género, aunque desde una posición inversa a la dominante. ¿Quién sabe? A lo mejor así me ayudaba a mí mismo. Y quise lograr esto mismo precisamente a través de una acción: escribiendo un texto que pueda servir a otros para comprender su propia situación vital. En ese sentido, el mecanismo que aquí promulgo seguiría funcionando, sin contradicción lógica. No me ayudo a mí mismo desde mí mismo, sino desde mi acción en el mundo.
Dicho esto, este libro no es realmente un libro de autoayuda