Iñaki Domínguez

Cómo ser feliz a martillazos


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intereses con los del devenir objetivo (externo) y sentir, así, un flujo de energía revitalizador que, en el fondo, somos nosotros mismos, y que es antagónico al mundo fijo y elaborado de las ideas. No se trataría de adaptarse al mundo exterior, sino de crear una sintonía entre nuestra vocación y las dinámicas del mundo, encontrar ese elusivo punto de enlace entre el sujeto y el objeto, entre universo interior y exterior, que solo la acción puede proporcionar.

      1. Sigmund Freud, Psicología de las masas y análisis del yo, Santiago Rueda Editor, 1953 (1921), p. 19.

      2. Precedentes clásicos de la autoayuda: los estoicos

      Ya que hablamos de autoayuda, no está de más hacer una pequeña relación histórica del fenómeno, cuyas raíces encontramos en los primeros albores de la llamada cultura occidental.

      Para empezar, debemos decir que la obra maestra de la autoayuda es la Ética a Nicómaco (siglo iv a. de C.), del gran Aristóteles de Estagira. La ética es la disciplina que analiza las buenas y malas conductas con relación a la moral. La moral es, a su vez, una estructura simbólico-afectiva que regula y determina las relaciones sociales entre personas para que en una determinada comunidad reine el orden y el concierto. Cuando Aristóteles afirmaba que el hombre es «un animal político», quería decir que es un animal de la polis, de la comunidad, es decir, un animal social, gregario. Para los griegos de la época la polis lo era todo. Al margen de la misma, uno estaba perdido. De ahí que uno de los más terribles castigos consistiera en ser desterrado. El ostracismo implicaba una cierta muerte de la identidad, del yo consciente. La identidad individual es, en un altísimo grado, el producto de nuestro entorno. Vernos desconectados del medio es algo extremadamente doloroso, además de fuente de innumerables patologías psicológicas. Es por todo esto que el bienestar entre los griegos estaba asociado a lo social y, por tanto, a lo moral, como columna vertebral de toda sociedad. De acuerdo con este patrón, solo podemos gozar de bienestar cuando nos conducimos moralmente, es decir, cuando estamos adecuadamente adaptados a nuestro hábitat.

      Algunas teorías afirman que el instinto es, en el fondo, tan solo un hábito tan reiterado que se ha convertido, no ya en una segunda naturaleza, sino en esa primera naturaleza que nos condiciona de modo decisivo. Como el perro de Pavlov al que se le condiciona para que salive al oír una campanita, los instintos serían hábitos que, replicados innumerables veces desde las profundidades inmemoriales de la prehistoria humana, determinan gran parte de nuestra vida. Sea o no cierta esta teoría, es evidente que los hábitos son parte ineludible de nuestra identidad, pues sirven para cimentarla; y que la madurez y la existencia adulta —en muchos sentidos, más saludable que la niñez o la juventud—, consiste, básicamente, en adquirir unos hábitos adecuados que nos permitan afrontar nuestra vida cotidiana.

      En este sentido, la obra ética de Aristóteles representa una filosofía de la acción. A través de nuestra acción en el mundo moldeamos nuestro carácter en direcciones favorables. No es a través del mero pensamiento que nos sentimos mejor, sino que son nuestras acciones, repetidas de modo constante, las que nos hacen mejores y, por tanto, más felices.

      No obstante, es la filosofía estoica, surgida en el decaer de la Antigüedad, la que de veras sirve de predecesora a los tan abundantes libros de autoayuda actuales. La importancia del estoicismo en el mundo antiguo comienza tras las conquistas de Alejandro Magno y la instauración de su reino helenista ecuménico. Gracias a la colonización helena, la ciudad estado o polis perdió su posición, disolviéndose en favor de una forma de organización sociopolítica más amplia y universal. La falta de unas directrices adecuadas de conducta, antes mejor fijadas en la pequeña comunidad de la polis, hizo que las filosofías éticas y prácticas cobrasen un enorme protagonismo. El ciudadano de un imperio más vasto se sentía confuso ante unos nuevos e inabarcables horizontes, que eran la fuente de una ansiedad antes inexistente.

      La cultura puede ejercer como sustitutivo del instinto natural, pues impone ciertas normas que han sido somatizadas por todos nosotros: asimiladas tan profundamente que tienen un peso incluso en la fisiología del sujeto social. Por eso hablo más arriba de la moral como una «estructura simbólico-afectiva». Pensemos, por ejemplo, en cuando transgredimos cierta norma moral. En esos casos es posible que sintamos culpa o vergüenza por nuestros propios actos, algo que tiene consecuencias en nuestro organismo: nuestro ritmo cardíaco aumenta, nos sonrojamos o nos sentimos físicamente abatidos. La transgresión moral puede incluso desembocar en efectos físicos más graves como los que retrata Fiódor Dostoyevski en su inmortal obra Crimen y castigo (1866). En cuanto el protagonista de la novela, Raskólnikov, comete un asesinato para poner a prueba su independencia con respecto a la moral dominante, es presa de todo tipo de trastornos físicos y psicológicos que terminan por obligarle a redimir su acto de violencia entregándose a las autoridades para expiar sus pecados en un presidio siberiano.

      Dicho esto, vemos que los antiguos vinculaban el bienestar de cada persona a una existencia en armonía con las leyes culturales del entorno social. La adecuación a ese instinto moral era esencial. En este sentido, los mejores pensadores estoicos sabían muy bien que el hombre debía esforzarse, a través de toda una serie de ritos y actividades, para sentirse bien consigo mismo y así conducirse moralmente. Al vivir en una cultura que se extendía más allá de la polis, era importante, por tanto, fijar unas normas de conducta aplicables a todos. Tales imperativos hacían las veces de estrella Polar que había de orientar a los navegantes en un nuevo magma social que trascendía la comunidad local a la que cada cual pertenecía.

      Dichos ritos e imperativos eran lo que Foucault llamó —como siempre con un alto grado de pedantería— «tecnologías del yo». No obstante, estas «tecnologías», que bien podríamos llamar «técnicas», son también fundamentales en la actualidad. Por nombrar unas pocas, tenemos el yoga, la meditación, las terapias alternativas o la lectura de libros de autoayuda, entre otras muchas disciplinas. Todas estas técnicas sirven para otorgar al sujeto un centro sobre el cual afianzar una identidad sólida e independiente.