los hombres más ricos del Imperio romano.17
La importancia de las ideas, en este sentido, es de nuevo fundamental en Marco Aurelio, el sabio emperador estoico: «Semejante a la naturaleza de tus ideas será el fondo de tu alma, porque nuestra alma se impregna de nuestras ideas. Impregna, pues, continuamente la tuya de reflexiones como éstas, por ejemplo: en cualquier parte se puede vivir y vivir bien».18 Se hace extraño escuchar tales preceptos de boca de todo un emperador.
El estoicismo, por otra parte, ha sido reconocido como precursor de la filosofía cristiana de la vida, que invita a poner la otra mejilla: «Está en el deber del hombre el amar aun a los que le ofenden. El medio de conseguirlo lo hallarás fácilmente reflexionando que son para ti como hermanos».19
Hay que decir que esto es lo que Nietzsche llamaría una «moral de esclavos», concepto que analiza en su obra La genealogía de la moral (1887). La moral del esclavo es la que viene impuesta por el ideal cristiano, como en el caso del, también ecuménico, estoicismo. De algún modo, ambos enfoques —el estoico y el cristiano— promueven una aceptación de las circunstancias que nos ha tocado vivir, solo que la resolución del estoicismo consiste en modificar nuestra conciencia para lograrlo, mientras que el cristianismo opta por una fe irracional en otro mundo en el que buenos y malvados habrán de ser recompensados y castigados respectivamente, a su debido momento y en su justa medida. En ambos casos parece dominar una alienación: la integración de potencias y sufrimientos de origen externo, asimiladas como responsabilidad propia.
Luego está la justificación de los hechos, o una legitimación de la realidad tal y como es. Se trata de hacer de la realidad fáctica algo siempre razonable: «Si los dioses no han tenido ningún cuidado de mí, ni de mis dos hijos, no lo han hecho sin razón».20 Todo lo malo que nos ocurre, por tanto, es o bien culpa nuestra, o bien fruto de una voluntad todopoderosa que nunca se equivoca. Los estoicos, a modo de filósofos proto-hegelianos, nos invitan a creer que la naturaleza es sabia, que el mundo, en su discurrir, obedece siempre a principios racionales, como si siempre prevaleciese una justicia cósmica —algo que encaja muy bien con la cosmovisión de ricos y poderosos. Digámoslo en pocas palabras: puesto que a mí me va bien, el mundo es justo.
Por otra parte, los estoicos dicen que los buenos sentimientos, cuando son genuinos, tienen un beneficioso efecto sobre nuestra vida. Según Marco Aurelio, «la dulzura es una fuerza invencible cuando es sincera, sin afectación y sin disfraz».21 Esta idea la encontramos en uno de los primeros bestsellers de la autoayuda estadounidense: Cómo ganar amigos e influir sobre las personas (1936). En este caso, sin embargo, no se trata de inventar emociones a través del pensamiento, sino de aprovechar aquellos sentimientos presentes en nosotros de antemano para interactuar más sanamente con el medio y sacar provecho de ello.
Frente a este tipo de planteamientos, lo más sabio sería adoptar como nuestras las palabras de Proclo en su Comentario sobre el Primer Alcibíades de Platón: «Los apetitos del alma (antes de su nacimiento) son los que más contribuyen a configurar nuestra vida, y no parecemos haber sido formados desde fuera, sino como si desde nosotros mismos tomáramos las decisiones con arreglo a las cuales vivimos». Aunque Proclo habla de una vida interior que parece determinar nuestra existencia, dicha interioridad va más allá de la pura conciencia; entre otras razones, por ser apetitiva.
Lo apetitivo no es nunca el producto de una decisión consciente, sino más bien de un deseo o impulso que se apodera de nosotros y al que obedecemos; en ocasiones gustosamente, en otras, no tanto. Los apetitos provienen de una región más profunda que la mera conciencia. Aunque Proclo habla de «decisiones» eso no significa que sean conscientes. Dice Clemente de Alejandría, «el querer precede a todo; porque las fuerzas de la razón son las siervas de la voluntad».22
Esta idea de lo apetitivo profundo encaja bien con la noción griega de la felicidad: la eudaimonía. El prefijo «eu» en griego hace referencia al bien, o a lo bueno. Esto se manifiesta en muchos vocablos que llegan hasta nuestro mundo contemporáneo: eutanasia (buena muerte), Eustaquio (fructífero, fecundo) e incluso Eurythmics (orden rítmico). Eudaimonía es un término griego de raigambre fatalista que en su misma estructura expresa una idea muy interesante: nuestra felicidad y bienestar pertenecen a fuerzas más allá de nuestro control. Eudaimonía significa, literalmente, «buen demonio». Es decir, que nuestra felicidad o falta de ella dependen de ese demonio que vela por nosotros. No olvidemos que el demonio no era, originalmente, nada más que el mensajero de los dioses. De hecho, eudaimón es un sinónimo de ángel. Nuestro demonio personal es como un ángel de la guarda. El demonio pertenece al ámbito de lo apetitivo, de lo inconsciente. Por tanto, sus decisiones, aquellas de las que habla Proclo, no pertenecen a la esfera de la conciencia, sino a una identidad más profunda, que escapa a nuestro control.
De acuerdo con las ideas de la Grecia Antigua, en ese nivel insondable que se manifiesta en el lenguaje, la felicidad no es fruto de una decisión personal. Digamos que el lenguaje es como la cultura, como el instinto o como los hábitos muy afianzados: revela nuestro verdadero ser. Una cosa es lo que se elucubra explícitamente, y otra lo que la propia lengua expresa en su etimología. Y la etimología es una gran herramienta para revelar los significados profundos de las palabras. Quizás ciertos pensadores griegos dijesen abiertamente que la felicidad es una decisión personal. Sin embargo, el idioma que empleaban para hacerlo expresaba una idea muy distinta.
De todos es conocida la historia del demonio de Sócrates, que en ciertos momentos le aconsejaba no realizar determinada acción. Cuando el sabio ateniense obedecía dicha orden, poco después comprobaba que su daimón personal le había aconsejado bien. Se trataba de una sabiduría inconsciente. En este sentido, podríamos equiparar el demonio de la Antigüedad griega como representante divino y, en cierto grado, antropomorfo, a ese inconsciente que Sigmund Freud delimitó con gran maestría. El daimón sería, sin duda, habitante del inconsciente individual. Así pues, en la visión antropomorfa de la Grecia Antigua, el inconsciente de cada cual sería la fuerza motriz que condiciona nuestras decisiones y que, por tanto, es la verdadera fuente de felicidad o infelicidad. No sería la conciencia —el pensamiento dirigido— la que otorgaría felicidad, sino más bien la inconsciencia: todas aquellas inclinaciones personales que difícilmente podemos controlar y que constituyen nuestra identidad profunda. Este nivel apetitivo de la psique humana es impulsivo: invita a actuar. Esto lo supo ver muy bien Friedrich Nietzsche en su obra El nacimiento de la tragedia (1873), cuando cuestiona la psicología de Sócrates, que entiende como perversa y patológica. En su caso, lo irracional e inconsciente (su demonio) no se expresa de modo positivo, es decir, invitando a la acción, sino precisamente interfiriendo con la acción. Cuando Sócrates se halla ante un dilema, como hemos visto, su daimón le disuade de actuar, y no al revés. En palabras de Nietzsche: «Mientras que en todos los hombres productivos el instinto es precisamente la fuerza creadora y afirmativa, y la consciencia adopta una actitud crítica y disuasiva: en Sócrates el instinto se convierte en un crítico, la consciencia, en un creador —¡una verdadera monstruosidad per defectum!».23 Hay que decir que no se expresa el instinto como «fuerza creadora y afirmativa» exclusivamente entre «hombres productivos», sino que el ámbito instintivo de lo inconsciente se expresa afirmativamente por lo general en toda persona que cuente con una disposición psicológica sana. Lo curioso es que la autoayuda, el pensamiento positivo y la psicología cognitiva adoptan precisamente esa disposición enfermiza que caracteriza a Sócrates, tratando de hacer de la conciencia la fuerza creadora de nuevas realidades e inhibiendo los imperativos del instinto, que pasa aquí a ocupar un lugar secundario.
Ya en términos fisiológicos, el cerebro reptiliano (o el tronco encefálico), la parte más primitiva de nuestra mente material, tiene como función actuar y quizás sus mandatos sean filtrados por otras secciones del cerebro como el sistema límbico o el neocórtex en términos emocionales o lingüísticos —en la forma de mensajes—que invitan a realizar una determinada acción.
Es la impulsividad del cerebro reptiliano la que sirve de motor básico a nuestra existencia, exigiendo de nosotros la realización de determinadas acciones básicas como la digestión, reproducción, circulación, respiración y la ejecución de la respuesta lucha o huida al estrés.24