y de la decoración y tú de la cocina. Podemos hacer lo que nos propongamos. Nada nos detendrá. ¿Y si nos enamoramos y nos casamos? Tendrá que ser con hombres que compartan nuestra visión de la vida.
En aquel momento su amiga había esbozado una gran sonrisa.
–¡Y ayudaría si fueran muy, muy ricos! –había continuado–. ¿Y si no lo son? No importa porque nosotras labraremos nuestra propia suerte. Podemos hacerlo, Corinne. Sé que podemos. Lo llamaremos Hotel Bowman-Raines. Cuando cumplamos treinta años seremos famosas por nuestra hospitalidad y nuestra cocina. La gente matará para hospedarse en nuestro hotel…
Pero todo aquello había sido antes de que Lindsay fuera a Sicilia de vacaciones y se enamorara de Raffaello Orsini, que era muy, muy rico, pero que no había tenido ningún interés en absoluto en compartir los sueños de ella. En vez de ello, la había hecho suya. Y Lindsay se había olvidado de su sueño de crear un bonito hotel y se había mudado al otro extremo del mundo para convertirse en su esposa y crear una familia.
Pero la suerte en la que su amiga había creído tanto la había golpeado con ferocidad ya que con sólo veinticuatro años había enfermado de leucemia y su pequeña hija de tres años se había quedado huérfana…
Corinne parpadeó para apartar las lágrimas de sus ojos y se aplicó máscara de pestañas.
En la planta de abajo, oyó cómo la señora Lehman, su vecina y niñera ocasional, colocaba los platos para darle de cenar a Matthew.
Al pequeño no le había hecho gracia enterarse de que su madre iba a salir.
–Odio cuando vas a trabajar –había dicho mientras le temblaba el labio inferior.
Corinne tenía que admitir que su hijo tenía razón ya que muchas veces no podía llegar para acostarlo. Frecuentemente su trabajo le exigía trabajar hasta tarde y durante las vacaciones de su pequeño. Pero no había mucho que pudiera hacer para evitarlo, no si quería tener dinero para pagar el alquiler y poner comida sobre la mesa.
–No llegaré tarde y prepararé tortitas con arándanos para desayunar –le había prometido a Matthew–. Pórtate bien con la señora Lehman y no le hagas pasar un mal rato cuando te acueste.
–Quizá lo haga –advirtió el pequeño. Aunque sólo tenía cuatro años, había desarrollado un alarmante talento para el chantaje.
Mientras se ponía el vestido negro pensó que debía quedarse en casa y se sintió invadida por un sentimiento de culpa. Pero la carta que había recibido no se lo permitía. La agarró y la leyó de nuevo.
Villa di Cascata,
Sicilia,
Seis de enero, 2008.
Signora Mallory:
Estaré en Vancouver a finales de mes para atender una urgencia que se me ha presentado y de la que deseo hablar con usted en privado.
Tengo una habitación reservada en el hotel Pan Pacific y apreciaría mucho si me acompañara a cenar el viernes veintiocho de enero, fecha que espero estime conveniente. A no ser que usted me diga lo contrario, mandaré un coche a buscarla a las siete y media del citado día.
Un saludo cordial,
Raffaello Orsini.
Pero exactamente igual a la primera vez que había leído la misiva, no pudo intuir nada. No tenía ni idea de lo que se podía tratar. Oyó el jaleo que había en la cocina y supuso que Matthew le iba a dar a la señora Lehman otra noche de pesadilla.
–Será mejor que esto merezca la pena, señor Orsini –murmuró, apartando la carta.
Entonces se miró por última vez en el espejo antes de bajar a la planta de abajo para apaciguar a su pequeño, el cual no tenía ningún recuerdo de su padre y cuya madre no parecía estar ejerciendo bien de padre y madre a la vez.
Raffaello pensó que las vistas eran espectaculares. Al norte se podían divisar las montañas nevadas y casi debajo de su suite podía ver un gran yate amarrado en el puerto.
No era Sicilia, pero igualmente era fascinante sobre todo porque había sido el hogar de Lindsay. Era un lugar salvaje y sofisticado, bello e intrigante… exactamente igual a ella.
Dos años atrás, incluso sólo uno, no habría sido capaz de ir allí. El dolor todavía había sido demasiado intenso y su duelo había estado riñéndose con el enfado. Pero el tiempo tenía la capacidad de curar incluso las heridas más profundas.
–Lo haré por ti, amore mio –murmuró, mirando al cielo.
Oyó cómo las campanas de una iglesia de la ciudad daban las ocho. Corinne Mallory llegaba tarde. Impaciente por comenzar con lo que tenía que hacer aquella noche, tomó el teléfono y marcó para hablar con recepción y recordarles que debían guiar a la señorita Mallory a su habitación. Si llegaba… Lo que tenía que proponerle era algo que no podía hacerse en público.
Pasaron diez minutos más antes de que llamaran a la puerta.
Raffaello se levantó y se recordó a sí mismo que ella había sido la mejor amiga de Lindsay, pero que eso no implicaba que fuera a serlo de él. Aunque por el bien de todos lo que tenía que lograr era una cierta cordialidad.
Había visto fotografías y pensaba que sabía lo que esperar de la mujer que estaba al otro lado de la puerta. Pero ella era más delicada de lo que él había esperado. Tenía una piel muy blanca y unos ojos de un azul muy intenso.
–Signora Mallory, gracias por acceder a verme. Por favor, pase.
Corinne vaciló un momento antes de entrar en la suite.
–Creo que no me ha dado mucha opción, señor Orsini –contestó.
El acento de aquella mujer le recordó mucho a Raffaello el de Lindsay… tanto que por un momento se quedó desconcertado.
–Como tampoco esperaba que nuestra reunión se fuera a celebrar en su habitación –continuó ella–. No puedo decir que esté muy cómoda con ello.
–Mis intenciones son completamente honestas –contestó él.
Corinne le permitió agarrar su abrigo y se encogió de hombros.
–Será mejor que así sea –dijo.
–¿Le apetece beber algo antes de cenar? –preguntó Raffaello, señalando el bar de la suite.
–Tomaré un vino que sea suave, por favor.
–Así que… –comenzó a decir él, sirviéndole vino a ella y un whisky para sí mismo– hábleme de usted, signora. Sólo sé que mi difunta esposa y usted eran grandes amigas, así como que usted se ha quedado viuda y que tiene un niño pequeño.
–Pues ya es bastante más de lo que yo sé de usted, señor Orsini –contestó ella–. Y como no sé de qué trata esta reunión, preferiría que fuéramos al grano en vez de perder el tiempo contándole la historia de mi vida… historia que estoy segura no tiene el menor interés en escuchar.
Raffaello se acercó a Corinne y le dio el vaso de vino que le había servido. Entonces levantó su vaso de whisky a modo de brindis silencioso.
–Se equivoca. Por favor, comprenda que tengo una razón legítima y convincente para querer saber más de usted –aseguró.
–Está bien. Entonces comprenda que hasta que no comparta esa razón conmigo no voy a satisfacer su curiosidad. No sé cómo son las cosas en Sicilia, pero aquí ninguna mujer con un poco de sentido común accede a verse a solas con un hombre que no conoce en su habitación de hotel. Si hubiera sabido que éste era su plan, no habría venido.
Corinne dejó su vaso sobre la mesa de la suite y miró su reloj.
–Tiene exactamente cinco minutos para explicarse, señor Orsini. Después me marcho de aquí.
–Puedo ver