que tú y yo compartimos una historia muy larga y que jamás hemos guardado secretos entre nosotras. Tener la posibilidad de recurrir a ti sería estupendo para ella.
Te confiaría mi vida, Corinne, pero ahora ya no vale nada, así que te estoy confiando la de mi hija. Deseo vivir con todas mis fuerzas y tengo muchísimo miedo de morir, pero creo que podría afrontarlo más fácilmente si supiera que Raffaello y tú…
La carta terminaba de aquella manera, como si a Lindsay se le hubieran terminado las fuerzas para continuar escribiendo. O quizá había tenido la visión borrosa por las lágrimas, lágrimas que habían dejado manchas acuosas en el papel… manchas que se estaban haciendo incluso más grandes por las lágrimas que la propia Corinne estaba derramando en aquel momento.
Desesperada porque Raffaello no la oyera llorar, tiró de la cadena y se secó la cara con unos pañuelos.
–Oh, Lindsay… sabes que haría lo que fuera por ti… lo que fuera. Aparte de esto.
Capítulo 2
CUANDO regresó a la sala principal de la suite vio que la mesa en la que iban a cenar estaba iluminada por velas, lo que agradeció ya que la luz que daban éstas era tenue y ayudaría a disimular sus enrojecidos ojos.
Raffaello Orsini le separó una silla antes de sentarse frente a ella. Entonces asintió con la cabeza ante el camarero para que les sirviera. Todavía impresionada por el contenido de la carta de Lindsay, Corinne apenas pudo probar bocado y se arrepintió de haber aceptado la invitación de su anfitrión. Sabía que tenía un aspecto horrible.
Por lo menos él tuvo la educación de no comentar nada acerca de ello ni de su falta inicial de respuesta a la conversación. En vez de ello, lo que hizo fue explicarle los lugares a los que había ido de turismo aquel mismo día. Y, casi sin percatarse de ello, Corinne comenzó a comer la deliciosa cena que tenía delante.
Cuando les sirvieron los postres, una apetitosa mousse de chocolate a la que no se pudo resistir, ya estaba bastante más tranquila. Aquel hombre irradiaba confianza. Observándolo y disfrutando de su conversación, casi le fue posible apartar de su mente la verdadera razón por la que estaban allí y fingir que simplemente eran un hombre y una mujer disfrutando de una cena.
Reconfortada por la agradable luz que ofrecían las velas y por aquella voz exótica que sugería una intimidad que merecía la pena descubrir… si se atreviera… casi se relaja. Raffaello era un hombre complejo; estaba claro que tenía mucho dinero, aquella suite y la ropa que llevaba puesta lo dejaban claro, pero a la vez se le veía muy sencillo y fuerte, capaz de escalar una montaña sin una gota de sudor. Era la sofisticación personalizada, demasiado encantador y guapo para su propio bien.
O para el de ella.
–Hasta el momento he sido yo el que he estado hablando todo el tiempo, signora. Ahora es su turno. Dígame, por favor, ¿qué tiene usted que yo pueda encontrar de interés?
–Me temo que no mucho –contestó ella, desconcertada por la pregunta–. Soy una madre trabajadora con muy poco tiempo para hacer algo de interés.
–¿Se refiere a que está demasiado ocupada ganándose la vida?
–Sí, más o menos.
–¿En qué trabaja?
–Soy chef profesional.
–Ah, sí. Recuerdo que una vez mi esposa lo mencionó. A usted la contrató un restaurante de lujo de la ciudad.
–Antes de mi matrimonio, sí. Después de casarme me quedé en casa y crié a mi hijo. Cuando mi marido murió yo… necesité más dinero, así que abrí una pequeña empresa de catering.
–Entonces ahora es autónoma, ¿verdad?
–Sí.
–¿Tiene personal a su servicio?
–No siempre. Al principio pude llevar yo sola el negocio, pero ahora que mi clientela ha aumentado, a veces sí que contrato personal para que me ayude. Pero aun así soy yo la que siempre preparo casi toda la comida.
–Estoy seguro de que ofrece un servicio excelente a sus clientes.
–Sí. Normalmente quieren que supervise eventos especiales en persona.
–Es un negocio que exige mucho, ¿no le parece? ¿Qué la llevó a meterse en algo así?
–Me permitió estar con mi hijo en casa cuando éste era un bebé.
–Es usted una persona de recursos y emprendedora, cualidades que admiro en una mujer. ¿Cómo lo lleva ahora que su hijo no es un bebé?
–Ya no es tan fácil –admitió Corinne–. Mi hijo ya ha pasado la época en la que se conforma con jugar en una esquina mientras yo preparo el banquete para una boda.
–No lo dudo –comentó Raffaello–. ¿Y quién cuida de él mientras usted está fuera ocupándose de las necesidades sociales de otras personas?
–Mi vecina –contestó ella–. Es una mujer mayor y viuda. Tiene nietos y es de confianza.
–Pero estoy seguro de que no le tiene tanto cariño al niño como usted.
–¿Puede alguien sustituir a una madre, señor Orsini?
–No, como muy a mi pesar he aprendido –contestó él, cambiando de tema a continuación–. ¿En qué clase de lugar vive?
–No vivo en una pocilga, si es eso lo que está sugiriendo –espetó Corinne. Se preguntó cuántas cosas le habría contado Lindsay acerca de sus apuros económicos.
–No he sugerido eso –respondió él–. Simplemente estoy tratando de conocer más cosas de usted. Estoy intentando poner el fondo apropiado a un retrato muy atractivo, si lo prefiere así.
Más calmada, Corinne contestó en una actitud menos defensiva.
–Tengo alquilada una casa de dos habitaciones en un barrio al sur de la ciudad.
–En otras palabras; un lugar seguro en el que su hijo pueda jugar en el jardín
Ella pensó en el estrecho patio que había detrás de su cocina, donde el césped no ocupaba más espacio que una toalla de baño. Los vecinos con los que colindaba por ese lado, los Shaw, una pareja de ancianos, siempre se estaban quejando de que Matthew hacía mucho ruido.
–No exactamente. En realidad no tengo jardín. Le llevo a que juegue al parque más cercano. Y si yo no puedo, lo lleva mi hermana.
–¿Hay otros niños con los que pueda jugar en su propia comunidad? ¿Niños de la misma edad y con los mismos gustos?
–Desafortunadamente no. La mayoría de los vecinos son mayores… y muchos, como mi niñera, están jubilados.
–¿Tiene por lo menos su hijo un perro o un gato que le haga compañía?
–No podemos tener animales en la casa.
Impresionado, Raffaello levantó sus elegantes y oscuras cejas.
–Dio, es como si estuviera en la cárcel.
Si era sincera, Corinne no podía discutir con una opinión que ella misma compartía. Pero eso no se lo iba a decir a él.
–Nada es perfecto, señor Orsini. Si así fuera, nuestros hijos no crecerían con un solo progenitor ejerciendo por dos.
–Pero así es –contestó él–. Lo que me lleva a mi próxima pregunta. Ahora que ha tenido tiempo de recuperarse de la impresión inicial, ¿qué opina del contenido de las cartas?
–¿Qué? –preguntó Corinne, impresionada.
–Su opinión –repitió Raffaello–. ¿No se habrá olvidado de la verdadera razón por la que está aquí, signora Mallory?
–Por supuesto que no. Simplemente…