Catherine Spencer

En Sicilia con amor


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las mañanas se preguntaba cómo iría a sobrevivir al día. Vivía permanentemente con miedo.

      Se preguntó qué clase de ejemplo le estaba dando a su hijo.

      La noche anterior Raffaello Orsini había dicho que sus hijos eran los inocentes.

      Raffaello Orsini… incluso sólo su nombre era suficiente para que él llenara la casa con su presencia invisible, con su lógica implacable.

      Él le había dicho que pensara en su hijo.

      Involuntariamente miró la mesa donde había dejado el sobre con fotografías que él le había dado y se acercó a ella. Se sentó en una silla que había al lado, tomó el sobre y se atrevió a examinar su contenido.

      Descubrió las fotografías de una villa. Había unos originales cuadros colgados en la pared y unas antiguas alfombras cubrían los suelos de mármol. Había frescos pintados en el techo.

      Era la típica casa que le había gustado a Lindsay; espaciosa, fresca y encantadora. Los jardines de la villa estaban repletos de palmeras y flores de llamativos colores sobre un césped de un intenso color verde. Desde la casa se veía el mar.

      Corinne levantó la mirada y observó lo que le rodeaba… el lugar que Matthew llamaba «casa». La vivienda era antigua y tenía unas diminutas habitaciones que, en días como aquél, estaban muy oscuras. Las paredes eran tan finas que por la noche podía oír a su vecino, el señor Shaw, roncar en la cama.

      Pensó en el diminuto patio en el que jugaba su hijo, patio demasiado pequeño como para que él jugara con su triciclo. Recordó cuando el verano anterior la señora Shaw había acusado a Matthew de haberle dado un pelotazo a las macetas que contenían sus geranios y de haberlas roto.

      –Mantén a ese mocoso en tu parte de la propiedad –había espetado su vecina.

      Pensó en que su hijo nunca quedaba para jugar con otros niños porque en el barrio no había y en que constantemente le estaba diciendo que no hiciera ruido ya que podía molestar a los vecinos. Pero se suponía que los niños pequeños hacían ruido, se suponía que debían jugar hasta quedar agotados. A su pequeño, que era como una delicada flor joven, le faltaban el sol y el agua suficientes para poder crecer bien.

      Desde esa perspectiva, la petición de Lindsay no parecía tan alocada como le había parecido la noche anterior.

      Raffaello Orsini había dicho que sería sólo un acuerdo de negocios por el bien de sus hijos.

      Y si, como él también había dicho, los sentimientos no podían formar parte de aquello, tal vez pudieran hacer que funcionara.

      Se dijo a sí misma que con una actitud como la suya era normal que Matthew se comportara mal. Su propio desencanto había afectado a su pequeño. Pero en aquel momento el poder para cambiar todo aquello reposaba en sus manos.

      Horrorizada, se percató de que su resolución para rechazar la propuesta de Raffaello Orsini estaba flaqueando y, como para terminar con su resistencia, una última fotografía cayó del sobre. Al verla se quedó petrificada. No era como las otras, no tenía nada que ver con el lujo ni con paisajes. La cámara había captado la cara de una niña pequeña.

      Aunque la fecha que aparecía en la fotografía indicaba que ésta se había tomado durante los seis meses anteriores, la cara que mostraba era idéntica a la de Lindsay. La vivaz sonrisa, los ojos y los hoyuelos eran idénticos a los de su amiga. Sólo el pelo era diferente. Era más oscuro, más grueso.

      Lindsay le había dicho que le confiaba a ella la vida de su hija y que tenerla a su lado sería estupendo para la pequeña.

      Corinne acarició las delicadas facciones que la fotografía mostraba de la niña.

      –Elisabetta –dijo, suspirando. Se sintió derrotada.

      La paciencia no era una de sus virtudes, sobre todo no cuando se trataba de asuntos de negocios. Y la propuesta que le había hecho a Corinne Mallory la noche anterior era completamente de negocios. Pensó que una mujer inteligente se daría cuenta de que las ventajas eran mucho más cuantiosas que los inconvenientes. Pero eran casi las cuatro de la tarde y no había tenido noticias de ella.

      Decidió que había esperado mucho tiempo y agarró el teléfono. Entonces, cuando estaba a punto de marcar su número, cambió de opinión. Telefoneó a la recepción del hotel y pidió que pusieran a su disposición un coche y un conductor. Poco más de una hora después, cuando ya casi estaba anocheciendo, se encontró frente a la casa de Corinne.

      Y el hecho de que ella no esperaba encontrárselo allí quedó claro en cuanto abrió la puerta.

      –¿Qué estás haciendo aquí? –quiso saber Corinne, tan nerviosa que apenas pudo articular palabra.

      –Preferiría no estar aquí –contestó él–. De hecho, lo que me hubiera gustado habría sido que tú te hubieras puesto en contacto conmigo como prometiste. Pero como dicen por ahí, si la montaña no viene a ti tendrás que ir tú a la montaña, ¿no es así?

      –Si hubieras esperado un poco más, te habrías ahorrado la molestia –contestó ella, acercándole un gran sobre a la cara–. Aquí tengo tu respuesta. De hecho, cuando oí que llamaban a la puerta, pensé que era el mensajero que venía por esto.

      –Bueno, como no pretendo marcharme sin obtener ningún resultado, será mejor que telefonees y canceles la orden de que vengan por ello.

      –Supongo que será mejor que lo haga. Como estás aquí de todas maneras, lo más inteligente sería que hablemos del tema. Por favor, pasa.

      El comportamiento de ella indicaba que le parecía haber invitado a entrar a su casa a una plaga de ratas.

      –Grazie tante –comentó él con cierto toque de ironía.

      Corinne se dirigió a la cocina, donde agarró el teléfono. Él miró a su alrededor. Vio los muebles que había y lo que parecía una caja de juguetes en una esquina. Las paredes estaban pintadas de amarillo, en el suelo había una alfombra vieja y sobre la encimera había un vaso con narcisos. El aire estaba impregnado de la fragancia que desprendía una tarta recién cocinada. Pero aunque ella era una mujer con buen gusto y había hecho que el lugar fuera lo más acogedor posible, para él aquél no era un lugar adecuado y carecía del confort que él mismo podía ofrecerles.

      Se preguntó si ella había mirado las fotografías que le había dado la noche anterior y si había tomado una decisión conveniente para ambos. Se sentó en uno de los taburetes que había junto a la encimera y se dirigió a agarrar el sobre que ella había dejado allí. Pero cuando Corinne terminó de hablar por teléfono se adelantó a él y agarró el sobre repentinamente.

      –Ahora que estás aquí podemos hablar cara a cara –dijo.

      –Como desees.

      –Acabo de preparar té. ¿Te gustaría tomar un poco?

      –Preferiría tratar el asunto que nos traemos entre manos. Después, si tenemos la oportunidad, podemos tomarnos un té.

      –Muy bien –contestó Corinne–. Después de pensarlo mucho, he decidido aceptar tu oferta.

      En el mundo de los negocios, a Raffaello se le conocía por su gran capacidad para enmascarar sus emociones y reacciones de tal manera que sus socios nunca podían predecir su comportamiento. Pero aquella mujer, con muy pocas palabras, casi desnuda sus más profundos sentimientos.

      Con dificultad trató de recomponerse.

      –Estaba esperando una respuesta distinta –dijo.

      –¿Estás decepcionado?

      –Sorprendido, desde luego, pero no decepcionado –contestó él, acercándose a ella y examinándola de cerca.

      Tenía una piel exquisita, unos ojos muy azules y una bonita melena que aquel día llevaba peinada en una coleta.

      –Anoche me dejaste con la sensación de que nada podía persuadirte para