una idea mejor –respondió él, alborotando el pelo de Matthew al levantarse–. ¿Por qué no os invito yo a cenar fuera?
–Oh, creo que no, gracias. No hay muchos restaurantes agradables en este barrio, sólo lugares para familias.
–Pero a mí me gustan esos lugares, Corinne.
–Me estoy refiriendo a restaurantes con sillas altas para niños, cartas con comida apetecible para los pequeños y manteles de papel para colorear –explicó Corinne.
–Pero también pueden cenar allí hombres y mujeres, ¿verdad?
–Bueno, los padres de los niños desde luego.
–Entonces tú y yo estamos autorizados, ¿no es así?
Corinne pensó que él siempre tenía respuesta para todo.
–Está bien –concedió–. Pero luego no digas que no te advertí.
Fueron a un lugar que estaba lo suficientemente lejos como para que tuvieran que ir en la limusina que él había dejado esperando a las puertas del complejo residencial. Matthew estaba emocionado, fascinado al ver al chófer con su uniforme y la sillita de cuero para niños del vehículo. Quiso saberlo todo sobre los canales de televisión que tenía la limusina.
–Está interesado en esta nueva experiencia –dijo Raffaello cuando Corinne se disculpó por la cantidad de preguntas que estaba haciendo su hijo–. Me parecería extraño si no lo estuviera.
Una vez sentados en el restaurante, ella miró a su alrededor. Todo estaba diseñado para atraer a los niños, desde la carta hasta los platos. Se les acercó una cariñosa camarera.
–¿Qué vais a tomar?
–Alitas de pollo para mi hijo, sin salsa, por favor –contestó Corinne.
–¿Y tú qué vas a tomar, Corinne? –preguntó Raffaello.
–No me he decidido todavía –murmuró ella, fingiendo estudiar la carta.
–¿Qué nos recomienda, signora? –le preguntó entonces Raffaello a la camarera.
–Las hamburguesas –contestó la mujer sin vacilar–. Sencillas, con queso, con champiñones, con beicon o con cualquier otra combinación. Son las mejores de la ciudad.
–Entonces eso es lo que yo tomaré. Una hamburguesa con champiñones.
–¿Quieres café para acompañar, cariño?
–Sí, per favore –contestó él.
–Eso es italiano, ¿verdad? Lo reconozco por esa película tan antigua de Marlon Brando, El Padrino –comentó la camarera–. ¿No serás parte de la mafia, verdad?
–No que yo sepa –respondió él, sonriendo de manera encantadora.
–Yo tomaré lo mismo que mi amigo –terció Corinne–. Y un vaso de zumo de manzana para mi hijo.
Hasta que llegó la comida, que gracias a Dios no tardó mucho, Raffaello entretuvo a Matthew ayudándolo a colorear su mantel de papel y a la vez habló con Corinne. Pero ella no contribuyó mucho a la conversación; todavía estaba demasiado nerviosa.
No había esperado que la noche fuera a desarrollarse de aquella manera, pero suponía que podía haber sido peor. Matthew estaba contento y comía al mismo tiempo que pintaba su mantel. Y, a pesar de sus dudas, Raffaello parecía estar muy cómodo.
Se preguntó cómo podía un hombre italiano tan sofisticado como él disfrutar de la experiencia de comer patatas fritas con ketchup… y cómo podía ella plantearse casarse con él. También se planteó que pronto Matthew se cansaría de portarse tan bien y comenzaría a protestar. Incluso en ese momento ya estaba retorciéndose en la silla y pidiendo que le dejaran levantarse.
–Ya se ha hartado de este lugar –comentó Raffaello al percatarse de ello.
–Me temo que sí.
–Entonces como ya hemos terminado de comer, nos marcharemos.
Rápidamente Raffaello pagó la cuenta y les guió bajo la lluvia a la limusina que les esperaba fuera.
–Este tiempo… –gruñó, ayudando a Corinne a subir al vehículo– no es civilizado.
Ella casi le responde que seguramente pensaba que ellos tampoco lo eran al ver cómo Matthew gritó cuando no le permitieron pasar por encima de la mampara que dividía la zona del conductor de la de los pasajeros. El pequeño puso sus pegajosos dedos por todo el cristal.
–Lo siento tanto, Raffaello –se disculpó ella tras lograr calmar al pequeño rebelde.
Pero pareció que aquello no alteró a Raffaello.
–Relájate, Corinne. No ha pasado nada grave.
–No me puedo relajar –admitió ella–. Quiero que te guste mi hijo.
–¿Qué hay en él que no me pueda gustar? Simplemente tiene una curiosidad de niño del mundo que le rodea. Me sorprendería si no fuera así.
Pero cuando llegaron a la casa de ellos, el comportamiento de Raffaello la desconcertó. Aunque les acompañó a la puerta principal y llevó a Matthew en brazos ya que el pequeño se negó a andar la corta distancia que había entre la limusina y la casa, se negó a entrar y rechazó el ofrecimiento de ella de probar la tarta.
–Grazie, pero no –dijo–. Tengo demasiadas cosas que hacer antes de regresar a Sicilia.
Entonces, tras darle un beso en ambas mejillas, se apresuró a marcharse.
Confundida, ella se preguntó cómo estaban las cosas en aquel momento, si la propuesta de matrimonio seguía en pie o no. Se planteó que quizá había fallado alguna prueba silenciosa que le había puesto él. Tal vez había mostrado que no era muy adecuada para ser su esposa ni para ser una madre sustituta para su hija.
Raffaello no se puso en contacto con ella ni al día siguiente ni al siguiente a éste. Sin estar segura de si sentirse insultada o aliviada, Corinne hizo todo lo que pudo para apartarlo de su mente. En realidad, toda la idea del matrimonio era absurda y se alegró de que él se hubiera dado cuenta de ello antes de que dieran otro paso más. Y si se sentía un poco decepcionada era por la leve atracción que había sentido hacia Raffaello.
Hacía mucho tiempo que no le había interesado ningún hombre. Aparentemente demasiado tiempo. Si no, ¿por qué le estaba costado tanto apartarlo de sus pensamientos?
Entonces, cuando finalmente había aceptado el hecho de que no volvería a verlo nunca más, él volvió a entrar en su vida una tormentosa tarde de enero, tres días después de su primera visita. Por lo menos en aquella ocasión la telefoneó primero para que estuviera preparada cuando fuera a su casa, lo que hizo bastante tarde.
–Ciao, otra vez –dijo al llegar, dándole dos besos en las mejillas–. He traído esto para después.
«Esto» era una botella de champán.
–¿Por qué?
–Para sellar nuestro contrato y celebrar nuestro próximo matrimonio.
Logrando contener la perturbadora emoción que le causó oír aquello, Corinne se sinceró con él.
–Pensé que te habías echado para atrás, que lo habías pensado mejor y que habías regresado a Sicilia.
–¿Sin tu hijo y sin ti? –respondió Raffaello, que parecía perplejo–. ¿No habíamos llegado a un acuerdo?
–Sí, pero…
–¿Entonces por qué supusiste que yo había cambiado de idea?
–Seguramente por la manera en la que dejaste las cosas en el aire tras tu última visita. Por la manera en la que te marchaste; dijiste que tenías asuntos de los que ocuparte. Me diste la impresión de que nosotros ya no formábamos parte de