Catherine Spencer

En Sicilia con amor


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sería un término más apropiado.

      –Entonces te sugiero que cambies de idea –contestó Raffaello sin siquiera tratar de ocultar su desagrado–. Te guste o no, Corinne está aquí para quedarse y no voy a tolerar que la trates sin respeto.

      –Lo siguiente que me vas a decir es que esto ha sido una unión por amor –dijo su madre.

      –En absoluto. Es un acuerdo al que hemos llegado en beneficio de nuestros hijos.

      –Y de ella. ¿O vas a fingir que es una mujer con recursos económicos y que no le ha influido tu riqueza y posición?

      –No. Te voy a recordar que tomaste la misma actitud cuando traje a Lindsay a casa por primera vez tras haberme casado con ella. Pero aun así, al final, lamentaste su muerte tan profundamente como cualquier otro de nosotros.

      –Lindsay te adoraba… y tú a ella. Te dio una hija y a mí me dio una nieta. ¿Qué otra cosa va a aportar esta nueva esposa tuya que no sean ganas de comodidad y de seguridad financiera?

      –Eso queda entre ella y yo.

      Malvolia se sentó en su silla favorita cerca de la chimenea.

      –Si encontrar a una mujer que te haga sentir cómodo te importaba tanto, Raffaello, te puedo nombrar por lo menos a una docena de aquí, de Sicilia, a quienes les hubiera encantado llamarse signora Orsini. Mujeres de categoría y clase, que hubieran compartido nuestras costumbres e idioma. Pero en vez de eso tú apareces con una extraña. ¿Qué la hace tan especial?

      –Ella conocía y quería a Lindsay. Será una buena madre para Elisabetta.

      Ante aquello, su madre emitió un grito en el que se mezclaban la indignación y la angustia.

      –¿Y qué pasa conmigo y con tu tía? ¿Dónde quedamos nosotras en este nuevo régimen? ¿O ya no somos útiles y debemos retirarnos de aquí?

      –Tú siempre serás la querida abuela de Elisabetta y Leonora será su tía abuela. Incluso me atrevería a decir que Corinne espera que con el tiempo encontréis un huequito en vuestros grandes y amorosos corazones para su hijo.

      La expresión de Malvolia se dulcificó ante la mención de Matthew.

      –Es un pequeño encantador, tengo que admitirlo. Te mira a los ojos de una manera muy directa. Y es cierto que a Elisabetta le vendrá bien tener un compañero de juegos de más o menos su edad. A veces pienso que pasa demasiado tiempo con mujeres mayores.

      –¿Entonces nos vamos comprendiendo?

      –Sí. Y me disculpo por los comentarios que he realizado. He sido demasiado dura y, quizá, me he apresurado en mis conclusiones. Pero tengo miedo por ti, hijo mío. Reconozco que esta mujer parece suficientemente respetable, ¿pero cuánto sabes de ella?

      –Todo lo que tengo que saber. Hubiera pensado que me conocías lo suficiente como para confiar en mi juicio y que podía contar con tu apoyo en este momento.

      –Y así es, Raffaello. Yo siempre estoy de tu parte –contestó su madre, suspirando–. Lo que significa que, en última instancia, también estoy de parte de ella.

      –Gracias –otorgó él, dándole un beso en la mejilla a Malvolia y marchándose a continuación.

      Raffaello encontró a Corinne de pie en medio del salón de las habitaciones de ambos. Se acercó a ella y, con delicadeza, le levantó la barbilla para que lo mirara.

      –¿Qué ocurre, Corinne?

      –Estoy tratando de comprender qué hago aquí.

      –¿En qué otro lugar ibas a estar, cara mia? Éste es tu nuevo hogar.

      –No, Raffaello –respondió ella con los ojos empañados–. Es tu hogar, pero jamás será el mío.

      –Si te estás refiriendo al poco amable recibimiento de mi madre…

      –Ella estaba dejando claro lo obvio… que yo no pertenezco a este lugar.

      –Sí que perteneces aquí. Eres mi esposa.

      –Califícame como quieras, pero no cambiará el hecho de que no encajo en tu casa en absoluto.

      –Eso no es cierto. Yo te veo como un enlace vital entre el pasado y el futuro. Recuerda que esto no es sobre tú y yo, y desde luego que no sobre mi madre o mi tía. Nos casamos por Matthew y Elisabetta.

      Como para recalcar lo que acababa de decir él, se oyeron unas risas de niños en el jardín.

      –Quienes obviamente se han conocido y se llevan divinamente –añadió él.

      Entonces tomó de la mano a Corinne y la guió hacia unas de las puertas francesas que había en el salón. Ambos salieron a la amplia galería que rodeaba toda la planta de arriba de la casa.

      Vieron que justo debajo de ellos, sobre el hermoso césped que había en el jardín de la villa, los niños estaban jugando con unos cachorros de perro. El cielo estaba despejado, pero hacía frío, aunque los pequeños no parecían sentirlo.

      –¿Ves, Corinne? Ya se han hecho amigos. Mira a tu hijo y dime otra vez que has cometido un error trayéndolo aquí.

      Corinne observó cómo Matthew jugueteaba sobre el césped y parte de la tensión de su cara se disipó.

      –No le había oído reírse así desde hacía mucho tiempo –admitió.

      –Seguro que eso es suficiente para disipar tus dudas, ¿no es así? ¿O te resulto tan repulsivo como marido que nada puede hacer que te sientas contenta de haberte casado conmigo?

      –No es por ti, Raffaello. Es por mí –contestó ella, mirándolo a los ojos–. Míralo como quieras, pero no hay ninguna duda de que, entre ambos, yo soy la que obtengo más beneficio.

      –Estás hablando de ventajas materiales, pero…

      –Bueno, sí –interrumpió ella, riéndose compungidamente–. ¡Por el amor de Dios, mira a tu alrededor! Los dos pisos de mi casa de Vancouver cabrían en sólo estas habitaciones y todavía quedaría sitio de sobra.

      Entonces señaló las sillas, los sofás, las lámparas y los cuadros que había en aquel salón.

      –Por no hablar de los suelos de mármol, los muebles exóticos y las invalorables obras de arte. Me has introducido en un nivel de lujo que va más allá de lo que yo sabía que existía.

      –Jamás te oculté el hecho de que tenía dinero, Corinne.

      –Pero tampoco me dejaste claro cuánto tenías.

      –No me lo preguntaste.

      –¡Nunca sería tan grosera como para preguntar algo así! –exclamó ella.

      –Exactamente –dijo él–. Me aceptaste en confianza, tal y como hice yo contigo. A eso no le puedes poner precio, así que no sigamos hablando de riqueza ni de bienes ya que no tiene nada que ver con la razón por la que estamos aquí. Por favor, apártalo de tu mente y deja que te presente a tu nueva hijastra.

      Tras un momento de vacilación, Corinne asintió con la cabeza.

      –Está bien, pero tu madre tenía razón… tengo que arreglarme un poco primero. Y gracias.

      –¿Por qué?

      –Por tomarte tu tiempo para hacerme sentir mejor y por recordarme por qué nos casamos ayer –contestó ella, sonriendo–. Por ser tú.

      Aquella sonrisa desestabilizó a Raffaello, que la acercó hacia su cuerpo.

      –La ceremonia de ayer no fue muy tradicional. No hubo tarta de boda, ni baile, ni champán… ni te tomé en brazos para pasar por la puerta de tu nueva casa, pero esto último lo puedo hacer.

      En ese momento la besó. No lo hizo de forma profunda, ni con urgencia, ni con pasión, sino simplemente como muestra de que sellaban su unión y de que ella podía