Catherine Spencer

En Sicilia con amor


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se rió ante aquello.

      –Tú has leído las cartas de Lindsay y sabes lo que quería. Lo que tú puedes hacer por mí, Corinne, es cumplir sus últimos deseos y ocupar su lugar en la vida de Elisabetta. Convertir a mi hija en la clase de mujer de la que su madre se sentiría orgullosa. No será una tarea fácil, te lo aseguro. A lo que yo te ofrezco se le puede poner un precio, pero es imposible ponerle precio a lo que tú me puedes ofrecer a mí.

      –Eres muy persuasivo, pero los hechos son los hechos; la logística hace que la idea no sea práctica.

      –Cifra una cantidad.

      –He firmado un contrato de arrendamiento por mi casa.

      –Yo lo pagaré por ti.

      –Tengo obligaciones… deudas.

      –Yo te liberaré de ellas.

      –No quiero tu dinero.

      –Lo necesitas.

      –¿Y si no te gusta mi hijo? –preguntó ella, adoptando una táctica diferente.

      –¿Crees que a ti no te gustará mi hija?

      –¡Por Dios! Es sólo una niña. Una pequeña inocente.

      –Exactamente –contestó él–. Nuestros hijos son inocentes y nosotros somos sus tutores legales.

      –Tú esperarías que yo desbaratara la vida de mi hijo y que me fuera a vivir a Sicilia.

      –¿Qué te retiene aquí? ¿Tus padres?

      En realidad no era así ya que ellos se habían desencantado de ella cuando todavía era una quinceañera. No les había gustado la idea de que su hija se convirtiera en chef.

      Pero aquello no había sido nada comparado con la reacción que éstos habían tenido cuando Joe había entrado en la vida de su hija. Incluso la habían amenazado con dejarla sola.

      –No –contestó–. Se marcharon a vivir a Arizona y rara vez nos vemos.

      –¿Estás distanciada de ellos?

      –Más o menos –respondió ella sin entrar en detalles.

      Raffaello se acercó a Corinne y le puso una mano en el hombro.

      –Entonces una razón más para que te cases conmigo. Yo tengo una gran familia.

      –No hablo italiano.

      –Aprenderás, así como también lo hará tu hijo.

      –Quizá a tu madre y a tu tía no les vaya a hacer gracia que una extraña entre en la casa para hacerse cargo de todo.

      –Tanto mi madre como mi tía accederán a mis deseos.

      ¡Raffaello tenía siempre una respuesta para todo!

      –¡Deja de darme la lata! –gritó ella, desesperada. Si no detenía a aquel hombre, terminaría accediendo a su petición por pura fatiga.

      –Ti prego, pardonami… perdóname. Estás impresionada, al igual que lo estuve yo cuando leí por primera vez las cartas de mi esposa. No puedo esperar que llegues a una conclusión en este momento… sería irrazonable.

      –Exactamente –respondió Corinne–. Necesito un tiempo para asimilar las ventajas y desventajas de todo esto y no puedo hacerlo si tú estás encima de mí.

      –Lo comprendo –concedió él, acercándose al escritorio y regresando con un sobre en el que había varias fotografías. Lo dejó sobre la mesa del café–. Quizá esto te ayude a comprender. ¿Quieres que te deje sola durante un tiempo para que veas las fotografías?

      –No –contestó ella con firmeza–. Me gustaría irme a casa para tomarme mi tiempo y decidirme sin la presión de saber que tú estás rondando alrededor.

      –¿Cuánto tiempo necesitas? Debo regresar a Sicilia cuanto antes mejor.

      –Mañana te daré una respuesta –respondió Corinne, que en realidad ya tenía una en aquel mismo momento. Pero no era la que él quería oír, así que decidió callarse para poder escapar mientras podía. Cuanto antes pusiera distancia entre ambos menos posibilidades habría de que accediera a una petición que sabía debía apartar de su cabeza.

      –Está bien –concedió Raffaello, agarrando de nuevo el sobre y metiéndoselo en el bolsillo de su chaqueta. Entonces le puso a ella su abrigo por encima de los hombros y tomó el teléfono–. Dame un momento para avisar al chofer de que ya estamos preparados.

      –No tienes que venir conmigo –dijo Corinne una vez él hubo telefoneado–. Puedo regresar sola.

      –Seguro que sí –contestó él–. Me pareces una mujer que siempre logra lo que se propone. Pero aun así te voy a acompañar.

      Ella deseó que Raffaello no fuera a acompañarla hasta su casa ya que estar durante cuarenta minutos con él en la privacidad que ofrecía la parte trasera de una limusina no garantizaba cuál sería su respuesta ante la proposición que le había hecho.

      Pero Raffaello sólo la acompañó hasta la entrada del hotel, donde esperaba la limusina. Esperó a que estuviera sentada en la parte trasera del vehículo y, en el último minuto, sacó de nuevo el sobre de su chaqueta y lo depositó en el regazo de ella.

      –Buona notte, Corinne –murmuró–. Estoy deseando tener noticias tuyas mañana.

      Capítulo 3

      CORINNE le dirigió una funesta mirada y trató de devolverle el sobre, pero éste se abrió y su contenido cayó por el asiento. Cuando hubo tomado todas las fotografías la puerta de la limusina ya se había cerrado y el chófer ya había arrancado.

      Metió el sobre con las fotografías en su bolso ya que solamente porque Raffaello le había dicho que debía aceptarlas no significaba que tenía que mirarlas. Pretendía devolvérselas por correo al día siguiente, junto con su negativa a la propuesta de él.

      Cuando por fin el chófer aparcó la limusina frente al complejo residencial en el cual vivía, se sintió embargada por una sensación de alivio. Aquello era su hogar y lo que a ella más le importaba en el mundo estaba bajo el techo de su casa. Bajó del vehículo y se apresuró hacia la puerta de entrada de su casa. Pero cuando entró, se percató de que todo estaba demasiado silencioso. Normalmente la señora Lehman veía la televisión en el saloncito que había junto a la cocina. Pero aquella noche salió a su encuentro en el vestíbulo. Llevaba las llaves en la mano, como si no pudiera esperar para marcharse. Aquello en sí ya era extraño, pero lo que consternó a Corinne fue la sangre seca y el moretón que tenía la niñera en el pómulo, justo debajo del ojo izquierdo.

      –¡Cielo santo, señora Lehman! –exclamó, dejando caer su bolso al suelo y acercándose a ella–. ¿Qué ha ocurrido? ¿Y dónde están sus gafas? ¿Se ha caído?

      –No, querida –contestó la mujer sin mirar a Corinne a los ojos–. Mis gafas se han roto.

      –¿Cómo? ¡Oh…! –exclamó Corinne, sintiendo una horrible premonición–. ¡Por favor, dígame que Matthew no es el responsable!

      –Bueno, sí, me temo que sí que lo es. Discutimos un poco acerca de la hora en la que debía acostarse y… me tiró uno de sus camiones de juguete. No ha sido hasta después de las diez cuando por fin se ha calmado.

      Corinne se sintió físicamente enferma. No podía creer el comportamiento de su hijo con aquella dulce mujer.

      –No sé qué decir, señora Lehman. Una disculpa no es suficiente –dijo, acercándose a examinar el corte que tenía la niñera. No parecía profundo, pero le debía doler–. ¿Hay algo que pueda darle? ¿Hielo, quizá?

      –No, querida, gracias. Simplemente me gustaría irme a la cama, si no te importa.

      –Entonces vamos, la acompañaré