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Verdad, historia y posverdad


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respecto a los medios de comunicación del pasado, la red implica (a) una ilusión de participación activa de los usuarios y (b) una dificultad mucho mayor con respecto a la verificación de datos.

      Comienzo por el primer punto, a partir de algunas reflexiones, aún inéditas, de mi amigo Stefano Levi Della Torre. Como se sabe, las elecciones que hacemos en la red construyen un perfil que se presta a ser manipulado a nuestras espaldas para fines comerciales o políticos. El término agency, hoy inflado, refleja una situación en la cual «actuar» significa a menudo ‘ser actuados’: por ejemplo, por parte de la entidad ficticia conocida como social bots —bot sociales o socialbots, capaces de «generar mensajes automáticamente» que, a menudo, se encuentran en el origen de las fake news—. Extraigo esta noticia de la entrada «social bots» en Wikipedia. En ella se afirma que «al día de hoy los social bots pueden generar personas de Internet convincentes —una expresión que comentaré en breve— con capacidad de influenciar en personas de carne y hueso». El rol de los social bots en la elección de Donald Trump se menciona en un contexto abiertamente crítico. Se afirma que algunos social bots «imitan individuos reales», al difundir desinformación o propaganda terrorista. En este terreno envenenado prosperan los complots, verdaderos o imaginarios (el más reciente, QAnon, pretende develar un complot, probablemente ficticio, contra la administración Trump). La mentira revela, o finge develar, la mentira.

      El contexto electrónico es nuevo; los actores, verdaderos o falsos, son antiguos. Antigua es la idea del complot, verdadero o imaginario (casi siempre uno imaginario esconde uno verdadero; sobre este tema, véase Ginzburg, 1991). Antiguo es el término persona, que en latín significa ‘máscara’ y, en el contexto contemporáneo que acabo de mencionar, un ‘individuo ficticio’. Y el término «ficticio» inmediatamente hace pensar en la fictio del derecho romano, procedimiento sobre la base del cual se decretaba tomar como verdadera, para los fines propios del derecho, una proposición que no es verdadera en relación con la realidad (al respecto, véase Galgano, 2010). Pero la ficción funcionaba, producía una realidad nueva. Una vez más, nos enfrentamos a una trama de lo nuevo y lo antiguo —incluso si los social bots, y entidades similares, actúan fuera de la ley—.

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      Como ya mencioné, la red nos permite acceder de manera muy rápida a una cantidad enorme de datos que es muy difícil verificar. Con esto llego al tema central de este libro: la construcción de las narraciones en las ciencias humanas. El reclamo de la historiografía, desde Heródoto en adelante, de elaborar narraciones verdaderas debe, hoy, arreglar cuentas con un contexto —aquel registrado con el término «posverdad»— en el que los «hechos objetivos» tienden a importar menos, y quizás cada vez menos. Los eventos de los últimos años han puesto en evidencia cuáles fueron las implicaciones cognitivas, políticas y morales del escepticismo posmoderno, el cual defendía la imposibilidad de distinguir entre narraciones verdaderas y ficticias. He polemizado por años contra estas posiciones escépticas, no pretendo volver sobre este punto. Repetiré solo lo que he escrito hace tiempo: incluso si las respuestas dadas por los escépticos posmodernos no resultan interesantes, las preguntas que formulan permanecen (Ginzburg, 2006, p. 9). Sobre todo, queda un hecho ineludible: la imbricación de narraciones verdaderas y falsas —incluso si las unas deben distinguirse de las otras, los intercambios entre ellas no son eliminables—. Los historiadores no pueden prescindir de la narrativa y sus técnicas ni siquiera cuando trabajan con estadísticas o imágenes. La narración es comparable a un experimento que permite ir mucho más allá de la experiencia, pues condensa tiempos y espacios, y toma distancia de la realidad para llegar a conocerla mejor.

      De la realidad que nos rodea forman parte la red y la enorme cantidad de datos a los cuales esta nos permite ingresar. ¿Existen modos de usar las redes sin sentirse abrumado? Es una pregunta que afecta a todos. Intentaré dar una respuesta a partir del trabajo que realizo, el del historiador. Propondré una estrategia que permita, por un lado, el control de datos, dentro de ciertos límites; y, por otro lado, la generalización, tal vez de forma hipotética. Esta estrategia tiene un nombre: el estudio de casos (en inglés, case study). Reflexionaré sobre la potencialidad de este género (que la historiografía comparte con la medicina, el derecho, la teología) a partir de un caso específico: el mío. Espero poder mostrar que este ejercicio autobiográfico usa el narcisismo como medio, no como fin.

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      Mi primer libro, I benandanti (en español, titulado también Los benandanti, los buenos caminantes) fue publicado en 1966. La traducción al inglés, titulada The Night Battles. Witchcraft and Agrarian Cults in the Sixteenth and Seventeenth Centuries, fue publicada en 1983, con una introducción de Eric Hobsbawm. Treinta años después, en el año 2013, la editorial Johns Hopkins University Press me invitó a escribir un nuevo prólogo. Aproveché para reflexionar sobre la trayectoria que me había llevado a estudiar los procesos de brujería.

      Mi primer ensayo, publicado en 1961, analizaba un juicio de la Inquisición de principios del siglo XVI contra una campesina de Módena, Chiara Signorini, acusada de ser una bruja. Al final del ensayo escribí lo siguiente: «El caso de Chiara Signorini, incluso en sus aspectos irreductiblemente individuales, puede adquirir un significado un tanto paradigmático» (Ginzburg, 1986b, p. 28; véase también Boucheron, 2014, p. II).

      En 2013 comenté este pasaje así:

      Hoy, cinco años después, intentaré formular una respuesta, tratando de explicar —en primer lugar, a mí mismo— las raíces de mi interés precoz por los casos.

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      A finales de la década de 1950, cuando comenzaba a trabajar sobre procesos de brujería, la palabra «caso» evocaba para mí dos nombres: Sherlock Holmes y Sigmund Freud. Había leído, traducidos, las historias de Conan Doyle y los casos clínicos de Freud. La idea de que un caso, analizado en profundidad, pudiese revelar algo que un razonamiento de carácter general no podría captar me había impactado profundamente. Esta pasión por el indicador particular se fortaleció posteriormente por el encuentro con la obra de dos grandes filólogos que se ocupan de novelas, Leo Spitzer y Erich Auerbach.

      Historias y novelas, psicoanálisis, crítica literaria: todo ello me acercó a la investigación histórica, moviéndome desde muy diferentes tipos y formas de conocimiento; en cada uno de ellos el caso formaba una parte importante. Respecto de la historia en cuanto «disciplina» (un término con matices coercitivos que no me ha gustado nunca), me he sentido durante mucho tiempo en una posición marginal: un sentimiento que no es nada desagradable. En 1979 traté de reflexionar sobre esta marginalidad y sus implicaciones en el ensayo «Spie. Radici di un paradigma indiziario», el cual fue traducido casi inmediatamente al español con el título «Señales, raíces de un paradigma indiciario» (Ginzburg, 1979).

      Había partido de tres individuos, dos reales y uno imaginario: Giovanni Morelli, Sigmund Freud, Sherlock Holmes. Aquello que los unía era la búsqueda de indicios, un tema que traté de insertar en una perspectiva histórica muy larga. Edgar Wind, en un ensayo incluido en su libro Art and Anarchy (1963), y Enrico Castelnuovo, brillante historiador del arte y querido amigo mío, en una entrada de la Enciclopedia universal dedicada a la «Attribution» (1968), llamaron mi atención sobre Morelli. Freud, en una nota a pie de página del ensayo sobre el Moisés de Miguel Ángel (en un primer momento publicado de manera anónima), había declarado su deuda intelectual con los escritos del connoisseur italiano Giovanni Morelli, autor de una serie de textos en alemán firmados con un pseudónimo pseudorruso (Ivan Lermolieff). Según Morelli, lo que distinguía los cuadros originales de los grandes pintores del pasado de las copias, quizás contemporáneas, eran detalles mínimos, realizados de manera descontrolada, sin darse cuenta: orejas, uñas (figura 3).