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Verdad, historia y posverdad


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literario, ciertamente no. Y, sin embargo, en esas narrativas reencontramos un elemento que está en el centro de lo que llamamos literatura: hablar de un fragmento (quizás minúsculo) de la realidad como si se tratara de un mundo, de hecho, del mundo. De manera similar, un caso implica por definición una serie, una comparación, una generalización implícita —incluso si se trata de una anomalía, de un caso que no está dentro de la norma—.

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      En italiano, una única palabra, caso, corresponde a dos palabras: ‘casualidad’ y ‘caso’. Detrás de esta homonimia existe una etimología común que remite al verbo en latín cadere —en español, ‘caer’—. La convergencia de los dos términos en italiano siempre me ha intrigado. Del caso y de la parte que este lleva a cabo en la investigación rara vez se habla. Pero no me cansaré de recordar aquello que una vez escribió un gran historiador de la literatura italiana, Carlo Dionisotti: «Por casualidad, o sea por la norma que preside en la búsqueda de lo desconocido» (véase Ginzburg & Prosperi, 1975, p. 125).

      Naturalmente, el caso no actúa solo —es decir, por otra parte, está quien investiga, que puede reaccionar ante el caso o ignorarlo—. Pero el caso se puede multiplicar, por ejemplo, al decidir vagar por los catálogos sin una idea precisa. En la era de los catálogos electrónicos, y de Google, la multiplicación del caso se ha convertido en un instrumento muy potente, siempre que se sepa cómo usarlo (Ginzburg, 2001). Aquí me limitaré a un único ejemplo que muestra cómo la casualidad puede ponerse al servicio del informe de caso.

      Hace más de diez años me había puesto a trabajar sobre Voltaire y, más precisamente, sobre las páginas de las Lettres philosophiques que se ocupan de la Bolsa de Londres. Había llamado mi atención sobre estas páginas el comentario de Erich Auerbach en su gran libro Mimesis (2013, pp. 401-413). Para describir su método, Auerbach había hablado, refiriéndose a Vico, de «perspectivismo» (1948). Me había propuesto poner en perspectiva a Auerbach, quien había puesto en perspectiva a Voltaire: un experimento en miniatura sobre la lectura y sus complejidades. En este punto se me ocurrió la idea de combinar este juego de cajas chinas con otro juego, al que me dedicaba de vez en cuando: buscar una palabra al azar en el catálogo de la UCLA, donde por entonces enseñaba, para ver qué surgía. Decidí buscar en los catálogos todas las palabras del primer párrafo del incompleto (y póstumo) Traité de métaphysique de Voltaire: un texto también elegido casi por casualidad (Voltaire, 1961, pp. 159-160). ¿Con qué propósito? Si mal no recuerdo, me propuse reconstruir el horizonte de espera para los lectores de Voltaire. Un propósito absurdo: sobre Voltaire y su público la documentación era inmensa; la mía hubiera sido una auténtica pérdida de tiempo.

      Al inicio del Traité de métaphysique, Voltaire reelabora uno de sus temas preferidos: un ser proveniente del espacio llega a la tierra y describe lo que encuentra en la región donde ha caído, la Cafrérie (lo que es hoy Sudáfrica). Voltaire continúa con una variación sobre el tema del alejamiento, aquí con un matiz racista (que no es inusual en él). Después de haber visto «des singes, des éléphants, des nègres, qui semblent tous avoir quelque lueur d’une raison imparfaite (monos, elefantes, negros, que parecen tener algún atisbo imperfecto de razón imperfecta)», el ser venido del espacio concluye lo siguiente:

      L’homme est un animal noir qui a de la laine sur la tête, marchant sur deux pattes, presque aussi adroit qu’un singe, moins fort que les autres animaux de sa taille, ayant un peu plus d’idées qu’eux, et plus de facilité pour les exprimer (El hombre es un animal negro que tiene lana sobre la cabeza, camina en dos patas, casi tan diestro como un mono, menos fuerte que otros animales de su tamaño, tiene algunas ideas más que ellos y más facilidad para expresarlas) (1961, pp. 159-160).

      Busqué en el catálogo la palabra Cafrérie, pensando que un nombre propio me habría dado un menor número de respuestas. No salió ninguna. Intenté entonces con un término cercano, Cafres. Aparecieron en la pantalla siete respuestas, cuatro de las cuales se referían a un único nombre, para mí desconocido: Jean-Pierre Purry. Uno de sus textos listados estaba inmediatamente accesible en los estantes, a pesar de su temprana fecha de publicación, porque, como descubrí luego, había sido fotocopiado y encuadernado. El título me intrigó: Mémoire sur le païs des Cafres, et de la Terre de Nuyts: par raport à l’utilité que la Compagnie des Indes Orientales en pourroit retirer pour son commerce (Purry, 1718).

      Pocos minutos después estaba ojeando el librillo. Fue el inicio de una investigación que duró un par de años, y que plasmé en un ensayo titulado «Latitude, Slaves, and the Bible: An Experiment in Microhistory» (2005, p. 683). Rápidamente resumo el tema. Jean-Pierre Purry, calvinista, nacido en Neuchâtel en 1675, tuvo una vida de aventurero: sus proyectos de colonización, inspirados en la Biblia, lo llevaron a Ciudad del Cabo, a Batavia en los Países Bajos, a Carolina del Sur. Murió en 1736, en la ciudad que había fundado y que llevaba su nombre: Purrysburg. Hace algunos años visité lo que quedaba: un cementerio medio destruido, sepultado en la oscuridad del bosque.

      En el ensayo me pregunté si un caso individual, investigado en profundidad, puede conducir a resultados teóricamente relevantes. A esta pregunta di una respuesta afirmativa. Partí del caso de Purry para establecer un diálogo entre Max Weber y Karl Marx sobre las formas en que estos pensadores habían abordado el problema de la colonización y sobre lo que estaba ausente en el uno y en el otro (en el caso de Weber, la violencia; en el caso de Marx, la religión). Al final del ensayo, cité un pasaje de Proust:

      Los ingenuos se imaginan que las grandes dimensiones de los fenómenos sociales son una excelente oportunidad para penetrar profundamente en el alma humana; deberían entender, en cambio, que solo al sumergirse en las profundidades de un individuo estarían en capacidad de conocer esos fenómenos (Proust, 1959, p. 330; el pasaje es citado por Orlando, 1995, p. 21).

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