del octavo descripto más arriba. (81) Los dos lados de una hoja de pergamino, si bien estaba tratada, pulida y estirada, acarreaban la historia del animal del cual provenía: el lado con “pelo” era visiblemente más oscuro y pecoso por las pintas de los pequeños folículos (véase figura 4). (82) Al fragmentar los manuscritos en esas secciones más pequeñas, varios copistas podían trabajar en el mismo volumen en forma simultánea, lo cual aceleraba el proceso pero multiplicaba la posibilidad de incurrir en errores, dado que cada cuaternión tenía que estar alineado en apariencia y contenido con los demás en el libro terminado. Para que la escritura fuera prolija y uniforme, los copistas presionaban o trazaban renglones y márgenes en cada página. La disposición provenía de una fuente conocida: los rollos y códices romanos, que tenían dos columnas justificadas por página que resultaban eficientes para la lectura y placenteras para el ojo.
Los copistas transcribían el texto que tenían frente a ellos con una pluma de ganso en una mano y una cuchilla en la otra, que utilizaban para sostener las páginas abiertas, sacar punta y raspar los errores. Escribían en un tipo de letra mayúscula conocida como uncial, desarrollada a partir del estilo romano, pero con los extremos redondeados. (83) Ese estilo de escritura persistió en los textos religiosos a lo largo del siglo VIII, cuando Carlomagno encargó una letra minúscula más legible para estandarizar la escritura de los manuscritos. Esa letra, conocida como carolingia, por asociación a dicho reino, permitía una escritura mucho más rápida, de modo que los copistas podían producir con mayor rapidez y responder mejor a la creciente demanda de libros. (84) Para el siglo XIV ya había aparecido en Europa la letra gótica en una variedad de estilos regionales de los cuales provienen nuestras primeras tipografías, un tema al que volveremos en el capítulo 2.
Una vez que un cuaternión estaba terminado y chequeado por un corrector pasaba al rubricador, quien seguía con la tradición egipcia de embellecer los pasajes importantes con tinta roja. En esta instancia se agregaban los títulos, las iniciales de cada capítulo y los encabezados. Si el manuscrito era importante o lo había encargado un mecenas adinerado, el texto pasaba, luego de ser rubricado, al iluminador, que embellecía e ilustraba los márgenes con sus dibujos. El iluminador trabajaba principalmente con pigmentos azules y rojos y dorado a la hoja, con los que adornaba la letra inicial de cada pasaje (a veces incluso pintaba pequeñas escenas en torno a la mayúscula para decorar las letras, llamadas iniciales historiadas), también decoraba los bordes de cada página e introducía ilustraciones que representaban los temas del texto (véase figura 4). Dicho método fue utilizado hasta el siglo XV, cuando alcanzó el máximo esplendor, dado que un diez por ciento de los manuscritos que se producían eran iluminados. (85)
Uno de los manuscritos iluminados más famosos, el Libro de Kells irlandés (ca. 800 e. c.), demuestra tanto la técnica virtuosa como las innovaciones introducidas por los copistas de las islas británicas: una elegante letra uncial, iniciales con elaborados decorados y, más importante aún, el espaciado entre las letras. (86) Los cuatro evangelios y los textos preliminares en latín están escritos con tintas de diversos colores (además del negro estándar) y están más densamente iluminados que cualquier evangelio de aquel período que haya llegado hasta nuestros días. El Libro de Kells es probablemente el trabajo de al menos tres copistas y refleja el nivel de complejidad del proceso de transformación que hacía de un manuscrito un producto tan costoso y manufacturado con tanta precisión. (87) Consta de 340 folios de vitela profusamente iluminados y diez ilustraciones a página entera, además de motivos entrelazados que imitan ornamentos metálicos de la cultura celta, puntos rojos que evocan la tradición romana e ilustraciones cuya influencia se remonta a la iconografía bizantina, armenia y mediterránea. (88)
Dada su gran dimensión (desafortunadamente fue recortado a unos 33 × 23 centímetros para ser reencuadernado en el siglo XIX) y su aspecto suntuoso, es posible que el Libro de Kells haya sido un libro de altar utilizado en ocasiones especiales por un lector que seguramente sabría el texto de memoria. Es probable que fuera un libro para ser visto y escuchado más que para ser leído, lo cual se evidencia por una serie de erratas en el texto, que incluye palabras que faltan, fragmentos repetidos e ilustraciones agregadas para cubrir errores. (89) Aquellos tomos tan voluminosos requirieron de un importante desarrollo en la encuadernación del siglo VII: el uso de cuerdas resistentes o de correas de cuero, que atravesaban las tapas y recorrían el lomo del libro, al que estaba cosido cada cuaderno. Ese tipo de encuadernación reforzada, que se perfeccionó en el siglo XVII, continúa siendo el procedimiento estándar tanto en la reparación como en la producción de libros de lujo.
Fig. 4. Página de un breviario italiano de artista desconocido. Las pintas que se observan en la esquina superior izquierda son folículos de pelo. Inicial V: El descenso del Espíritu Santo, 1153. Pintura al temple, dorado a la hoja, pintura dorada y tinta sobre pergamino. Hoja: 19,20 × 13,20 cm. La imagen es cortesía del J. Paul Getty Museum, Los Ángeles, obtenida a través del programa de contenido abierto.
Cambios en la lectura y la escritura
La forma y el estilo de aquellos primeros manuscritos reflejan las prácticas de lectura de su época y las necesidades para las cuales fueron diseñados. En la era del manuscrito, la lectura era una práctica muy diferente al estado privado de meditación que experimentamos hoy. Un monje no leía en silencio frente a un escritorio, o reclinado en la cama o en tránsito de un lugar a otro. Lo más probable es que algún hermano que pudiera leer de corrido leyera frente a todos, o que leyera en voz baja estudiando un texto en latín. Cuando viajaba a otros monasterios a consultar sus volúmenes encontraba los códices encadenados a los atriles, de modo que aquellos valiosos documentos no desaparecieran. Para poder copiar el libro había que llevar a cabo la enorme tarea de deslizar todos los volúmenes adyacentes de la barra de metal a la que estaban aferrados para que el monje pudiera extraer el que necesitaba y llevarlo a un escritorio en el cual realizar el copiado. Aquellas encuadernaciones encadenadas siguieron utilizándose hasta el siglo XVIII y son emblemáticas del lugar que ocupaba el códice en la vida cultural y en la religiosa. Cada libro era un objeto único que había sido forjado con muchísimo esfuerzo para ser aprovechado por un grupo muy limitado de personas.
La lectura había sido, desde el período helenístico, una práctica oral, lo que se reflejaba en la propia escritura. La escritura de los rollos griegos era continua, o scriptio continua, es decir sinespaciosentrelaspalabras, no diferenciaba mayúsculas y minúsculas y había un uso escaso de puntuación, lo cual requería de una lectura en voz alta. Según explica Paul Saenger, curador de libros raros de la Biblioteca Newberry de Chicago y académico especializado en prácticas de lectura medievales, la escritura continua no hubiera podido desarrollarse sin la introducción de las vocales por parte de los griegos, lo cual permitía a los lectores separar en sílabas y retenerlas en la memoria mientras el ojo recorría el texto. (90) Mientras que el griego se escribía de derecha a izquierda, al igual que el fenicio, los romanos desarrollaron un sistema para acelerar la lectura que alternaba la dirección entre línea y línea, lo cual permitía la lectura continua de derecha a izquierda y luego de izquierda a derecha, y así sucesivamente. Esta forma, llamada bustrofedón, por el sistema de arado, les permitía al granjero, al escritor y al lector recorrer el campo sin levantar sus instrumentos, lo cual sugiere que seguramente sería mucho menos incómodo de lo que hoy creemos.
Si bien hoy nos puede parecer un sistema extraño, la escritura continua no era una construcción para nada ingenua, sino una elección, tal como lo demuestra el hecho de que los romanos descartaron su sistema de puntuación en el primer siglo para adoptar el modelo griego. Dicho sistema estableció la alfabetización como un ámbito de una elite culta, ya sea que hubiera sido educada desde una edad temprana y logrado dominar la correcta identificación e inflexión de cada texto, o que tuviera los medios para contratar a un lector profesional. Proporcionó, asimismo, un ámbito para la lectura compartida, en el cual los textos difíciles ofrecían un espacio para el debate. (91) En la Grecia antigua la literatura era principalmente una actividad social, que reunía al público para apreciar representaciones de poesía épica y drama. La épica contiene las marcas de aquella oralidad: se vale de la repetición, de las fórmulas de imágenes, de la métrica y la rima como apoyos mnemotécnicos para los intérpretes. (92) El término