Amaranth Borsuk

El libro expandido


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cuero durante el primer siglo de la era común, un proceso que muy probablemente haya comenzado con el uso de pequeñas libretas de pergamino o membranae. (67) Horacio (ca. 65-8 a. e. c.) menciona que se utilizaban para escribir borradores tanto en Sátiras como en Arte poética, lo cual sugiere que el conjunto de páginas plegadas proporcionaba una alternativa más liviana a la tablilla de cera para componer textos más largos antes de llevarlos a los rollos de papiro. (68)

      Aquel agrupamiento de hojas plegadas ofrece el concepto esencial a partir del cual se desarrolló el códice en la era común, aunque se desconoce quién fue el inventor de la forma. Algunos de nuestros códices más antiguos fueron elaborados entre los siglos I y IV. Se trataba de hojas de papiro o pergamino plegadas, envueltas en cuero y cosidas con una vuelta de hilo sobre el pliegue (una técnica que hoy conocemos como costura a caballete). Cada uno usaba un método ligeramente diferente para producir un cuadernillo [quire] o agrupamiento de páginas plegadas (véase figura 2). (69) Una hoja puede plegarse en diversos tamaños y su denominación se basa en la cantidad de hojas más pequeñas que resultan de ese plegado: folio (dos hojas, cuatro páginas), cuarto (cuatro hojas, ocho páginas), octavo (ocho hojas, dieciséis páginas), dieciseisavo (dieciséis hojas, treinta y dos páginas), etcétera (véase figura 3). Dicha denominación es utilizada por los bibliólogos para describir el tamaño de un libro. La agrupación de papiros consistía en folios anidados, es decir, hojas plegadas al medio siguiendo la dirección del grano que, por ende, tenían la misma altura que el rollo de papiro. Las agrupaciones de pergaminos, no obstante, se hacían a partir de cueros de distintos tamaños y, dada la maleabilidad del material, podían plegarse y cortarse varias veces antes de la encuadernación. El más común de los formatos era el octavo, que se lograba agrupando cuatro folios anidados. De allí proviene la denominación “cuaderno”. (70)

      Las páginas resultantes de una hoja grande plegada se denominan intonsas, porque todavía están unidas. Una vez que las intonsas se cortan por los pliegues, las páginas se denominan hojas, cada una con dos lados: recto (lado frontal) y verso (lado posterior). Dicha denominación proviene de los nombres que los romanos les asignaban a los lados de un rollo de papiro: el recto para el interior con reglones horizontales, que era el lugar correcto para escribir, y el verso folium para la “página curvada” del reverso del rollo. (71) Al ver un códice abierto, la página de la izquierda es siempre el verso y la página derecha, el recto.

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      Fig. 3. Plegado de una hoja y tamaños de libro resultantes. Ilustración de Mike Force para Lightboard basada en A. W. Lewis (1957) Basic Bookbinding, Nueva York, Dover, p. 9.

      Aquel sencillo formato en el cual una hoja se plegaba para formar un cuaderno tuvo un rol importante en el mundo editorial europeo entre los siglos XVI y XIX, una época en la cual los libros eran bienes de lujo y vendedores ambulantes, conocidos en inglés como chapmen, pregonaban esos folletos económicos a las masas. (72) Esos libritos [chapbooks], que podían tener entre cuatro y veinticuatro páginas, aún hoy cumplen un importante rol en las pequeñas editoriales, ya que permiten la posibilidad de publicar colecciones de poesía compactas y poco costosas.

      Vale la pena repetir que el advenimiento del códice no significó la desaparición del rollo: el rollo y el códice de pergamino y de papiro coexistieron durante varios siglos en la cultura romana. La evidencia arqueológica indica una declinación paulatina en la cantidad de rollos a partir del tercer siglo, con un incremento en la cantidad de códices hasta que ambos alcanzaron una paridad entre los siglos III y IV. (73) Entre los libros sobrevivientes de aquel período se encuentran algunas obras de Homero y de Platón, así como tratados de medicina y de gramática, lo cual sugiere que se empleaban en educación. Cada uno tiene por lo general una extensión de solo uno o dos rollos, lo cual evidencia que el formato predominante había establecido en el imaginario de los lectores algún concepto sobre la duración promedio de un libro. Para dar el salto de la libreta estilo folleto al códice tal como lo conocemos, era necesario desarrollar un tipo de encuadernación que pudiera sostener varios cuadernos juntos de manera firme. El ejemplo más antiguo que ha llegado a nuestros días en forma completa, el códice Mudil, un salterio del siglo cuarto descubierto en una tumba egipcia en 1984, revela las raíces romanas del libro cosido: los treinta y dos cuadernillos están sostenidos por tapas de madera cosidas con cuero. (74)

      La tradición del manuscrito

      El libro encuadernado por el lomo tal como lo conocemos hoy sirve a las necesidades que hemos visto hasta ahora. Es portátil y durable, es de fácil referencia y las páginas de bajo costo permiten que se pueda escribir a ambos lados. A diferencia del rollo, no se necesitan las dos manos para mantenerlo abierto y, al igual que la tablilla, se puede dejar abierto sobre una superficie para consultar con facilidad. Pero quizás su difusión se deba fundamentalmente no a lo que es, sino a lo que no es: un rollo como el que se utilizaba para las escrituras hebreas (la Torá) y textos religiosos paganos. El ensayista e historiador del libro Alberto Manguel sostiene que los primeros cristianos recurrían al códice para transportar clandestinamente los textos prohibidos por los romanos. (75) Aquella diferenciación cumpliría un importante rol en el auge del cristianismo en la era común, dado que cristianos y judíos seleccionaban el tipo de encuadernación para sus tratados religiosos de modo de reforzar su distinción (los monjes incluso encuadernaron la Septuaginta en un códice para poder incorporarla a las bibliotecas monásticas, lo cual sugiere hasta qué punto estaba internalizada esa distinción). (76)

      Fue a través del auge del cristianismo que la producción del códice se expandió en Occidente, en la forma de manuscritos monásticos. En el siglo VI, cuando los primeros monasterios establecieron el catolicismo en Italia, San Benito de Nursia dictaminó una regla que establecía que los monjes benedictinos debían leer a diario, completar un libro durante la cuaresma y llevar libros en sus viajes para leer y analizar en cada descanso. (77) El énfasis puesto en la alfabetización y la lectura llevó a un gran crecimiento en la producción de libros dentro de los monasterios, cada uno de los cuales tenía su propia biblioteca y un scriptorium para copiar los textos a mano. Allí trabajaban copistas, correctores, calígrafos y rubricadores, que producían códices para la venta o el intercambio con otros monasterios, especialmente para que otros monjes pudieran consultarlos. Los monasterios monopolizaron la producción de libros hasta el siglo XIII. De hecho, cuando uno imagina los primeros libros, la primera imagen que probablemente se le venga a la cabeza sea de los manuscritos iluminados que allí se producían. Aquellas producciones ornamentadas incluían tanto textos cristianos como antiguas obras griegas y romanas, copiadas y recopiadas por escribas que no necesariamente se habían ofrecido a hacer el trabajo de preservar y diseminar la literatura.

      Los monjes copistas no estaban, de hecho, muy contentos con aquella tarea. Mientras sus hermanos trabajaban el campo o viajaban, ellos pasaban seis horas por día encorvados sobre una hoja en un frío scriptorium, sufriendo dolores de espalda y de cabeza, pérdida de visión y calambres, desaprovechando las horas de luz del día, ya que trabajar de noche hubiera implicado el uso de velas, que eran caras y peligrosas cerca de los materiales altamente inflamables que utilizaban. (78) Los copistas trabajaban en silencio, comunicándose mediante señas si necesitaban materiales o simplemente si querían compadecerse de su trabajo, lo cual a veces hacían en los márgenes de las páginas sobre las que trabajaban, escribiendo quejas con tinta entre las glosas del texto, por ejemplo la siguiente, que parece el ruego de un niño en la escuela: “San Patricio de Armagh, líbrame de la escritura”. (79) No era necesario que los copistas supieran el latín, griego o hebreo que transcribían, ya que los correctores, que conocían la lengua, aseguraban la calidad del trabajo. (80) A algunas tareas del scriptorium las podía realizar el laicado, como la caligrafía, la rubricación y la iluminación. Como vemos, la producción de manuscritos requería de una gran cantidad de personas para la confección de un solo libro, y conllevaba un proceso de elaboración de muchísimas horas de trabajo. El trabajo y el costo de cada manuscrito encuadernado con tapas de madera o de cuero, a veces con incrustaciones de piedras preciosas o filigranas y decorados con colores estridentes y dorado a la hoja, se observa en cada una de las páginas.

      Los copistas trabajaban con grupos de cuatro folios de pergamino, llamados por los bibliólogos quaternions o cuaterniones (de donde proviene