Debbie Macomber

Un mar de amor


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se debatía entre el dolor y el placer. Poco a poco este último venció al dolor. Riley se movía lentamente dentro de ella. Al final la joven sintió por primera vez una explosión inenarrable que elevaba su cuerpo por encima de la cama una y otra vez.

      Riley la abrazó largo tiempo. Acarició suavemente la cabeza de la joven y eliminó la humedad que había en sus ojos. Quería preguntarle muchas cosas, pero no lo hizo. Se limitó a abrazarla y eso fue más que suficiente.

      Hannah se durmió y cuando despertó estaba helada. Riley la arropó con las mantas y la atrajo hacia sí.

      —¿Por qué? —preguntó impaciente.

      Hannah no podía explicarlo con palabras. Volvió a besarlo.

      —Eso no explica nada —dijo Riley.

      —Lo sé —respondió la joven.

      No tenía respuestas. La sensación de vacío la invadió de nuevo y para calmarla volvió a besarlo. Él quería respuesta, no besos, pero pronto el deseo se antepuso a todo y le hizo el amor por segunda vez.

      Hannah se despertó al amanecer. Se sintió culpable y se recriminó por su comportamiento. Salió sigilosamente de la habitación. Ésa fue la última vez que vio a Riley Murdock.

      Se quedó en la cama con los ojos abiertos mirando al techo. Había llegado el momento de saber la verdad. Hacía una semana que había comprado un test de embarazo en la farmacia y lo había escondido debajo de una revista hasta llegar a la caja. Ahora estaba en el cajón de su ropa interior.

      Siguió las instrucciones cuidadosamente y esperó los quince minutos más largos de su vida para conocer el resultado.

      Positivo.

      Estaba embarazada. Según sus cálculos, estaba de casi tres meses. ¡Dios mío! ¿Qué podía hacer? Hannah no tenía ninguna respuesta. Si su madre viviera tal vez podría haber confiado en ella y seguir su consejo. Pero su madre había muerto cuando ella tenía trece años.

      Puso un asado en el horno y esperó a que su padre regresara de la iglesia. A las doce y media entró por la puerta de atrás y sus ojos se iluminaron cuando la vio sentada a la mesa de la cocina.

      —¿Así que te sientes mejor?

      Hannah le dirigió una débil sonrisa y apretó las manos sobre su regazo.

      —Papá —susurró sin mirarlo a los ojos—. Tengo algo que decirte.

      Capítulo 2

      RILEY Murdock había estado de un humor de todos los diablos durante casi tres meses. Había hecho todo lo que estaba a su alcance para localizar a la misteriosa Hannah y se maldijo a sí mismo mil veces por no haberle preguntado su apellido.

      Si la hubiera encontrado, no sabía qué le hubiera hecho. Estrangularla le parecía una buena idea. Esa joven lo había vuelto loco desde el primer momento en que tropezó con él en la acera durante el festival de Seattle.

      Cuando se despertó aquella mañana y vio que ella se había marchado se había sentido desolado y se recriminó su actitud. Después se puso furioso. Las semanas siguientes su rabia no disminuyó. No sabía a qué jugaba ella pero por todos los medios trató de saberlo.

      Si había alguien a quien culpar de este fracaso, Riley sabía que era él. Desde el principio supo que ella no era como las demás mujeres que frecuentaban los bares de los muelles. La historia que le había contado sobre dos hombres que la seguían era verdad. Ella estaba realmente asustada, temblando de miedo. La mirada de sus ojos, de sus preciosos ojos grises, no podía ser simulada. Riley no sabía por qué se había dirigido a él. Aquella joven estaba llena de sorpresas.

      Si se asombró por el hecho de que ella se hubiera sentado a su mesa, debió de ser un buen candidato para un trasplante de corazón al descubrir que era virgen. Mientras más vueltas le daba a lo que había pasado entre ellos, no podía explicárselo.

      Ella se le había acercado. Fue la primera en besarlo. ¡Demonios! Prácticamente lo había seducido. Seducido por una virgen. Debería haberse dado cuenta. En lugar de eso había tenido que enfrentarse a su increíble sentido de culpa. Si tan sólo no hubiera desaparecido sin explicarse. La ira se apoderaba de él cada vez que recordaba aquella mañana cuando al despertar se encontró con que ella había desaparecido. A punto estuvo de destrozar al encargado de la recepción para que le diera noticias de ella. Pero nadie la había visto marchar.

      Riley todavía se culpaba. Temía que la hubiera asustado tanto que escapó aterrorizada. ¿La habría lastimado? Era tan frágil, tan pequeña… Todo lo que podía hacer era golpear la pared con sus puños cada vez que recordaba su fugaz encuentro, y eso era cada maldito minuto del día. ¿Qué habría sido de ella? ¿Estaría enferma? ¿Sola? ¿Asustada? ¿Embarazada?

      Él había mantenido el control hasta que ella lo había besado. Recordaba la dulzura y timidez con que lo había hecho, sus labios con sabor a algodón de azúcar. Era cálida y delicada. Pero eso no era sólo lo que le atormentaba. Su fragancia continuaba obsesionándole. No era un perfume comercial. Sólo podía describirlo como si caminara por un campo de flores silvestres que le llegaran a la cintura.

      La joven había irrumpido en su vida removiendo todos sus sentidos, y después, sin una palabra, se había desvanecido, dejándolo en medio de la confusión y la amargura.

      ¡Maldición! Había empleado demasiado tiempo y energía tratando de encontrarla. Regresaría a su vida ordenada y se olvidaría de esa joven, algo que probablemente ella ya habría hecho.

      Si tan sólo pudiera olvidarla…

      —Papá — suplicó Hannah suavemente y contuvo los sollozos—. Di algo.

      La verdad estaba dicha y Hannah esperaba el estallido de ira que merecía.

      Para su sorpresa, su padre no dijo nada. Se sentó en su silla, los ojos muy abiertos, aunque sin mirarla, y la cara carente de expresión. Se incorporó trabajosamente, como si hubiera envejecido de pronto, y salió por la puerta de atrás sin decir palabra.

      Hannah lo siguió con los ojos llenos de lágrimas. Su padre atravesó el césped y entró en la antigua y blanca iglesia. Hannah esperó quince minutos y lo siguió. Lo encontró arrodillado delante del altar.

      —Papá —susurró como una niña asustada.

      Estaba asustada. No por lo que él pudiera decir o hacer, sino por las complejas circunstancias que rodeaban su embarazo.

      George Raymond abrió los ojos y se incorporó apoyando la mano sobre su rodilla. La miró y trató de sonreír en un débil intento de consolarla. La tomó de la mano y juntos se sentaron en uno de los bancos.

      La joven trataba de contener las lágrimas. Lo que había hecho era una irresponsabilidad. Motivada por su angustia se había rebelado contra todo lo que le habían enseñado, una actitud completamente opuesta a la que había observado siempre.

      Si podía dar alguna excusa era que no había sido ella misma. Las horas pasadas al lado de Riley habían sido las primeras en días, en semanas, en las que pudo superar su pena por la pérdida de Jerry, el único hombre al que había amado. Se sentía abatida y había buscado el consuelo de un extraño. Y ahora debía enfrentarse al hecho de que la mayor indiscreción de su vida iba a dar frutos.

      Aun cuando no hubiera estado embarazada, aun cuando hubiera podido esconder durante toda su vida lo que había ocurrido esa noche, ella había cambiado. No sólo física, sino emocionalmente. Había pensado que una vez que abandonara el hotel nunca pensaría en Riley otra vez. Pero pensaba en él constantemente, aun en contra de su voluntad.

      —Lo siento, papá —susurró—. Lo siento tanto….

      El reverendo la estrechó en sus brazos tiernamente.

      —Lo sé, Hannah, lo sé.

      —Se había equivocado… Estaba enfadada con Dios por haberse llevado