que crece en tu interior está ahí por una razón. No puedo explicarlo, como tampoco puedo explicar por qué Dios se llevó a Jerry, pero tú vas a tener un bebé y lo único que podemos hacer es aceptarlo.
Hannah asintió sin saber qué decir. No se merecía un padre tan maravilloso.
—Te quiero, Hannah. Sí, estoy herido. Sí, estoy disgustado por tu falta de juicio. Pero no hay nada que puedas hacer para que deje de quererte, porque eres mi hija.
Hannah cerró los ojos y respiró hondo.
—Ahora dime su nombre —dijo y se apartó de ella.
—Riley Murdock —susurró y bajó los ojos—. Sólo nos vimos una vez, la noche del desfile de las antorchas. Está en la Marina, pero no sé dónde.
Encontrarlo sería imposible y Hannah se alegraba de ello. No quería pensar en lo que diría o haría al saber que esperaba un hijo suyo. No sabía siquiera si la recordaba.
George Raymond tomó la mano de su hija entre las suyas y nuevamente Hannah comprobó lo frágil que parecía. Las líneas de su rostro estaban muy acentuadas y tenía muchas canas. Era curioso que no lo hubiera notado antes. Los cambios habían ocurrido a partir de la muerte de Jerry, pero ella estaba tan sumida en su dolor que no se había dado cuenta de que él también compartía su pena.
—Lo primero que tenemos que hacer —dijo suavemente— es pedir una cita con el médico. Estoy seguro de que Doc Hanson te verá a primera hora del lunes. Lo llamaré personalmente.
Hannah asintió. Como no quería afrontar la verdad, había demorado la visita con el médico más de lo conveniente. Doc Hanson era amigo de la familia y sería discreto.
—Entonces —dijo Hannah con un profundo suspiro—, debemos decidir adónde debo ir.
—¿Ir? —preguntó el reverendo Raymond, su noble rostro oscurecido por la tristeza.
—No podré seguir viviendo aquí —dijo la joven.
No pensaba en ella, sino en su padre y en la memoria de Jerry.
—Pero ¿por qué, Hannah?
—Todos creerán que el niño es de Jerry y no puedo mentirles.
—Simplemente les explicaremos que no lo es.
—¿Crees honestamente que la congregación me creerá? Tengo que marcharme, papá —dijo con firmeza.
Por el bien de su padre debía irse de Seattle. Siempre había sido muy buen padre y seguramente habría en la iglesia quienes lo calumniarían por lo que ella había hecho. Por supuesto que habría también quienes lo apoyarían, pero ella no podría soportar verlo sufrir por su causa.
—Iré a vivir con tía Helen hasta que nazca el bebé.
—¿Y después qué? —preguntó su padre.
—No lo sé. Ya veré qué hago cuando llegue ese momento.
—Todavía no tenemos que decidir nada —dijo su padre, aunque con rostro preocupado.
La preocupación no desapareció del rostro de George Raymond a partir de entonces. Hannah había ido a ver a Doc Hanson, quien le confirmó lo que ella ya sabía. Le mandó a hacer análisis y le recetó hierro y vitaminas porque tenía anemia. Fue amable y no le hizo ninguna pregunta, lo cual Hannah agradeció.
Un viernes por la tarde Hannah llegó a casa extenuada después de su trabajo como auxiliar financiera de una importante compañía de seguros. Habían pasado dos semanas desde que le dijera a su padre que estaba embarazada. Al entrar, lo encontró sentado en su silla, algo que era inusual a media tarde.
—Buenas tardes, papá —lo saludó con una sonrisa y lo besó en la mejilla—. ¿Está todo bien?
—Sí, todo está bien —dijo devolviéndole la sonrisa con una expresión ausente—. No te quites el abrigo. Vamos a salir.
—¿A salir? —Hannah no recordaba que tuviera ninguna cita.
Su padre la tomó cariñosamente del brazo y la ayudó a bajar los escalones de la entrada. La furgoneta estaba aparcada enfrente.
—¿Adónde vamos? —preguntó Hannah. Raras veces había visto a su padre con una actitud tan resuelta.
Raymond no respondió y condujo en silencio algunos minutos antes de llegar a la autopista.
Una vez en ella, se dirigió a Tacoma. Hannah no pudo evitar quedarse dormida. Parecía como si no pudiera transcurrir el día sin que echara un sueñecito.
Hannah abrió los ojos cuando cruzaron el Puente Estrecho hacia la Península de Kitsap. Su padre paró el vehículo frente a unas dependencias militares.
—¿Dónde estamos, papá?
—En Bangor. Vamos a ver a Riley Murdock.
Riley estaba sentado en la oficina del capellán Stewart frente a Hannah Raymond y su padre. Miraba a la joven, pero ella no se dignó hacerlo ni una vez. Estaba sentada con la espalda tan rígida como la de él.
El día anterior, a primera hora, Riley había sido llamado por el teniente Steven Kyle, su jefe inmediato superior, y por el capellán Stewart.
—¿Conoces a una mujer con el nombre de Hannah Raymond? —le preguntó el capellán.
Riley reaccionó con sorpresa. Había estado buscándola frenéticamente durante tres meses. Había frecuentado los muelles de Seattle todos los fines de semana libres, preguntando si alguien había visto a una mujer con su descripción. Sus esfuerzos habían resultado inútiles.
—La conozco —respondió Riley.
—¿Cuánto?
—Lo suficiente —respondió muy serio.
—Entonces tal vez te interese saber que está embarazada —dijo abruptamente el capellán Stewart y lo miró como si Riley fuera un engendro del mal.
Riley sintió que el suelo desaparecía bajo sus pies.
—Embarazada —repitió atónito, como si nunca antes hubiera oído esa palabra.
—Dice que el niño es tuyo —añadió su jefe—. Dice que ocurrió durante la Feria del Mar, lo que significa que está embarazada de tres meses. ¿Estás de acuerdo con la fecha?
La furia y la rabia se unieron dentro de Riley hasta dejarlo sin habla. Todo lo que pudo hacer fue asentir con la cabeza y apretar los puños con fuerza.
—¿En la Feria del Mar? —insistió el jefe.
—Puede ser —asintió nuevamente Riley.
—¿Cómo se puso en contacto contigo? —preguntó su jefe.
—No lo hizo —contestó el capellán Stewart.
—¿Entonces quién lo hizo? —preguntó el teniente.
—Su padre, George Raymond. Ha realizado una amplia investigación hasta dar con Riley.
Magnífico. Fantástico. Ahora tendría que enfrentarse a un padre airado. Eso era exactamente lo que necesitaba para empezar su día libre con el pie equivocado.
—George y yo fuimos juntos al seminario —continuó el capellán.
Estaba claro, por la forma en que hablaba, que habían sido buenos amigos.
—Cuando Hannah confesó que el padre de su bebé estaba en la Marina, George contactó conmigo para que te localizara.
Riley no podía creer lo que estaba pasando. El deseo de retorcerle el cuello a Hannah aumentaba por momentos.
¡Hannah estaba embarazada! Con suerte todo saldría mal. Bueno, ahora era él el que no pensaba correctamente. Pero fue ella quien se acercó a él. Riley había dado por hecho, al menos al principio, que ella usaba alguna protección. De no haber