Debbie Macomber

Un mar de amor


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podía trabajar. Riley no tenía intención de evadir su responsabilidad. Él era el responsable y estaba dispuesto a afrontarlo.

      El capellán Stewart se puso en pie, caminó por la habitación y se puso una mano en la nuca, como si tratara de ordenar sus pensamientos.

      —Como ya te he dicho, George Raymond es un ministro de la Iglesia. En su mente sólo hay una cosa que se deba hacer.

      —¿Y ésa es? —preguntó Riley sin olvidar que había dejado la chequera en su apartamento.

      —Quiere que te cases con su hija.

      —¿Qué? —Riley estaba tan conmocionado que casi suelta una carcajada—. ¿Casarme con ella? ¡Diantre! Si casi no la conozco.

      —La conoces lo suficiente —le recordó el capellán—. Mira, hijo, nadie te va a obligar a casarte con ella.

      —Puede estar completamente seguro de eso —respondió Riley acaloradamente.

      —Hannah no es como las demás mujeres.

      Riley no necesitaba que se lo recordaran. Ninguna otra a la que había besado sabía tan bien ni olía tan agradablemente como ella. Ninguna lo había amado como ella. Tanto era así que no podía pensar en aquella noche sin desearla ardientemente.

      —Tienes que comprender que Hannah ha sido criada en la iglesia —continuó el capellán—. Su madre murió cuando ella tenía trece años y ella asumió las responsabilidades de la casa. Su hermano mayor es misionero en la India. Esta joven procede de un entorno muy tradicional.

      Todo era perfecto. Ella había cuidado de su familia y no dudaba que poseía muchas cualidades, pero Riley no estaba convencido de que el matrimonio fuera la mejor solución al problema.

      —Como no quería que su familia sufriera vergüenza, Hannah optó por alejarse de ellos para protegerlos —añadió el capellán.

      —¿Adónde? —preguntó Riley alarmado y pensó que acabaría siguiéndola por todo el país antes de que todo esto terminara.

      —Espero que no sea necesario que aleje de la zona —dijo el capellán Stewart.

      —Lo que quiere decir el capellán… —recalcó el teniente Kyle— es que si te casaras con esa joven se solucionarían algunos problemas. Pero esa decisión es sólo tuya.

      Riley se puso tenso. Nadie lo iba a obligar a casarse contra su voluntad. Prefería pudrirse en la cárcel antes que casarse con una mujer que no deseaba. Ante su silencio, el jefe de Riley hojeó una carpeta que estaba abierta sobre su mesa. Riley podría obtener un ascenso en un par de años, lo cual era muy importante para él. Muy importante.

      —Piensa en lo que ha dicho el capellán Stewart —dijo el teniente Kyle—. La Marina no puede obligarte a casarte con esa mujer.

      —Eso es cierto —añadió el capellán—. Pero creo que es la única cosa decente que puedes hacer.

      Los dos hombres lo miraban como si él hubiera seducido a Hannah Raymond. ¡No podían creer que había sido ella quien lo había seducido!

      Riley había meditado toda la noche sobre la reunión con el teniente Kyle y el capellán Stewart. Hannah esperaba un hijo suyo y el capellán le echaba la culpa a él. Aunque el teniente no lo había dicho, Riley tenía la impresión de que su ascenso estaba en peligro. Todo el mundo parecía saber lo que debía hacer. Todos excepto él.

      Ahora, frente a Hannah, se sentía aún más inseguro. La recordaba como una encantadora criatura, pero no tan delicada y etérea. Estaba muy delgada y pálida, por lo que temía que el embarazo estuviera afectando su salud. No podía dejar de preocuparse por su bienestar. La necesidad de cuidarla y protegerla era muy fuerte, pero la apartó para dar lugar a la rabia que había estado anidando durante los últimos meses.

      Tenía muchas razones para estar furioso con ella.

      —¿Estás convencido de que el niño es tuyo? —le preguntó el capellán Stewart directamente.

      El silencio se apoderó de la habitación, como si todos estuvieran en vilo esperando su respuesta.

      —El bebé es mío —respondió firmemente.

      Hannah lo miró con dulzura, como si le agradeciera que dijera la verdad. Riley deseó levantarse y recordarle que había sido ella quien había huido de él, que si alguien merecía una recriminación, era Hannah.

      —¿Estás preparado para casarte con mi hija? —preguntó George Raymond.

      —Papá —le rogó Hannah—, no hagas esto, por favor.

      Su voz era suave y honesta, y Riley dudó que algún hombre pudiera rechazarla.

      —Como tu padre, debo insistir en que este joven haga lo correcto.

      —Capellán Stewart —dijo Hannah—. ¿Podríamos Riley y yo hablar unos minutos a solas?

      —Está bien, Hannah —respondió el capellán—. Quizá eso sea lo mejor. Vamos, George, tomaremos una taza de café y dejaremos que resuelvan el problema a su modo. Tengo fe en que Murdock lo hará bien.

      Cuando la puerta se hubo cerrado Riley se puso en pie y miró a Hannah fijamente, sin saber qué debía hacer, si sacudirla con rabia o tomarla dulcemente en sus brazos y preguntarle por qué estaba tan mortalmente pálida. Antes de que pudiera hablar, lo hizo ella.

      —Estoy muy apenada por todo esto —murmuró—. No tenía la menor idea de que mi padre hubiera contactado contigo.

      —¿Por qué te fuiste? —preguntó Riley con los dientes apretados, sin saber todavía qué decirle.

      —Creo que también te debo una explicación por eso —dijo Hannah.

      —Por supuesto que me la debes.

      —Yo no quería que nada de esto sucediera.

      —Evidentemente —replicó Riley con ira—. Nadie en su sano juicio lo querría. La cuestión es ¿qué diablos vamos a hacer ahora?

      —No te preocupes. No es necesario que te cases conmigo. No sé por qué mi padre lo sugirió.

      —Aparentemente tu padre no es de tu misma opinión. Parece que cree que si me caso contigo salvaré tu honor.

      Ella asintió. Parecía una frágil muñeca de porcelana a punto de romperse.

      —Mi padre es un hombre anticuado con valores tradicionales. El matrimonio es lo que esperaría ante una situación así.

      —¿Y qué esperas tú? —preguntó Riley con tono más suave.

      Hannah puso la mano sobre su vientre como si quisiera proteger al niño. Riley la miró y trató de analizar sus propios sentimientos. Allí crecía un niño. Su hijo. Pero sólo sentía arrepentimiento mezclado con preocupación.

      —No estoy segura de que lo quiero de ti —respondió Hannah—. Como intenté decirte antes, me siento muy mal por haberte metido en este lío.

      —Hacen falta dos. Tú no has creado ese niño sola.

      —Sí, lo sé —dijo Hannah con una tímida sonrisa—. Es que nunca quise implicarte… después de todo.

      —¿Así que pretendías huir y tener a mi hijo sin decírmelo?

      —No tenía la menor idea de cómo encontrarte —respondió Hannah.

      —No parece que tu padre haya tenido ningún problema para hacerlo.

      —No sabía si querías que contactara contigo.

      —La próxima vez no supongas nada —gritó—. ¡Pregunta!

      —Te pido disculpas.

      —Eso es otra cosa. Pro, por favor, deja de disculparte.

      Riley se sujetó la cabeza con las manos, como si la presión sobre su cráneo