pues él también andaba en busca de dicha planta. Estábamos como a treinta metros de distancia cuando le pedí que me devolviera la casanga. Como las milpas impedían que nos viéramos, me lanzó la herramienta por encima de las milpas y me pegó en el pie derecho, haciéndome una herida grande y aparatosa entre los dedos gordo y el contiguo. Ahora, cada vez que me veo la cicatriz recuerdo aquel incidente, que me dejó marcado para siempre.
Todavía me queda la duda si quiso hacerme daño, porque cuando pienso en esa persona recuerdo que, a pesar de su corta edad, cada vez que se encontraba en la calle con mi padre deliberadamente le faltaba al respeto, diciéndole “pilleta”, una palabra despectiva que se derivaba de Elpidio, el nombre de mi padre. Por prudencia mi progenitor se aguantaba y esperaba poder hablar seriamente con el padre del muchacho para que corrigiera su conducta; no obstante, a dicho señor le adjudicaban, y él mismo se ostentaba, haber realizado varios actos delictivos, lo que podría corroborar mi hipótesis. Pero ¿qué tal si la herramienta me pega en la cabeza o en otra parte del cuerpo?, tal vez ahora no lo estaría contando.
• Uno de los recuerdos que aún me pone nervioso, sucedió cuando tenía ocho años. Les platico: primero debíamos preparar la tierra para barbechar; después hacer los surcos y sembrar con la yunta de bueyes. Para que mi hermano mayor Arturo unciera los bueyes, en la parcela ya se tenían el arado, el yugo, el barzón, las coyundas y el otate; pero, antes que nada, desde las cinco de la mañana debíamos llevar a los animales a pastar en un lugar de agostadero llamado Cerro de la Falda, para después iniciar el trabajo a las ocho.
En aquella ocasión, eran las diez de la mañana y uno de mis hermanos no llegaba con el almuerzo. Llegó como a las once y ya tenía un hambre insoportable. Inmediatamente comencé a comer, me atraganté y por comer tan de prisa se me atoró en la garganta –el costal pequeño donde venía la comida no traía ningún líquido para tomar–. Desesperado por encontrar agua, corrí a un árbol en donde otro campesino, minutos antes, había colgado un morral con una botella llena de agua de un color medio blanco. Con ansiedad me la empiné, sin saber que lo que me había tomado era cianuro disuelto en agua, que se utilizaba para acabar con los hormigueros que devoraban los sembradíos. Acto seguido, me revolcaba de dolor entre las piedras, sentía lumbre en la garganta, me provoqué el vómito y, con fuerza, aventé todo afuera. Me quedé con un intenso ardor, que fue disminuyendo poco a poco hasta que se me quitó varias horas después. Imagino que mi salvación fue la comida que tenía atorada, la cual impidió que el veneno pasara a mi estómago. Por lo visto no me tocaba morir tan joven.
• A propósito de juegos, en una noche de luna llena, cielo despejado y estrellado jugábamos a los encantados. De pronto recibí una patada muy fuerte en la parte trasera de la pierna izquierda, arriba de la rodilla, de un tipo de mayor edad (su nombre ni lo menciono por ser la misma persona que, al paso de los años, le quitó la vida a mi hermano mayor Arturo sin razón alguna y por consecuencia –este asesino desdichado y cobarde– dejó en la orfandad a doce de mis sobrinos, la mayoría de ellos pequeños). A mis padres no les comenté del golpe ni quién me lo había dado.
Pasaron como dos semanas y descubrí una bola medio dura y comencé a caminar de forma anormal. Me dolía mucho y ya no pude ocultarlo –obviamente recibí una regañada ejemplar–. Me llevaron a Teocuitatlán para que me examinara un doctor y dijo que no se podía erradicar la protuberancia, por haberse formado un absceso muy avanzado, y que se debía operar lo antes posible. Al día siguiente mi padre y yo nos trasladamos a la Ciudad de México y de allí al municipio de Acolman en el Estado de México, para que me operara el médico militar Enrique Martínez, el esposo de mi prima Guadalupe Zavala Amezcua. Dos días después, me intervino sin anestesia, me agarraron entre tres personas y grité mucho por el intenso dolor. El doctor comentó que había estado a punto de gangrenarse la pierna, ya que el absceso estaba a milímetros de llegar al hueso.
• Otro incidente que sucedió más o menos a la misma edad, fue cuando monté a pelo, es decir, sin silla de montar, a un burro llamado Canelo. Era un animal brioso e inquieto y me gustaba montarlo porque lo hacía correr por veredas escabrosas con curvas y piedras. En una de ésas, a todo galope, el animal dio un quiebre en una curva y yo, como iba distraído y risa y risa, no pude reaccionar y me tumbó; fui a dar de frente contra las piedras, se me fracturó uno de los dientes anteriores, el cual me duró roto por muchos años.
En otra ocasión, Canelo se volvió incontrolable, pues siempre que se encontraba con la burra que montaba un señor mayor e inválido de apellido Reyes, quería ayuntarla. En aquella ocasión, no pude impedir que Canelo lo hiciera, llegó un momento en que el animal se subió a la burra y sujetó, con el hocico, la nuca del señor. Pensé de inmediato que iba a lastimarlo o quizá a matarlo, así que con el guango que traía para cortar leña, le pegué con fuerza con la parte de la herramienta que no tiene filo, en el hueso de arriba de la nariz para que lo soltara. Afortunadamente no pasó nada que lamentar.
• Un recuerdo más que viene a mi mente, con relación a los animales, fue cuando a mi padre se le ocurrió comprar un caballo de carreras –media sangre–, que era veloz y le apostaban cuando corría contra otros caballos. Mi trabajo cotidiano era llevar a las vacas para que pasaran por la Puerta del Leonero, y, de esa manera, se fueran al cerro a pastar; entonces le dije a mi padre que me prestara el caballo que había comprado. Se negó la primera vez, pero luego me lo prestó. Le puse una soga en el pescuezo y, con la misma soga, un bozal en el hocico –no se nos ocurrió ponerle el freno al caballo– y lo monté a pelo.
De ida fue tranquilo arrear a las vacas; las dejé después de la puerta y la cerré. Recuerdo que mi padre me acababa de comprar un sombrero nuevo, “como para presumirlo montando el caballo”. Una vez solo en el camino empecé a correr el caballo, rápidamente tomó velocidad, le jalaba con fuerza la soga y no se paraba, le daba manotazos en la crin y corría más, no lo podía controlar. Se me cayó el sombrero y pensé que los arrieros, quienes minutos antes habían pasado con burros y mulas cargados, se lo iban a encontrar y no me lo regresarían. Ante ello, y para que el caballo desbocado se detuviera, se me ocurrió amarrar mis manos con la soga y deslizarme por el cuello del caballo, caer al suelo y que con mi peso soportado únicamente por el bozal en el hocico del caballo, debía detenerse. Efectivamente, el animal se paró temblando, pero no sin antes haberme arrastrado, entre las piedras, como diez metros. Por supuesto, me pude haber matado, por un pisotón del caballo o una piedra en la cabeza; después pensé que fue una imprudencia terrible de mi parte.
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