la faceta perversa que había en Stephanie le habría gustado atribuir la expresión en blanco en la cara de «Cariño» como prueba de que era tan estúpida como había creído, pero lo más probable es que no hubiera oído la invitación de su marido, concentrada en enviarle miradas ardientes a Jye a espaldas de sir Frank. Sospechaba que en cuanto Jye se quitara la camisa mostraría las quemaduras de su escrutinio. Lady Mulligan era tan sutil como el diamante del tamaño de una pelota que llevaba en la mano izquierda.
–Es precioso, ¿verdad? –comentó la morena al notar la dirección de los ojos de Stephanie, plantándole la enorme piedra ante la cara–. Frank eligió el diamante, pero yo diseñé el engaste.
–Es… es único –dijo Steff–. Jamás había visto tanto detalle en oro blanco.
–En realidad, es platino. Soy alérgica a los metales baratos, ¿verdad, cariño? –le sonrió a su marido cuando la ayudó a subir al cochecito.
–Para sufrimiento de mis contables, que no tienen idea de lo mucho que un hombre desea complacer a la mujer que ama –rió entre dientes y le guiñó un ojo a Jye–. Creo que sería buena idea dejar que las señoras se sienten juntas atrás, de ese modo podrán charlar de joyas y moda todo lo que quieran mientras nosotros hablamos de negocios.
Stephanie no rebatió el comentario sexista, notando que a Jye no le entusiasmaba más que a ella la idea de sir Frank.
–Veo que no eres muy aficionada a las joyas, Stephanie –dijo Tory en cuanto se pusieron en marcha–. No he podido evitar notar que no llevas ningún anillo.
Jye sintió un nudo en el estómago ante la pregunta y el tono de voz. Eso era lo que había estado temiendo. Se esforzó por oír lo que decía Mulligan sobre unos movimientos recientes en el mercado de valores y la conversación en el asiento de atrás.
–¡Oh, pero me encantan las joyas! –repuso Steff con una risa encantada que Jye reconoció como falsa–. Pendientes, brazaletes, anillos… lo que digas. Tengo docenas. ¿No es verdad, Jye? –preguntó, sin darle ocasión para responder–. Por desgracia, tiendo a hincharme cuando vuelo, de modo que no puedo llevar nada que me esté prieto. ¿Ves? –en prueba estiró las manos hasta dejarlas entre los dos asientos, para que sir Frank también las viera. Al mirarlas, Jye supuso que los dedos largos y elegantes podrían haber estado mínimamente hinchados, pero sólo lo habría notado alguien que la conociera muy bien, aunque Tory no quedó muy convencida–. No os preocupéis, regresarán a la normalidad en unas horas –continuó Steff, como si todo el mundo se hubiera quedado boquiabierto y horrorizado–. Y podré volver a ponerme mis anillos. He de reconocer que me siento desnuda sin ellos.
–Sé lo que quieres decir –coincidió Tory–. No hay nada como un anillo de boda para hacer sentir a una persona realmente casada. Lo cual, desde luego, es el motivo por el que tantos hombres se niegan a llevar uno… Dime, ¿Jye usa el suyo?
Jye notó la pausa forzada y apenas contuvo la tentación de decir: «Déjalo ya, Tory, tú sabes que no lo llevo». Sólo pudo suponer que Steff debió sacudir la cabeza, ya que la siguiente pregunta de Tory fue un espantado: «¿Y eso no te da motivo de preocupación?»
–No. ¿Por qué habría de hacerlo?
–Oh… Bueno, no hay ningún motivo, por supuesto… supongo –repuso Tory con titubeo teatral–. Es que la mayoría de las mujeres que conozco se sentiría engañada si sus maridos no quisieran llevar el anillo de boda. Después de todo, no sólo declara que un hombre queda vedado para otras mujeres, sino que es la declaración definitiva de su absoluto compromiso con su matrimonio.
–¿De verdad? Qué extraño… –Jye contuvo una sonrisa ante el tono incrédulo de Stephanie–. Todas las mujeres y hombres que yo conozco consideran que los votos del matrimonio son la declaración definitiva de su compromiso.
–Recuerda lo que te dije, Stephanie –intervino sir Frank cuando entraron en la elegante recepción del edificio principal del hotel–. Nos encantaría teneros como invitados esta noche si…
–¡Oh, no, sir Frank! Ni se nos pasaría por la cabeza irrumpir en vuestro espacio privado. Después de todo, Jye y tú estáis enfrascados en discusiones de negocios, y soy una firme partidaria de mantener separadas las relaciones profesionales de las personales –«¡Aunque lady Victoria carece de semejantes inhibiciones!», pensó al notar que la «dama» en cuestión dirigía sus ojos de dormitorio y sus mohines sexys en la dirección de Jye. Como las cosas siguieran así, tendría que pegarse a Jye las veinticuatro horas o seguir a Tory con un cubo con agua fría–. En realidad, sir Frank –ofreció la mejor de sus sonrisas–, me fascinan esas cabañas que sobrevolamos en el otro extremo de la isla. ¿Existe la posibilidad de que Jye y yo podamos alojarnos en una de ellas?
–¿Una cabaña? –Jye se mostró más sorprendido por la petición que sir Frank.
–Oh, cariño, sé que odias no poder recibir un servicio de habitaciones inmediato –dijo–. Pero después de pasar las últimas cinco semanas rodeada de botones y doncellas, me encantaría relajarme en una atmósfera un poco menos comercial. El aislamiento y la soledad de una cabaña alejada del hotel principal me parecen celestiales. Y, bueno… en realidad no hemos podido estar solos desde que regresé de Perth.
La risita de sir Frank le indicó que había interpretado sus palabras del modo en que ella deseaba, mientras que el destello de aprobación en los ojos de Jye significaba que había comprendido el mensaje más sutil dirigido a él: cuanto más lejos estuvieran de los Mulligan, mejor.
–Es una idea estupenda, cariño… –la voz de Jye sonó baja y con la consistencia de la miel; le rodeó los hombros con un brazo y la apretó contra su costado–. Estoy de acuerdo, una cabaña sería perfecta.
Jye desempeñaba tan bien su papel de marido que ella vio mariposas al mirarlo a los ojos. Cuando él siguió contemplándola como si aguardara alguna respuesta, Stephanie se preguntó si quizá las esposas agradecidas debían besar a sus maridos en ocasiones como esa. Pero decidió dirigirle una sonrisa radiante. Dados los efectos secundarios del beso que le dio en el aeropuerto, cuanto menos tontearan con eso, mejor.
–¿Y bien, sir Frank? –preguntó Jye, sin soltarla–. ¿Hay alguna cabaña disponible?
–Lo averiguaremos enseguida. Y si la hay, me ocuparé de que dispongáis de servicio de habitaciones las veinticuatro horas, y no de siete de la mañana a diez de la noche.
–Es muy generoso, sir Frank –agradeció Jye–. Pero innecesario. Después de estar cinco semanas lejos de mi esposa, el único servicio de habitaciones que necesitaré durante la noche no requerirá una llamada a Recepción.
Stephanie casi se atraganta por el rubor que invadió su rostro cuando la sonora carcajada de sir Frank reverberó por el vestíbulo del hotel, atrayendo toda la atención hacia ellos. Metida bajo el brazo de Jye, se sentía como una muñeca.
Él estaba disfrutando. De buena gana se habría soltado de su «afectuoso» brazo y de la falsa caricia de sus dedos en su cuello para largarse del hotel. Por mucho menos le habría roto sus bonitos y demasiado perfectos dientes. Pero recordó su misión y le pasó un brazo por la cintura, pellizcándolo sin que nadie la viera. Con fuerza, mucha fuerza.
Aunque Jye no mostró señal exterior de que le había causado algún dolor, la soltó en el acto y se reunió con sir Frank y un hombre uniformado en la recepción del hotel, dejándola sola en mitad del vestíbulo, sintiéndose aún más conspicua. Al dirigirse hacia unos sillones de bambú, se encontró con la expresión furiosa de lady Mulligan, que aguardaba un ascensor.
En ausencia de su marido, la increíblemente atractiva morena no hizo ningún intento por ocultar el desagrado que le producía Stephanie, y el mensaje que irradiaban sus ojos esmeralda habría sido obvio para cualquier mujer de más de quince años. «Te lo advierto. Sé lo que quiero y pretendo conseguirlo».
A Stephanie no le cabía ninguna duda de que si Tory estuviera soltera Jye habría aceptado en un segundo lo que le ofrecía, sin importar