Veo que has hecho la maleta y estás preparada para marcharte.
Kat asintió. Lara había dejado de ser amable con ella cuando se había dado cuenta de que se había convertido en la amante de su jefe.
–Sí...
–¿Estás disgustada? –le preguntó Lara, volviendo a desconcertarla.
Ella se encogió de hombros y se concentró en subir las escaleras de cristal que cambiaban de color sin pisarse el largo vestido.
–La verdad es que no. Estar en el yate ha sido toda una experiencia, pero no es a lo que yo estoy acostumbrada. Estoy deseando volver a casa, ponerme los vaqueros y charlar con mis hermanas –le respondió, levantando la cabeza con orgullo, ya que habría preferido tirarse por las escaleras que confesar que se sentía destrozada por tener que dejar a Mikhail.
–El jefe te habrá dejado el listón muy alto. Espero que no te haya echado a perder para otros hombres –comentó Lara.
–¿Quién sabe? –replicó ella.
Y volvió a pensar que la secretaria de Mikhail estaba demasiado impresionada con su jefe. Era muy guapa y debía de molestarle que Mikhail no se hubiese fijado en ella y hubiese preferido pasar el tiempo con una mujer que no tenía ni su perfección física ni su juventud.
–El jefe ha tirado la casa por la ventana con la cena. Todo el mundo sabe que te marchas mañana –añadió Lara en tono irónico antes de desaparecer.
Kat se dio cuenta de que era cierto nada más ver la impresionante mesa, adornada con velas, perlas y capullos de rosa. Arqueó las cejas al ver salir a Mikhail al balcón hablando por su teléfono móvil en ruso. Dejó el móvil mientras la estudiaba con la mirada. ¿Estaba buscando en ella restos de lágrimas o de tristeza? Kat levantó la barbilla y sonrió mientras tomaba asiento.
–Estás preciosa esta noche –le dijo Mikhail, sorprendiéndola, ya que no era dado a hacer cumplidos–. La esmeralda realza el verde de tus ojos, milaya moya.
Les llevaron unos cócteles y después les sirvieron la comida. Kat se sintió desfallecer al ver que el entrante llegaba presentado en forma de corazón y que el menú estaba plagado de ingredientes afrodisiacos. También había en él mucho chocolate. Era como una cena de San Valentín a lo grande, algo completamente inapropiado para una pareja que estaba a punto de separarse para siempre. Además, Mikhail prefería la comida rusa sencilla, y no las elaboradas y exquisitas raciones que les estaban sirviendo esa noche.
–Supongo que todo esto es en tu honor –le dijo él en tono seco, viéndola morder una trufa de chocolate–. Es evidente que mi chef es tu fiel esclavo.
–En absoluto. François es consciente de lo mucho que aprecio sus esfuerzos –respondió ella con naturalidad.
A pesar de que Mikhail pagaba bien a sus empleados y los recompensaba por su excelencia, en general solo hablaba con ellos acerca de su trabajo cuando hacían algo que no le gustaba, una actitud que Kat había combatido con felicitaciones y halagos.
Por desgracia, en aquella ocasión en particular la comida de François se iba a desperdiciar porque ella solo podía pensar en que iba a ser la última noche que cenase con Mikhail. Él la había tratado como la trataba siempre, con educación y una agradable y entretenida conversación. Si estaba incómodo con la situación, no se le notaba.
Ella, por el contrario, cada vez estaba más molesta con tanto autocontrol. Lo observó y sintió ansias de volver a tenerlo por última vez, estudió constantemente sus bonitos ojos, que le iluminaban el bello rostro, la fuerza de sus rasgos, y no vio en ellos ni una pizca del pesar que la torturaba a ella. Los restos de la deliciosa trufa se hicieron cenizas en su boca. Por un peligroso momento, deseó gritar y clamar por lo que Mikhail no sentía por ella.
–Esta noche estoy muy cansada –admitió a pesar de saber que no pegaría ojo cuando se fuese a la cama.
–Vete a dormir. Yo iré más tarde –le respondió él, acariciándola con su profunda voz.
Kat se estaba levantando cuando se dio cuenta de que tal vez Mikhail esperase compartir su cama con ella esa noche, y se quedó inmóvil de repente. ¿Es que no tenía sensibilidad, no comprendía cómo se sentía? Contuvo la ira y levantó la cabeza.
–Espero que no te importe, pero esta noche preferiría pasarla sola.
Mikhail frunció el ceño porque había abrigado la fantasía de verla tumbada en su cama, con sus pálidas curvas embellecidas solo con la esmeralda que le había regalado.
–No me sentiría bien si pasase la noche contigo –le explicó ella en un murmullo, ruborizándose–. Lo nuestro ha terminado y no podría fingir lo contrario.
A Mikhail le sorprendió aquel comentario tan sincero y la insultante sugerencia de que Kat tendría que fingir entre sus brazos. Apretó los dientes y se dijo a sí mismo que lo mejor era dejarlo pasar. Tal vez no quería pasar la noche solo ni sentía que fuese eso lo que se merecía, después de haberla tratado con guantes de seda y con todo el respeto que le había podido mostrar, pero todavía le apetecía menos que Kat le montase una escena. Aunque no parecía que estuviese dispuesta a llorar delante de él, su expresión parecía tranquila. Ella le sonrió, se despidió con una inclinación de cabeza y se alejó de él rápidamente.
Mientras se preparaba para meterse en la cama, Kat pensó que la cena le había parecido algo similar a la última comida de una mujer condenada, pero no iba a llorar por él. Lo suyo se había terminado y ella lo superaría y seguiría con su vida. Aquel momento de dolor y rechazo la había esperado desde el minuto en que lo había conocido. Mikhail le había dicho lo que le tenía que decir, había actuado como tenía que actuar, pero no sentía nada. Entre ellos solo había un vínculo superficial que era mucho menos importante para él que para ella. Así que Kat se pasó la noche dando vueltas en la cama, atormentándose, hasta que encendió la luz de la lamparita a eso de las dos de la madrugada y sacó una revista para intentar que su cerebro descansase.
Se quedó inmóvil al oír un suave golpe en la puerta que comunicaba su habitación con la de Mikhail y después se levantó atropelladamente de la cama. Había cerrado la puerta con llave un rato antes, no porque temiese que Mikhail fuese a ignorar su deseo de pasar la noche sola, sino porque quería dejar claro, para ella también, que su relación se había terminado. En esos momentos, con el corazón acelerado, la abrió.
–He visto la luz. ¿Tú tampoco puedes dormir? –le preguntó Mikhail, que había retrocedido un par de pasos de su propia puerta e iba ataviado solo con unos calzoncillos.
–No.
A Kat le sudaban las palmas de las manos, tenía el pulso agitado y se dio cuenta, no pudo evitarlo, de que Mikhail estaba excitado. Se le secó la boca y apartó la mirada de él al tiempo que sentía calor en las mejillas.
–Pridi ka mne... Ven conmigo –murmuró Mikhail con la voz ligeramente entrecortada, clavando los ojos en la generosa curva de su boca.
Y fue como si una mirada pudiese prender fuego en su traicionero cuerpo, porque se le irguieron los pezones y sintió calor y humedad entre los muslos. Se quedó inmóvil.
–No puedo –murmuró con voz tensa–. Se ha terminado. Hemos terminado.
Cerró la puerta y volvió a echar la llave. Después, apoyó la espalda en la fría madera porque le temblaban las piernas. Se había resistido a él y se sentía orgullosa de sí misma. Otra sesión de apasionante sexo no iba a curar su maltrecho corazón y solo le haría sentirse avergonzada. Una cosa era amar a un hombre y otra humillarse ante él. Con los dientes apretados, volvió a la cama, apagó la luz y se metió entre las sábanas mientras se le llenaban los ojos de lágrimas. Las ignoró, decidida a seguir controlándose, a que Mikhail no la viese por la mañana con los ojos enrojecidos.
Mikhail juró entre dientes y fue a darse otra ducha de agua fría. «Es solo sexo», se dijo a sí mismo. Aquello no tenía nada que ver con que tuviese la sensación de que su cama estaba vacía sin ella ni con que echase