Iñaki Domínguez

Macarras interseculares


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padre nos mandó a otro en Cuatro Caminos, un colegio protestante en Bravo Murillo. Nuestro padre lo eligió porque la ventana de su despacho daba al patio del colegio y así podía tener vigilados a los niños. Que fuesen protestantes, adventistas del séptimo día o musulmanes le daba igual... Su oficina estaba en Bravo Murillo. Nuestros hermanos mayores ya eran unos rebeldes, y no quería que le pasase lo mismo con los dos pequeños. Hicimos la egb y, cuando llegamos a bachillerato, nuestras hermanas estaban muy concienciadas con la enseñanza pública. A finales de los setenta, los institutos públicos en Madrid comenzaron a brotar como hongos. Una amiga de mi madre, E., era profe del Santamarca, y enviaron a la más pequeña de mis hermanas y a O. al Santamarca. Ahí coincidieron con gente como Alaska, que no iba a clase nunca porque era famosa siendo tan solo una adolescente. Mi hermano [entró] en 2º de bup [Bachillerato Unificado Polivalente]». «Otra gente del colegio anterior fueron, en cambio, al San Mateo, que estaba enfrente de la sede de Fuerza Nueva, en calle de la Beneficencia. Eso era un nido de maleantes. El O. ya tenía amigos del barrio. Mezcló colegas del Santamarca con los de Cuatro Caminos [ahora en el San Mateo], que eran hijos de militares. Los del Santamarca eran modernillos todos»1.

      «Las dexedrinas [dextroanfetamina] estaban muy de moda y era importante saber quién podía hacerse con una receta. Muchos estudiantes eran consumidores. Las tomaban para estudiar o para pasar el rato. Un amigo mío de la época tenía tanto vicio que separaba los granitos de un color concreto porque eran los elementos más potentes. De hecho, empezó a estudiar farmacia para ver cómo podía hacerse con ellas. Descubrió que había amapolas en el Pardo, para obtener opio. Se convirtió en un recolector de primer orden. Al parecer había que ir con unas gomas en el pantalón, porque te picaban los bichos y [el picor] era insoportable. Había que sacar las cabezas de la amapola, dejar que saliera el látex, luego lo cogías y hacías bolas. El tipo este era capaz de extraer el principio activo porque controlaba de química. Los demás hacíamos infusiones, primero con el látex, luego con las cabezas y, finalmente, con las cañas. Se aprovechaba todo. Gracias a ello lograbas un estado de estupor. Estabas de puta madre. No era una droga social. Durante algún tiempo fue la droga del barrio».

      «A principios de los ochenta no se hablaba de tribus urbanas, sino de modernos y antiguos. En esa época, sin embargo, no había ni tiendas donde comprar [cosas] de moderno. Uno de los pocos modernos escandalosos era McNamara y compraba la ropa en sepu, unos grandes almacenes de ropa barata. En la calle Arenal ahí había un sepu. Los modernos se hacían sus “looks” con lo que pillaban».

      «En el setenta y ocho mi hermano entra en Santamarca. Sin embargo, pasaba mucho de su tiempo con los amigos de Cuatro Caminos. Lo que marcó o sirvió para definir Cuatro Caminos fue la estación [de autobuses] de la Continental en la calle Alenza, que luego fue trasladada a la avenida de América. No me preguntes por qué, pero toda estación de autobuses atrae maleantes. Había muchos taxistas, ambientillo... Los taxistas, naturalmente, eran una presencia constante en la zona ya que los recién llegados de provincias eran, para ellos, clientes codiciados. La zona estaba repleta de casas militares, pero no de altos mandos. Los taxistas eran la peor chusma de la tierra. Había en la zona un par de bares de taxistas que eran jugadores, puteros, borrachos, y encima manejaban mucha pasta. Se jugaban licencias de taxi al póker. Era una entrada a Madrid de gente de todo tipo y condición. Algunos de tales personajes traían sustancias ilegales consigo. Había mucho descontrol. La Conti era un sitio de paso. Venía toda la peña de los pueblos, de las provincias, de Bilbao, del norte».

      Estación de autobuses «La Conti» en la calle Alenza.

      «La gente se ponía hasta las pestañas, y había muchas timbas. La gente se jugaba mucho dinero. Aunque en realidad no eran los taxistas, ya que estos, generalmente, jugaban a “la peseta”. Las timbas de verdad eran las nuestras». «Los chavales del barrio llegamos a tener mucho dinero. Vendíamos de todo: jamaro, nieve, hachís, anfetas, tripis... marihuana había poca. El hachís, al principio, lo traían los legionarios. Como estábamos en la Conti, los que venían de abajo traían hachís. En el barrio nos conocíamos absolutamente todos, algo que difícilmente ocurriría a día de hoy».

      La pandilla del callejón comenzó a trapichear a finales de los años setenta. Como señala R.: «Empezamos yendo a Vallecas, porque nos daban unas barras de hachís de mil pesetas… Nos metíamos donde los gitanos y al volver a Cuatro Caminos sacábamos pues cuatro veces lo que nos había costado». Con dieciséis años, en 1980, «si comprabas a quinientas y vendías a dos mil, pues eras el puto amo». «Con los gitanos no había problema, porque ya te conocían, y hacían negocio. Estaban como locos por verte».