con cierta ascendencia política. Si querías salir con una chica de otro barrio, muchas veces el líder de la banda respectiva tenía la última palabra al respecto. Este tipo de relaciones entre pandillas albergaba cierta ética, pues, entre otras cosas, uno «no pasaba por donde no tenía que pasar», y se imponía toda una serie de normas de conducta y dogmas a los que uno había de ajustarse. A principios de los setenta en el distrito de Arganzuela dominaba la «banda de los Ojitos Negros», «la banda del Triste», la «gente de la calle Amparo», grupos de macarras que se pegaban unos con otros para reafirmar sus respectivas identidades.
Algunos de estos delincuentes representaban lo que por aquel entonces se denominaba «gualtrapas». Al menos así los llamaban los delincuentes de más posición. El gualtrapa era «un mierda», un delincuente de poca monta que robaba a ancianas, que se dedicaba a las «chirlas», es decir, a dar tirones o a robar con intimidación.6 Entre los grandes púgiles callejeros de la zona destacaba Pepe Palacín, que según Domi, era «todo corazón», pero «que daba hostias como panes».
A pesar de que la referida ola de criminalidad fue in crescendo, estas bandas ya operaban antes de la muerte de Franco. Lo curioso es que, previamente al fin del régimen dictatorial, la policía estaba a otras cosas. Por entonces, las grandes amenazas al bienestar social, a ojos de las autoridades, eran «los comunistas y los maricones». Los gays sufrían un rechazo total. Se sabía quiénes eran, pues «estaban fichados» y de vez en cuando «les daban un repaso». Se les llevaba a la comisaría para «recordarles que eran ilegales». Domi no duda en enfatizar la injusticia que suponía dicha situación para los homosexuales: se les castigaba y se les vejaba.
No obstante, aunque rechaza la etiqueta de homófobo, sí que tiene una cosa clara: «Yo no tengo nada contra los homosexuales, pero… [haciendo un gesto con la mano] ¡Que corra el aire! ¡Que corra el aire!», dando a entender que es siempre mejor mantener una distancia prudencial con respecto a ellos. «Yo no soy homófobo, yo mantengo las distancias… El movimiento gay que hay ahora en España es una puta patraña y es un postureo. Los gays que ahora tienen ochenta años sí que han sufrido. Les han vejado, torturado, violado». Lo mismo pasaba con las prostitutas: «Cuando los guardias tenían ganas de follar, iban a la calle de la Montera, se llevaban a las putas, se las follaban por la cara y las dejaban. O sea… había una impunidad total».
Todo esto se mantuvo así hasta el 78. Entonces «la cosa empieza a cortarse un poco». Sin embargo, «la impunidad policial tarda mucho tiempo en acabarse». Digamos que los miembros de la vieja policía tenían costumbres muy arraigadas de las que les resultó difícil prescindir. La cosa cambió sustancialmente, sin embargo, con el primer gobierno de Felipe González. Es en ese momento cuando «una generación de policías acaba, y empieza otra».
En los años setenta, famosos delincuentes como Santiago Corella «El Nani» eran asiduos visitantes del barrio de Lavapiés. De hecho, El Nani fue detenido por un atraco a una joyería de la calle Tribulete —también en el barrio—, del que en realidad no era responsable. Lamentablemente, en dicho incidente murió asesinado el propietario del negocio, y, poco después, se cree que El Nani perdió también la vida a manos de la policía.
El hermano de Domi realizó algún que otro «trabajo» con El Nani. Además de atracador, Rober fue toxicómano y murió de sida a la edad de 38 años. De su corta vida pasó doce o trece años entre rejas. En los años sesenta y setenta la gente se iniciaba en el mundo de la droga, como siempre, primero consumiendo alcohol, para luego pasar a fumar porros y tomar tripis. Sin embargo, la cocaína no era común entre los más desfavorecidos y se pasaba directamente a la heroína, algo que podía ser devastador. Rober, entre otras cosas, movía kilos de droga y organizaba atracos a bancos.
Los chavales se juntaban en «la corrala» de Lavapiés. Se trataba de una construcción en estado de deterioro situada en la calle Mesón de Paredes. Las Escuelas Pías, que por entonces estaban en ruinas, contaban con distintos agujeros por los que se metían los jóvenes para jugar a las cartas, pincharse o tener sus primeras relaciones sexuales. Según Domi, era muy complicado por aquel entonces tener sexo con chicas, puesto que reinaba todavía una gran represión. Aunque, como dice él, «siempre había un par de chicas que eran un poco golfas», por lo que no estaba vedado el sexo por completo. No era raro perder la virginidad con prostitutas, algunas de las cuales recorrían la calle Encomienda. Esas mujeres no solo hacían la calle sino que cuidaban de la gente del barrio, un tipo de solidaridad que creaba arraigo entre los vecinos y los elementos más marginales de la comunidad. En un principio, todo ello formaba parte de la vida cotidiana. No obstante, las cosas fueron cambiando. En torno a 1979 y 1980, la presencia de camellos de heroína era más que evidente. Este nuevo boom de la droga estaba directamente vinculado a la revolución islámica de Irán, que fue la causa de un éxodo masivo de iraníes desde su país de nacimiento hasta España, siendo Irán uno de los países más destacados en la ruta de la heroína de Oriente a Occidente. Desde ese momento las calles no eran tan seguras. Fue por aquellos años cuando los propios vecinos de Lavapiés organizaron batidas para echar a los yonquis del barrio.7 En 1985, el Ministerio del Interior consideraba que el 75 % de delitos comunes estaba vinculado al tráfico y uso de estupefacientes.
La venta de drogas en esos años se hacía en los propios locales del barrio, algo no tan común a día de hoy. Como dice Domi, «los propios establecimientos respetaban a esa gente, y esa gente respetaba los establecimientos», es decir, que los camellos operaban desde ciertos bares que, generalmente, no participaban del negocio, aunque sí estaban interesados en la llegada de posibles clientes, y ello a pesar de que fuese la heroína el principal reclamo. Algunos bares del barrio eran el centro de operaciones de algunos de estos traficantes de drogas extranjeros, generalmente del norte de África y de Oriente Medio. Con la llegada de la Movida madrileña, otros locales nocturnos, como El Buscón, fueron bien conocidos como lugares en los que «pillar».
A mediados de los noventa, Lavapiés deja de ser un barrio tan castizo para ser ocupado por inmigrantes extranjeros. Y, a día de hoy, está siendo objeto de un proceso de gentrificación. Sus alquileres son cada día más caros, y es muy común ver turistas que alquilan pisos para pasar fines de semana gracias a las plataformas online.
Cuando murió Rober, llevaba dos años sin hablarse con su padre. Este último, después de muchos años, había logrado deshacerse de las autoridades que llevaban años acosándolo por ser hijo de un comunista. Y ahora era su propio hijo el que daba todos los problemas. Antes de llegar la democracia, la familia sufría registros de la policía política de Franco: «Ponían la casa patas arriba, buscando propaganda subversiva, buscando pistolas». Con la muerte del dictador esto termina, pero comienza otro calvario para ellos: la llegada de la heroína y la iniciación del hijo mayor en el mundo de la delincuencia.
Como camello, Rober también abastecía a músicos y personajes de cierta posición social: desde uno de los músicos de Julio Iglesias a diputados de extrema izquierda. A pesar de este interés por las drogas, la heroína estaba terminantemente prohibida para Domi. Como bien dice: «Yo tuve pánico a la heroína desde el minuto uno, viendo los efectos que tenía sobre mi hermano». Sin embargo, fumó heroína en una ocasión: «Cuando probé el caballo me di cuenta de que no se me empinaba la polla». Eso sí, «el mejor pedo que me he pillado en mi vida fue de caballo. La única vez que lo probé. Los mejores veinte minutos de mi vida de pedo fue de caballo». Luego, sin embargo, «me puse a vomitar, y a vomitar… te quedas hecho un parásito… y la polla blanda, como el que se la menea a un muerto… Y yo pensando, ¿esta es la mierda que os metéis? Iros a tomar por culo, anda».
Rober era un heroinómano atípico, pues los yonquis de la época eran «tipos débiles, eran tipos cobardes, eran tipos que buscaban el camino fácil para el pico fácil». Rober, sin embargo, nunca robó a la familia, ni vendía objetos valiosos de la casa familiar. «Mi hermano, si le faltaba pasta, se cogía el fusco… y se iba a un banco o se iba a una gasolinera, o se iba donde había pasta». En los setenta el robo de bancos, gasolineras y joyerías era muy común. Sin embargo, las nuevas tecnologías, «como el sistema de apertura retardada», aplicadas a la protección de dichas entidades y establecimientos lograron reducir enormemente la frecuencia de los atracos. Estos siempre se hacían a primera hora de la mañana. Y, para escapar, se usaban las