rel="nofollow" href="#ulink_76fb95cb-77c4-5faa-ab5e-9523944a1f50">10. Ya se sabe, «Don’t get high on your own supply!».
11. Un negocio que no les salió bien fue una joyería en la calle Ibiza, donde como propietarios habían de enfrentarse a nuevos peligros como los atracos que se dispararon en la década de los setenta.
12. Hay que entender que, previamente a 1987, uno de esos vendedores callejeros de flores podía ganar 250.000 pesetas al mes; como si ganase 1.500 euros hace más de treinta y cinco años. En los ochenta ese dinero era una suma nada desdeñable. De hecho, los precios de las flores siguen siendo básicamente los mismos. Con los años se ha ido reduciendo el margen de beneficio y los vendedores callejeros siguen ganando la misma cantidad.
3. Historias de Lavapiés, años setenta
El barrio de Lavapiés en los años ochenta.
Si existe un barrio castizo, ese es Lavapiés. Se trata de una zona que ha cambiado mucho en los últimos años. Quiero ofrecer un retrato que permanezca, pues el barrio tal y como existió se desvanece a pasos agigantados, siendo, a día de hoy, una de las comunidades más multiculturales y gentrificadas de la capital.
Dice la leyenda que, en sus orígenes, Lavapiés fue el barrio judío de Madrid. Aun así, se sospecha que dicha información carece de validez histórica. Se dice, también, que el nombre del barrio surge de las abluciones que realizaban los judíos de la zona antes de orar.
Dejando de lado si estas teorías son o no mitos urbanos, Lavapiés fue siempre un distrito en el que vivieron las clases más populares de la capital. Es por ello que ahí nació el llamado «Manolo», sinónimo del «valiente» o del «chulo», antecesor eminente del macarra. Probablemente, se usaba el término Manolo por la abundancia de hombres que contaban con dicho nombre propio en la zona.1 No sería desacertado afirmar que Lavapiés es la cuna del macarra madrileño: macarra entre macarras.
El barrio se origina en el siglo xv con la llegada de comerciantes a los muros de la ciudad, que hallaban una vía de comunicación entre Madrid y Toledo a través del camino real. Estos asentamientos extramuros fueron con el tiempo asimilados por la gran ciudad. Hasta el reinado de Felipe IV, Madrid crece por el desbordamiento de sus límites artificiales —murallas y cercas— que se añaden a las propias fronteras naturales (topográficas) de la localidad. En el siglo xix la zona sur de Madrid, que integra Lavapiés, se convierte en asiento de estaciones de tren y un cinturón ferroviario, pasando a ser un «área logística» o de «intercambio de mercancías». El distrito sur se convierte entonces en una zona para el almacenamiento y la «actividad fabril», por lo que resulta necesario desarrollar proyectos de vivienda para la población obrera.2
La inmigración en los tiempos previos a la Transición era intra-nacional, como ya hemos visto. Lavapiés era también un lugar al que se dirigían campesinos en busca de una vida mejor. Curiosamente, aquellos que ya vivían en la metrópoli miraban a los recién llegados con suspicacia (como ocurre a día de hoy con la inmigración extranjera), tanto por ser gente poco sofisticada, como por tener que compartir con ellos el trabajo que había. Este es, de hecho, el asunto de la película Surcos (1951), un film de José Antonio Nieves Conde de corte neorrealista. La película ilustra las dificultades de una familia recién llegada a la capital desde el campo, y cómo el impacto de la realidad hace añicos todas las ilusiones de dichos inmigrantes que han de dedicarse a todo tipo de actividades ilícitas para sobrevivir. El hacinamiento que sufren los miembros de una familia llegada a Lavapiés queda ilustrado también en esta película, que expone la realidad de las corralas como proto-fenómenos de los pisos patera. Dada la realidad económica del país, pocos extranjeros estaban interesados en afincarse en España. De hecho, la inmigración extranjera comenzó a tornarse verdaderamente prevalente en Madrid a partir de los años noventa, cuando la mejora económica era más que palpable.
Las calles de Lavapiés, y lo que es el actual distrito de Arganzuela, fueron siempre ocupadas por algunos de los jóvenes más duros de la ciudad, habituados a la violencia desde su nacimiento. Muchos de ellos jamás habían pisado la escuela y carecían, en muchos casos, de artículos de primera necesidad. Podemos decir que en los años sesenta y setenta la cosa seguía más o menos igual. Y será de la mano de un informante excepcional que transitaremos por esa realidad que ya se ha esfumado casi del todo. Domi es su nombre, un heavy de la vieja escuela nacido en 1962 en el Lavapiés de la época franquista. Se trata de un representante de la primera vanguardia del heavy en España, no ajeno a la delincuencia ni al casticismo más clásico; heredero legítimo de los antiguos pobladores del Madrid de Felipe IV, a los que ya hemos hecho mención. Domi, gran admirador del Siglo de Oro, es alguien para quien el «primer heavy de la historia fue Francisco Gómez de Quevedo y Santibáñez Villegas». Debemos tener en cuenta que, en su época, los heavies llenaban estadios. Los heavies eran una tribu urbana a tener en cuenta, siempre vinculados a la clase trabajadora. Como dice uno de mis informantes: «Todo lo que estaba fuera de la m-30 eran heavies».
A finales de los años sesenta, Lavapiés era un barrio de obreros muy arraigado a sus tradiciones. Por entonces había una verdadera pasión por el chotis, y las gentes del pueblo vivían hacinadas en el seno de corralas. Estas eran, como dice Domi, «vecindarios en los cuales vivía mucha gente de diferentes posiciones dentro de la misma extracción social». Por entonces, había una gran solidaridad entre vecinos, que es algo que muchos de los supervivientes de la época echan de menos. Todo el mundo se conocía. Lavapiés era un pequeño pueblo y, «dentro de la mierda que había en el barrio —que había mucha, mucha—, tratábamos de taparnos, de convivir».
Las drogas estuvieron presentes en la casa de Domi desde muy temprano. De hecho, su padre, mecánico de autobuses de la emt y al que hace referencia como «miembro de la cofradía del puño cerrado» por su tacañería, fumaba porros en la vivienda familiar, un hábito que adquirió en los años cincuenta. En la calle Conde Duque había por entonces un cuartel de la guardia personal de Franco compuesta por marroquíes. Muchos miembros de dicha guardia vendían kifi o pólen de primera calidad.3 Dice Domi que el kifi era una especie de dormidera, «más cercano, en sus efectos, al opio que al hachís o a la marihuana». Ya entonces había gente que lo consumía, pero nadie se daba cuenta de que te estabas fumando un porro porque, como dice Domi, «había mucha ignorancia».4 Con la democracia todo cambió. Con la Transición llegó de todo, incluso la información «a borbotones», algo que supuso una pega para muchos que, como el padre de Domi, habían adoptado ciertas costumbres que, desde entonces, serían consideradas ilegales e ilegítimas. El hermano mayor de Domi, Roberto, le sacaba nueve años. Ambos tenían una buena relación. Rober ejercía de protector, pero también de modelo a imitar. Según Domi, su hermano se torció en torno a 1968, cuando muchos elementos contraculturales extranjeros comenzaron a hacer su aparición en España, especialmente entre miembros de las clases más bajas. A los doce años de edad Rober tuvo su primer encontronazo con la policía, al robar en una juguetería de la calle Encomienda con sus colegas, entre otras cosas, para regalarle un juguete a Domi.
Por lo visto, rompieron la cristalera del negocio para llevarse todo lo que contenía. Por entonces, la solidaridad entre vecinos se expresaba también en el «chivateo»: un testigo dio a la policía los nombres de los infractores. Luego, a mediados de los años setenta, se creó una gran alarma social por la nueva delincuencia emergente. Los tirones de bolsos se multiplicaron en los barrios, junto con otros muchos delitos contra la propiedad privada.
Corrala de Lavapiés en los años setenta.
En esa época, no solo en Lavapiés, sino en todo Madrid, dominaban las pandillas. De modo similar al modelo de delincuencia juvenil presente en los Estados Unidos, cada distrito y barrio contaba con su propia pandilla callejera. Las peleas a pedradas, también conocidas como «dreas», eran comunes por entonces.