Iñaki Domínguez

Macarras interseculares


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estaban diseñados para el disfrute de los americanos; también para el lucro de todos los buscavidas, prostitutas y propietarios del mundo de la noche. Franco hacía la vista gorda, pues los americanos eran quienes imponían sus criterios, dada su supremacía política y económica.6

      La Castellana en construcción.

      Ese Madrid del franquismo tardío estaba construido a base de hormigón, compuesto de estancias repletas de madera y portales kitsch ornamentados con estatuaria bizarra (en algunos casos, de corte religioso). Conozco a habitantes castizos de estas construcciones subsumidos en su propia burbuja imaginaria de rancio abolengo. Son ese tipo de gentes que fuman sus puros en el ascensor, importándoles muy poco si el hedor de su tabaco molesta a sus vecinos; que no saludan porque creen ser mejores que los demás; que están subyugados por una soberbia impostada que brota de una falta de genuina estima de sí mismos. Es la España reaccionaria atravesada por una neurosis que supura por sus poros; una neurosis sustentada en una cultura que es enemiga de la vida, como diría Nietzsche. Esa neurosis de las altas esferas de la españolidad rancia se fundamenta, principalmente, en el rechazo del sexo, es decir, el repudio de uno mismo.

      Cartel de la película Madrid, Costa Fleming (1973).

      Hay culturas que reniegan de la naturaleza biológica pero que, aun así, canalizan o subliman sus propias necesidades animales. Y cada una de estas estructuras culturales cuenta con una eficacia mayor o menor dependiendo del contexto histórico. El cristianismo de finales de siglo xx en España, sin embargo, no habría de ejercer dicha función. De hecho, sus mandamientos eran por completo contraproducentes dadas las circunstancias. Esos españoles antiguos tenían (y tienen) muchos esqueletos en sus armarios e hijos adultos neuróticos en sus cuartos de calderas. En una ocasión, bajando por la Castellana, vi a un señor de unos sesenta años temblando tendido en la acera, en un ataque que no sabría definir. Su dentadura postiza le colgaba de la boca. La imagen era perturbadora. Seguí caminando y un transeúnte que andaba en mi misma dirección comenzó a hablarme. Aunque en un principio creí que era marroquí, dijo ser napolitano. Tendría treinta años y su oficio era el de repartidor que lleva la compra a casa de familias de la zona. Trabajaba para Sánchez Romero, probablemente el supermercado más caro de España. Me dijo que no podría creer lo que él veía en su trabajo. Que la gente del barrio «estaba loca». Que eran todos alcohólicos, miembros de familias disfuncionales en las que convivían grandes señoras y caballeros altaneros, con sus hijos de cincuenta años, y que el tipo ese al que le estaba dando el ataque era un ejemplo de ello. Ese hombre en el suelo representaba tan solo el síntoma de un padecimiento colectivo.

      La zona de juerga de la calle Doctor Fleming de finales de los años sesenta estaba compuesta, pues, de dos grupos humanos bien diferenciados: extranjeros vividores y castellanos ensimismados que pertenecían más a la Edad Media que al siglo xx. Los dionisiacos norteamericanos iban a ganar la partida, y lo sabían, pues el universo y la historia conspiraban a su favor.

      Por lo visto, una calurosa tarde del verano de 1968 preguntaron al joven periodista Raúl del Pozo dónde veraneaba y él respondió que en la «Costa Fleming». Sus palabras remitían a dicho barrio de Corea, situado en la franja este de la Castellana; avenida «estructurante» de la ciudad, pues la atraviesa de norte a sur. El éxito de esa zona, en lo que a festividades nocturnas se refiere, hizo que dicho modelo de negocio se extendiese tanto hacia el oeste de la Castellana, en Capitán Haya (que todavía a día de hoy está lleno de barras americanas, locales de strip tease y prostitutas callejeras), como hacia el este, hasta Príncipe de Vergara, ya en las inmediaciones del parque de Berlín (inaugurado en 1967).

      A esta última zona —situada en el límite oriental del barrio de Corea— remitirán las historias que narraré a continuación. Se conocía al barrio de Colombia (oficialmente conocido como Hispanoamérica a modo de homenaje a la fecundación cultural que supuso la conquista de América), como de las Cuarenta Fanegas o el barrio de las Preñadas. Como ya vimos, en los sesenta había una demanda latente de pisos, y se construyeron muchas viviendas para funcionarios, militares y empleados institucionales. El barrio de Colombia está conformado, en gran parte, por viviendas de protección oficial, solo que dependiendo de la categoría oficial a la que uno perteneciese accedía a viviendas más o menos lujosas.

      Como ya dije, tras mi encuentro fortuito con Ángel esa noche de verano de 2018 quise entrevistarme con su padre, propietario de varios locales nocturnos de la zona durante los sesenta. Varios meses después concertamos la cita en un restaurante de Madrid, entre Ángel, su hermano, su padre y yo. El primero en llegar fui yo, y quedé a la espera en una mesa del restaurante Lobbo. Bebía cerveza mientras escuchaba las conversaciones de los adinerados venezolanos sentados en la mesa de al lado. No mucho tiempo después llegó Ángel. Hablamos un rato hasta que aparecieron sus dos familiares. Su padre era un hombre de ochenta y cuatro años, que se sentó a mi lado sin decir palabra. Tras intercambiar unos y otros las debidas palabras de cortesía, el viejo clavó sus ojos en los míos con una media sonrisa y un perverso brillo en la mirada, diciendo: «Bueno, ¿y qué quieres saber?». Yo saqué mi grabadora y apreté el botón de rec.

      El padre de Ángel, José Núñez, comenzó su carrera en las oficinas de la Azucarera, en las que trabajó durante diecisiete años. Al casarse, el sueldo no le llegaba, por lo que se vio obligado a ponerse a trabajar en un mesón de El Viso [en el límite sur del barrio de Corea] llamado El Sobaco, donde se familiarizó con el mundo de la hostelería. Con la modernización del barrio a principios de los sesenta, las barras americanas comenzaron a proliferar en el lugar. Viendo una oportunidad de negocio, en 1963 montó, con su hermano, el bar Tokio en la calle entonces conocida como del General Mola (Príncipe de Vergara), al sureste del barrio de Corea. El Tokio era una barra americana: un local donde se reunían prostitutas para atraer a clientes. Este tipo de locales no son prostíbulos per se, sino que operan como plataformas de encuentro para putas y puteros. El propietario del bar se lucra de las copas que los potenciales clientes consuman, siempre animados por las prostitutas que exigen ser invitadas. De las copas que estos pagan, las prostitutas se llevarán un porcentaje. Si estas luego quieren cobrar al cliente o no por servicios sexuales, es cosa suya. El bar no cuenta con habitaciones o estancias para practicar el sexo. Las chicas hacen de reclamo que incrementa el consumo (y precio) de bebidas.

      José Núñez con el autor.

      Estos locales estaban sujetos a una serie de medidas estrictas y, en algunos casos, absurdas. Por poner un ejemplo, estaba terminantemente prohibido que las mujeres ocupasen el espacio fuera de la barra, y la corrupta policía franquista hacía asiduas visitas al local. En la calle Hermanos Bécquer, donde vivían tanto Carmen Polo como Carrero Blanco, la cosa era bien distinta. Según me comenta José, debajo del ático donde vivía «la Franca» —como él la llama—, en un local a pie de calle, había otro bar americano. En el resto de Madrid, las autoridades complicaban las condiciones para que estos bares operasen autónomamente. Sin embargo, en Hermanos Bécquer los escoltas de la familia Franco podían disfrutar del alcohol, el sexo y la música con toda libertad. El resto de bares se veían acosados por dos comisarios bien conocidos en el mundo de la noche. Ambos agentes eran el azote de muchos de estos locales. «Esos nos daban caña constantemente», dice José. La corrupción, muy arraigada en el régimen como parte estructural del mismo, salpicaba también a la policía. Uno de los comisarios tenía irónicamente «en Ciudad Lineal un chalet con putas dentro. Y a nosotros no nos dejaban…». Digamos que el agente de la ley trabajaba a dos bandas. Putear a otros locales era un buen modo de diezmar a la competencia.

      Dado el éxito del Tokio, José y su hermano siguieron con la temática japonesa y abrieron el Samurai, otro local del estilo justo en frente del anterior. En el Samurai llegaron a contar «con dieciocho chicas». El negocio iba tan bien que montaron otro bar americano un número más abajo: el Acapulco. Los clientes de estos negocios comenzaron siendo los americanos, que luego fueron sustituidos por clientela española. Por lo general varones de unos cuarenta a cincuenta años de