que, en mi época y en otras, contasen con una sólida reputación entre las personas de la calle. He querido acercarme a estos personajes como si fuese yo uno de los hermanos Grimm. Estos quisieron, en el periodo romántico, «atrapar» o capturar el espíritu nacional que se expresa en el folclore y la sabiduría popular para que, a través de estas elaboraciones colectivas —mitos y cuentos de hadas—, el volksgeist germano viese la luz y quedasen registrados por escrito el espíritu de la nación y sus producciones. Los Grimm interrogaron a viejas y ancianas de poblaciones rurales para anotar las historias que estas conocían; cuentos de viejas, los llaman. Gracias a su labor, relatos tan universales como Blancanieves, La Cenicienta, Barba Azul, Hänsel y Gretel, Rapunzel, La Bella Durmiente, El gato con botas o Pulgarcito llegaron a ser conocidos por los lectores de todo el mundo. Algo así he querido hacer yo, solo que con narraciones urbanas protagonizadas por macarras diversos, integrando sus andanzas en los procesos urbanísticos y civilizatorios de la capital. En este libro, macarra y entorno urbano forman una simbiosis: la identidad del uno no puede existir sin el otro. Sujeto y ecosistema se desarrollan y reafirman en una relación dialéctica en la que uno se nutre del otro y viceversa.
Para escribir este texto he recurrido, como siempre, a mi intuición. Desde los trece o catorce años no he dejado de moverme por la ciudad y como buen madrileño (vivo aquí desde que tenía diez años) he conocido muchos barrios de la capital. Yo, como tantos otros, represento la antítesis de esos personajes que vienen a estudiar sus respectivas carreras para quedarse luego a vivir en la capital, sin salir casi nunca del centro. Madrid bien merece ser investigada, experimentada y vivida en toda su amplitud. Desde hace veinticinco años he conocido bien barrios como Colombia, Prosperidad, Malasaña, Retiro, Chamberí, barrio de la Concepción, avenida de América, Embajadores, barrio del Pilar o Diego de León. Aquellos que desprecian tales comunidades no saben lo que se pierden. A pesar de que, por lo visto, dichos lugares no atesoran capital simbólico (exceptuando Malasaña), uno no ha de creer que carecen de interés. Explorar la ciudad en profundidad es un modo de trascender los dogmas que se nos imponen desde la caverna mediática, las revistas «cool» y la siempre errada opinión pública. Explorar la ciudad es un acto de libertad que contribuye a redimirnos de estructuras mentales rígidas que no hacen sino empobrecer nuestra experiencia y, en definitiva, nuestras vidas e identidades.
He centrado mis investigaciones en la figura del macarra autóctono. Alguien que habita las calles, que quiere reafirmar su identidad públicamente y que, para lograrlo, en muchos casos hace uso de sus puños o delinque. Sin embargo, mis trabajos me han llevado por distintos derroteros y, en algunos casos, me he adentrado en ámbitos de pura delincuencia. Los límites entre el macarra y el criminal —incluso el mafioso— son difusos y uno no debe atemorizarse al cruzar de un terreno al otro. Ambos están tan íntimamente ligados que a menudo se confunden.
A la hora de documentarme, me he sentido como un espeleólogo que se adentra en la oscuridad más absoluta con una linterna adherida al casco. La luz que se desprende del artefacto solo alcanza un perímetro limitado: aquel que ilumino gracias a la voz de mis informantes, junto con mis propios recuerdos. En este sentido, yo también soy un informante. Mis experiencias forman también parte esencial del libro. Por eso este texto tiene mucho de indirecto autoanálisis. Uno se sorprendería del número de macarras, delincuentes, drogadictos y asesinos que conoce; si no directamente, a través de terceras personas. Recordar el propio pasado hace que uno confronte su mierda y, de alguna manera, esto resulta liberador. La mierda está ahí para todos. Uno rememora cosas que jamás recordaría si no escribiese un libro por el estilo. Escribir este tipo de relatos permite retener la identidad propia, en toda su miseria y en toda su grandeza. En los recuerdos uno se reconoce a sí mismo. En lo bueno y en lo malo.
Decía Charlie Chaplin que al ilustrar el modo en que una película es producida se priva al cine de su encanto. A mi juicio, ocurre precisamente lo contrario; al menos en relación con los libros. Desvelar los tejemanejes que me han llevado a dar cuerpo al texto sirve para otorgar más profundidad, creo yo, a su lectura. He tratado de conservar los nombres y apelativos reales de las personas retratadas, solo que en algún caso esto ha sido imposible: muchos de ellos son celosos de su intimidad, otros siguen en activo1 y algunos simplemente no están orgullosos de sus acciones pasadas.
Entre los entrevistados me he encontrado con dos tipos esencialmente antitéticos: el introvertido-reservado y el extrovertido-comunicativo. Naturalmente, a mí me interesan los informantes del segundo tipo.
Por otra parte, siempre había creído que, como antropólogo y escritor, yo era un teórico, que prefería pasar el tiempo en mi escritorio que realizando trabajo de campo. Lo cierto es que, en este caso, las entrevistas personales han sido, por lo general, un verdadero placer. Me encanta tratar con personas y me gusta beber cerveza, y ambas cosas eran parte ineludible del proceso de investigación. Al recabar información, entre muchas otras cosas, he tratado personalmente con macarras, delincuentes y politoxicómanos de toda condición y pelaje, he visitado narcopisos y he entablado conversaciones con asesinos confesos. El libro es, en términos estrictos, una etnografía del macarreo. Es probable que mi propia madre se sienta preocupada por estas investigaciones pero, sin duda, mucho más habrá de preocuparse cuando se adentre en los contenidos que se ofrecen a continuación. Uno no escribe para honrar a las madres, o para reproducir un discurso halagüeño que satisfaga la censura intrínseca tanto a la propia familia como a la comunidad a la que uno pertenece, sino con el solo propósito de exponer verdades que, por muy incómodas que puedan resultar, nos sirvan para reconocernos en ellas. La escritura, ya sea novelada, antropológica o filosófica, ha de incrementar siempre, a mi juicio, una cuota de autoconocimiento. Al menos ese es el objetivo planteado por el relato que se precipita ante el lector. El tema tratado aquí es especial. En términos literarios estamos hablando de una temática casi inédita. En palabras del fotógrafo Miguel Trillo: «Hay una agrafía absoluta de la calle. No hay… Llega cualquier escritor y todo de lo que habla son referencias de referencias, recortes de prensa. No hay contacto con la realidad. Hay un distanciamiento total [con respecto a] los hechos». No sería desdeñable, por lo demás, promover también con este texto la lectura entre macarras que se sientan identificados con lo que aquí cuento, o que aspiren a reconocer sus propias hazañas sobre el papel.
En su estructura el libro aspira a ser heterogéneo. Incluye reflexiones mías además de entrevistas, poesías, canciones y fotografías que describen la realidad analizada. Habiendo dicho todo esto, serán los propios personajes callejeros quienes llevarán, de ahora en adelante, el peso del relato. Ellos habrán de narrar con sus propias palabras en qué consiste su mundo y cómo se mueven en él. No obstante, será necesario aportar primero algunas notas introductorias sobre nuestro presente objeto de estudio.
1. En palabras de uno de mis informadores: «Una vez te metes en ciertos estilos de vida es muy difícil salir. ¿Que vas a pasar de ganar cuatro mil pavos al mes a novecientos? Yo me encontré a uno que decía que lo había dejado. Que tenía niños. Pero el pavo iba súper bien vestido, llevaba un bmw».
1. La figura del macarra:
etimología e identidad
Comencemos por definir adecuadamente el término que sirve de hilo conductor a este libro: el macarra. Como dije en otro lugar, la palabra macarra originalmente viene a significar proxeneta. El vocablo proviene del francés «maquereau» que significa literalmente «caballa». No se sabe muy bien cuál es la asociación entre el chulo de putas y ese pescado en concreto. Hay quien dice que quizás tenga algo que ver con el olor de las partes pudendas de hombres y mujeres. El arquetípico proxeneta afroamericano es llamado «Mack Man» o «mackerel»; un concepto transferido a Estados Unidos, también del francés, a través de Nueva Orleans.1 Tanto el macarra español como el mack estadounidense cuentan con la misma raíz etimológica: «maquereau». Se considera que el término maquereau está emparentado con el neerlandés makelaer, algo así como un corredor o agente; también con makeln (traficar, comerciar), derivado a su vez de maken (hacer). En castellano contábamos con un término similar proveniente del árabe: alcahueta, que contiene el prefijo «al» (el) y «qawwád» (mensajero). La alcahueta era aquella que hacía de mediadora entre amantes cuyos amoríos, generalmente,