solo que es un término de origen italiano. Tanto rufián como macarra, sin embargo, han dejado de significar —en el lenguaje cotidiano al menos— lo que significaban. Según la Real Academia de la Lengua, macarra viene a ser una persona «agresiva, achulada».
No es de extrañar que los pobladores de Madrid sean considerados chulos o macarras, puesto que la ciudad de la villa ha estado tradicionalmente vinculada al ámbito de lo público, de lo callejero. En Madrid, la gente ha hecho siempre vida en las calles. Desde que Felipe II estableció la Corte en Madrid el 12 de febrero de 1561 —se dice que aterrorizado por potenciales ataques navales—, en Madrid han confluido personajes provenientes de todos los puntos de España. ¿Qué ocurre cuando uno deja atrás sus raíces y se adentra en grandes centros urbanos donde reina el anonimato? Que se desinhibe y explaya, que de algún modo se torna chulesco. He ahí uno de los múltiples factores que sirven de base al archiconocido chulo madrileño. Por otra parte, la ciudad de Madrid se caracteriza por el protagonismo que ha tenido siempre la propia población a la hora de conformar la identidad urbana, siendo una capital en la que «los movimientos sociales urbanos han sido determinantes en la modificación del modelo de desarrollo».2
Podemos afirmar que el macarra surge exclusivamente en las ciudades y que es eminentemente masculino y más propio de la juventud. Hemos de tener en cuenta que las ciudades representan, históricamente, los grandes focos de delincuencia y patologías mentales frente al mundo rural. Con el desarrollo de las grandes ciudades europeas en la segunda mitad del siglo xix, la delincuencia se incrementó exponencialmente.3 En palabras de Mireya Suárez: «El origen del pícaro es la ciudad … donde la aglomeración dificulta el vivir».4 Sin embargo, curiosamente los macarras son más prevalentes en aquellas zonas suburbanas, haciendo uso de dicha palabra en términos literales; es decir, en entornos sub-urbanizados es donde los macarras han contado con gran presencia. Es en ese límite entre lo rural y lo urbano donde han florecido algunos de los personajes más agresivos y pendencieros de las ciudades. Esta difusa frontera entre lo urbano y lo rural ha sido, de hecho, el ecosistema del quinqui, esa figura tan en boga en los tiempos actuales. La marginalidad no solo tiene un significado metafórico en relación a la delincuencia, sino verdaderamente literal. En muchos casos los índices de criminalidad vienen determinados por la localización del delincuente en el plano físico de la ciudad. A mayor centralidad, siempre hablando en términos generales, la agresividad de los habitantes disminuye. Como ejemplo de esto contamos con el testimonio documental del género cinematográfico llamado quinqui. En Perros callejeros (1977), el Esquinao, que al final de la película decide castrar al Torete, pasa su tiempo en una cuadra, que parece hallarse en las inmediaciones de los altos bloques de viviendas en los que vive el propio Torete;5 el protagonista de La semana del asesino (1972), Marcos, vive en una pequeña casa de apariencia pueblerina, también en las inmediaciones de unos grandes edificios recién construidos (el futuro Pinar de Chamartín); en Deprisa, deprisa (1981) el paisaje urbano y rural se entremezclan de continuo, de modo repetitivo, hasta la saciedad; en El Lute: camina o revienta (1987), los protagonistas se hacen un «trespa» (que significa ir montadas tres personas en una sola moto) desde un poblado chabolista hasta una joyería del distrito de Tetuán para cometer un atraco; y en Colegas (1982), ambientada en el barrio de la Concepción, ocurre tres cuartos de lo mismo. Los ejemplos de lo que aquí quiero ilustrar son innumerables.
Pero no hace falta remitirse al cine. Recuerdo yo tener tan solo diez años, en 1991, y esperar el autobús debajo de unas Torres Kio todavía en construcción, y ver a dos gitanos en un carro tirado por un burro, circulando por la continuación de la Castellana en medio del tráfico, exclamando a grito pelado: «¡Afuera las viejas, que suban las jóvenes! ¡Afuera las viejas, que suban las jóvenes!». Escuché yo entonces a un señor con bigote y gafas de aviador que había a mi lado decir para sus adentros: «Tu puta madre…». Quinquis y gitanos son los protagonistas de este entorno entre urbano y campestre, no del todo definido, aún por construir.
También el macarra ha ocupado tradicionalmente un espacio periférico. En Madrid, muchos de los «ventorrillos, tabernas y bodegones» donde se juntaba gente de mala vida estaban en «arrabales y extramuros», localizados durante el reinado de Felipe IV en barriadas a día de hoy tan céntricas como Lavapiés. Lugares análogos durante el periodo intersecular aquí analizado serían los barrios de la periferia. En tales emplazamientos había, además, solares donde la gente humilde podía realizar sus reuniones dominicales. Esta apropiación del espacio público por parte de las clases menos pudientes con fines celebratorios sigue existiendo. Todavía recuerdo encontrarme una noche de verano a una familia gitana haciendo una barbacoa en el interior de la piscina pública del barrio del Pilar, o las memorables reuniones de los años noventa celebradas por numerosos ecuatorianos en la Chopera del parque del Retiro los domingos. Cuando le comenté esta costumbre a un amigo peruano me dijo que eso era cosa de «cholos», un término derogatorio para referirse a los indios cuya etnicidad está vinculada a los estratos sociales más desfavorecidos. También en California las barbacoas realizadas en los parques son un elemento distintivo tanto de mexicanos como de afroamericanos. Aquellos que no cuentan con espacios privados para celebrar fiestas multitudinarias lo hacen necesariamente en lugares públicos.
Por otro lado, y al igual que la picaresca de los siglos xvi y xvii que «alcanza todos los estratos de la sociedad», los macarras de finales del siglo xx están presentes también entre las clases pudientes. Esto es algo típico de Madrid, donde la aristocracia siempre tuvo interés en identificarse con las costumbres y ritos de las clases populares. Si Madrid cuenta con una virtud, esta es su horizontalidad con relación al trato entre personas pertenecientes a diversas clases sociales. La cercanía de la aristocracia a los estratos más bajos es lo que vino a denominarse «majismo». No es de extrañar, pues, que el rey Juan Carlos I fuese más conocido como «el campechano». De esta manera popular del ser aristócrata provienen también las célebres Maja desnuda y Maja vestida, retratos de Francisco de Goya que se dice que representaban, nada más y nada menos, a la Duquesa de Alba. Madrid era la corte donde ricos y pobres se confundían unos con otros, al menos en su apariencia y en muchas de sus costumbres.6
Por lo general, el macarra no es una persona cultivada intelectualmente, algo que le hace depender del ingenio y la fuerza bruta. En los barrios duros de Madrid un elemento que impera es la picaresca. Tal concepto, que tiene precursores en la literatura latina, cobra importancia en España a partir de los siglos xiv y xv. Con todo, el «pícaro» como término inicia su andadura en el xvi. Se llama pícara a la gente «perdida, vagabunda o rufianesca», siendo un atributo de aquellos que han de ganarse el sustento de modo ilegítimo por vía del engaño. Dice el historiador José Deleito y Piñuela que ese engaño nace de la necesidad, pero que pasa luego a ser «engaño por gusto y por costumbre».7 Como veremos en las páginas de este libro, lo que se inicia a modo de tentativa se convierte en hábito por lo fácil que resulta. Los pequeños hurtos y los abusos cometidos contra otros se perpetúan en el tiempo por los beneficios, casi sin consecuencias, que reportan. El antropólogo y criminólogo pionero en España Rafael Salillas entendía que la picaresca era propia de lo que denominó la «psicología del nomadismo»: carecer de un lugar fijo en el que vivir induce a las personas a conducirse de modo inmoral. Se entiende que aquellos que deambulan de un sitio para otro, o permanecen en un lugar público sin un propósito aparente, tienen siempre intenciones ocultas de tipo antisocial. De ahí que la II República aprobara en 1933 la Ley de vagos y maleantes. Se entendía que esta norma servía para evitar potenciales conductas delictivas, si bien su función consistía, básicamente, en poder quitarse del medio a personajes considerados molestos. Esta ley se modficó con el franquismo para incluir a los homosexuales y, con la Transición, devino en la Ley sobre peligrosidad y rehabilitación social. Según el fotógrafo Miguel Trillo, un macarra podía ser detenido sin más, pues se trataba de «una ley anti-pintas». Por poner un ejemplo, si esta ley siguiese en funcionamiento podría haber servido para acabar con todo lo relativo a las llamadas «cundas» de la Glorieta de Embajadores de Madrid, donde se juntaban los toxicómanos para tomar taxis hasta los mercados de la droga. A ese vaguear en inglés se le llama «loitering», algo que en Lavapiés hacen a día de hoy muchos subsaharianos, pero que también es propio de ancianos y jóvenes autóctonos. Como establece City of Quartz (1990), del escritor marxista Mike Davis, existen formas de arquitectura de corte conservador que interfieren de modo