gran distancia para impedir que la gente socializase en las calles y, en su lugar, corriesen de un lado para otro buscando bienes de consumo. Otro ejemplo son las más recientes paradas de autobús de Madrid —diseñadas durante la alcaldía de Ana Botella—, que están partidas en dos por un filo intermedio que impide a vagabundos y borrachos tumbarse en las mismas. Por su parte, en diciembre de 2018, la alcaldesa Manuela Carmena colocó espaciosos bancos en la Gran Vía de Madrid en los que alguien pudiese pararse a tomar un café, hacer botellón o tumbarse cómodamente. El diseño urbano expresa implícitamente ideologías políticas concretas. De algún modo, en la actualidad las políticas urbanas conservadoras parten de principios anti-callejeros que favorecen la circulación de personas guiadas por estímulos utilitarios que fomenten el consumo.
Como ya hemos visto, el macarra habita el espacio público, algo que se debe, entre otras cosas, al hecho de que —al menos los macarras interseculares por mí descritos— son personas jóvenes que por lo general carecen de vivienda propia. En Madrid el espacio paradigmático del macarra, aquel en el que pasa su tiempo cotidiano de ocio, es «el parque». Todo macarra en su sano juicio ha de contar con un parque al que acudir a diario para socializar, fumar porros y beber litronas.8 Cada macarra, según el barrio, cuenta con un parque fetiche: parque de Berlín, parque del Gato, parque de Colombia, parque de los Mosquitos, parque del Oeste, parque Calero, a no ser que viva en el centro, donde los parques brillan por su ausencia. Para los personajes callejeros del centro, el lugar de reunión es la plaza Olavide, Dos de Mayo, plaza del Madroño (de Juan Pujol), plaza de los Borrachos (San Ildefonso). España es, en el imaginario colectivo, un país de holgazanes en el que la gente hace vida en la calle, por lo que su territorio no podría dejar de representar el caldo de cultivo ideal para la proliferación de macarras. Sin embargo, no todo es holgazanería. Muchos macarras son buscavidas que convierten su ocio en un tiempo para el lucro económico.
Leo en un estudio psicológico sobre el pícaro que este es «móvil, impulsivo, rebelde y que le falta perseverancia». Tanto pícaros como macarras son personas que viven al día y que se hallan familiarizadas con el dolor, tanto físico como moral. Sin embargo, hay una diferencia fundamental entre el pícaro y el macarra: éste último quiere imponer su voluntad de modo directo, al descubierto. Si el pícaro se guía por argucias subrepticias, el chulo hace más uso de la violencia y la intimidación. En todo caso, ambas figuras son consideradas por la España convencional como seres amorales. Esa amoralidad está vinculada a la juventud propia del macarra. La adolescencia es una época en la que los principios morales no están plenamente fijados, lo que conduce a una falta de conciencia ética. Muchos jóvenes desconocen casi por completo los sentimientos de culpa hasta su madurez. Esta amoralidad es uno de los temas principales de La naranja mecánica (1962), la novela de Anthony Burgess. Lo cierto es que la violencia en los jóvenes —especialmente entre varones— es más común que entre personas maduras. Esta violencia se expresa de muchas maneras: en agresiones físicas a otros, en vandalismo, gamberradas o en crueldades de todo tipo. Esto probablemente obedece a aspectos biológicos y hormonales, pero también a determinantes de corte psicológico: los adultos son aquellos que se hacen responsables de sus actos, y la responsabilidad está irremisiblemente vinculada a la culpa. Solo nos sentimos culpables de aquello de lo que somos responsables. Cuanto más consciente de su propia responsabilidad sea el individuo, más familiarizado estará con el sentimiento de culpa. Por otro lado, existe una impulsividad y agresividad que van decayendo con los años. Como me dice un macarra de la vieja escuela: «Con los años te vuelves manso».
La adolescencia es una edad complicada en términos morales. Atendamos al testimonio de un profesor que se escandaliza ante sus propias acciones de juventud: «Recuerdo los sentimientos de mi propia juventud, quizás con mayor claridad que la mayoría de la gente, y sé que entre los once y quince años de edad estaba desprovisto de todo afecto, era apasionadamente vengativo y capaz de actos de los que hoy retrocedería con horror… y —basándome en mis experiencias como profesor— tengo la impresión de que la mayoría de los chicos de esa edad [también] son [así]».9 El cambio de perspectiva moral que tiene lugar a medida que uno madura ha sido perceptible para mí en el proceso de investigación del presente libro en la reticencia con la que me he topado al tratar de entrevistar a algunos de mis informantes. Estos se han negado a colaborar, sencillamente, porque no querían recordar acciones pasadas de las que no se sentían orgullosos. Habían madurado y el recuerdo de su pasado les resultaba desagradable.
Por otro lado, esa «movilidad, impulsividad, rebeldía y falta de perseverancia» a las que hemos hecho alusión serían también atributos típicos de la juventud. El atrevimiento en la adolescencia cuenta con un lado negativo que tratamos de olvidar, quizás con la intención de mejor aceptarnos a nosotros mismos.
1. Christina y Richard Milner, Black Players: The Secret World of Black Pimps, Bantam Books, 1972, pág. 32.
2. Manuel Castells, Crisis urbana y cambio social, Siglo xxi, 1981.
3. Havelock Ellis, The Criminal, Walter Scott, 1901, págs. 369-370.
4. Citado en José Deleito y Piñuela, La mala vida en la España de Felipe IV, Alianza Editorial, 2008 (1948), pág. 126.
5. Frank Braña, el actor que da vida al Esquinao fue, de hecho, pastor en sus años mozos.
6. Una de las cosas que más sorprende al realizar trabajo de campo sobre el tema es la abundancia del llamado «pijo malo», la oveja negra de familias con alto poder adquisitivo que sabe moverse con toda soltura en los bajos fondos. Muchos de los más grandes camorristas y delincuentes madrileños han sido «niños bien». Es este un fenómeno verdaderamente fascinante al que prestaremos alguna que otra atención más adelante.
7. José Deleito y Piñuela, La mala vida en la España de Felipe IV, Alianza Editorial, 2008 (1948), págs. 11, 120, 194.
8. Un clásico del macarreo madrileño consiste en ir al parque a fumarse un porro y «pasear a la perra». Es un enigma por dilucidar el porqué tales animales son siempre del género femenino. Ningún macarra que se precie «pasea al perro».
9. Havelock Ellis, The Criminal, Walter Scott, 1901, pág. 384.
Cartel de Perros callejeros (1977).
2. Póker, putas y cuba libres:
«Costa Fleming» y alrededores
Aunque mi intención inicial era comenzar mi relato en los años setenta —los años de la Transición, la proliferación de las drogas y la rebelión juvenil—, todo cambió al conocer a un personaje en una noche de excesos. En julio de 2018, fui invitado a una fiesta en la casa de una nueva amiga en la calle Academia, donde me presentaron a un tal Ángel. Le comenté que estaba realizando entrevistas para un libro sobre historias callejeras y él me habló de su padre, del que me contó varias historias de los años sesenta que despertaron mi interés. Decidí, entonces, entrevistarme con el referido señor, ya octogenario, y arrastré un poco más hacia atrás la cronología de mi libro.
Iniciaremos, pues, nuestra andadura con el Madrid de los años sesenta. Es decir, en una gran ciudad que se abre económicamente al capitalismo. Se trata de un suceso decisivo que transformará la conciencia nacional y traerá una riqueza insospechada a los hogares españoles. Curiosamente, la idea de retrotraer los hechos hasta el boom económico tardo-franquista tenía todo el sentido. El origen de la España intersecular hunde