Alena solo tuviera diecinueve años, como su hermano no se cansaba de recordarle, era lo bastante mayor para saber, por la mirada que se había arriesgado a echarle unos días antes, qué tipo de hombre era aquel ruso de ojos verdes como las columnas de malaquita del Palacio de Invierno de San Petersburgo, que charlaba despreocupadamente en aquel momento con otro hombre en el vestíbulo de aquel exclusivo hotel. Exudaba sexualidad y vivía fuera de las convenciones y de sus reglas.
Se le aceleró el pulso y lo observó con ansia. Era alto, tanto como Vasilii, que medía un metro ochenta y seis frente al metro setenta y cinco de ella. También parecía algo más joven que Vasilii; quizá treinta o treinta y uno frente a los treinta y cinco de su hermano. Su pelo espeso era castaño y le recordaba el color de una de las chaquetas de caza de Vasilii, aunque el pelo de aquel hombre necesitaba un corte para entrar en el estilo que le gustaba a su hermano.
En su rostro, en la estructura ósea, en el contorno y en la expresión, había rastros sutiles de una herencia que indicaba que había nacido de una larga estirpe de hombres nacidos para combatir contra otros miembros de su sexo y pisar sus cuerpos derrotados. Era un puro macho alfa, un hombre decidido a desafiar a cualquiera que cuestionara su derecho a esa herencia.
Se llamaba Kiryl Androvonov. Alena saboreó el nombre en su mente, desenrollándolo como una brillante alfombra de placer para sus sentidos. Se había sentido muy adulta y fuerte al preguntarle al portero con estudiada indiferencia si sabía quién era, fingiendo que había reconocido en él a un amigo de su hermano. El nombre de Kiryl significaba «noble», pero el portero solo le había dicho que era un hombre de negocios y que aquélla era su segunda visita al hotel.
Kiryl no quería mirar a la joven esbelta como una gacela, de pelo rubio oscuro sedoso y ojos grises plateados que le recordaban la luz del sol sobre el río Neva cuando estaba congelado en invierno y las fábulas rusas de las rusilki, las seductoras que surgían de sus tumbas de agua para arrastrar a los hombres con ellas. Para empezar, porque ella no era su tipo, y también porque tenía cosas más importantes en la cabeza que aceptar la invitación muda pero implícita que le lanzaba ella.
Pero miró y ella estaba allí, en la misma silla de la misma mesa, sirviéndose el té del samovar tradicional que ofrecía el hotel a sus huéspedes.
No llevaba alianza, aunque aquello no era un dato fiable en esos tiempos. ¿Una prostituta de lujo que echaba el anzuelo? Tal vez. Pero Kiryl lo dudaba. Una prostituta lo habría abordado ya. Después de todo, el tiempo era oro en todos los negocios.
Lo deseaba. Eso lo sabía. Pero él a ella no. Y no tenía intención de permitirse desearla, aunque la blusa de seda suave, sin duda muy cara, que llevaba ella, dibujara la forma de sus deseables pechos con la sensual maestría de un artista. La blusa, que le cubría desde el cuello hasta las muñecas, no tendría que resultar sexy, y los botones minúsculos que la cerraban desde la línea del cuello hasta el pecho no tendrían que producirle el deseo de abrirlos para mirar y tocar la piel que había debajo, pero lo hacían. Los pendientes de diamantes que llevaba, si eran auténticos, y él sospechaba que sí, habrían costado muchos miles de libras esterlinas. Lo sabía porque su última amante había intentado sacarle unos parecidos justo antes de que él decidiera que ya no le interesaba ella.
Mientras los miraba, la joven alzó la vista hacia él, se sonrojó y sus pestañas oscuras cubrieron sus ojos grises plateados, que habían pasado de brillar como el Neva congelado a arder con el brillo del mercurio calentado… o con el deseo de una mujer muy excitada. El cuerpo de Kiryl respondió inesperadamente a aquel cambio del hielo de invierno de San Petersburgo al feroz calor de verano de las estepas rusas, con toda la pasión que la tierra de sus padres había producido siempre en él, con la misma fiereza que si ella contuviera en sí misma la esencia de lo que esa herencia significaba para él. Sintió en su interior la oleada de su propio deseo de tomar y poseer dicha herencia; de reclamarla y negarse a cedérsela a nadie.
Pillado por sorpresa por la ferocidad de su deseo, reconoció que la mujer, quienquiera que fuera, desviaba su atención de algo mucho más importante que la fantasía juvenil de poseer a una mujer que sería de algún modo un vínculo mágico entre su herencia rusa y él.
–Y, como iba diciendo, Vasilii Demidov será su principal obstáculo para conseguir ese contrato.
Kiryl volvió su atención al agente que había contratado para que lo ayudara a conseguir el contrato que anhelaba para su empresa. Saber que uno de los hombres más ricos de Rusia andaba también detrás del contrato no había conseguido hacerlo desistir, sino que había agudizado su deseo de conseguirlo.
–Demidov no había mostrado antes interés por la industria del transporte marítimo. Sus negocios se limitan a controlar la parte portuaria –señaló Kiryl–. Por lo tanto, no tiene motivos para desear ese contrato.
–No lo había mostrado, pero ahora está en China terminando otro contrato y, como parte del trato, los chinos quieren el control de una línea de transporte marítimo de contenedores. Él está en situación de rebajar cualquier precio que usted pueda ofrecer, aunque eso implique conseguir el contrato con pérdidas iniciales. Sé de buena tinta que el proceso de selección se limita ya a ustedes dos, con los dados cargados en favor de él. Me temo que debo advertirle que, con Demidov como competidor, usted no puede ganar.
Kiryl lanzó una mirada dura a su agente.
–Me niego a aceptar eso.
No podía perder aquel contrato y no lo haría. Era la última pieza en el juego de ajedrez de su vida de negocios, la pieza que establecería su supremacía en el campo elegido, no solo a sus ojos, sino también a ojos de Rusia. Y no permitiría que nadie le impidiera alcanzar ese objetivo. Nadie. Había trabajado duro demasiado tiempo para dejar que ahora sucediera eso.
En su cabeza se formó una imagen. Un hombre de mirada dura que rechazaba al niño que había sido Kiryl. Su padre. El padre que le había negado no solo el derecho a su apellido, sino también a su sangre rusa. Igual que se lo negaría ahora Vasilii Demidov si no le permitía completar la partida que llevaba tanto tiempo jugando.
–Entonces debe esperar un milagro, porque eso es lo que va a necesitar para vencer a Demidov y ganar ese contrato.
Como siempre, Kiryl no permitió que sus sentimientos se reflejaran en su comportamiento ni en su voz y se limitó a decir, con una voz tan implacable y fría como el invierno:
–Debe de haber algo que lo haga retroceder, algún modo de socavarlo. Un hombre no gana el dinero que ha ganado él sin tener secretos en su pasado que no quiera que salgan a la luz.
El agente inclinó la cabeza, ya grisácea, en un gesto de aquiescencia, pero le advirtió:
–Usted no es el primero que busca en Demidov una debilidad que pueda explotar, pero no la hay. Está bien blindado. No tiene debilidades ni pecados pasados que puedan acosarlo. Ni tampoco vicios que usar contra él. Es inexpugnable.
Kiryl apretó los labios.
–Estoy de acuerdo en que es impresionante, pero ningún hombre es inexpugnable. Habrá un modo, una vulnerabilidad… y le prometo una cosa. Yo la encontraré y la explotaré.
El agente guardó silencio. Sabía que no debía discutir con el hombre que tenía enfrente. Kiryl había llegado a su posición de autoridad y de poder a través de circunstancias muy duras y desafiantes. Y eso se notaba.
No obstante, cuando se separaban, se sintió obligado a recordarle:
–Como ya he dicho, lo que necesita para ganarle a Demidov es un milagro. Siga mi consejo y retroceda ahora. Déjele el contrato y así no tendrá que sufrir la humillación de perder públicamente ante él.
¿Retroceder cuando estaba tan cerca de cumplir el juramento que se había hecho tantos años antes? ¡Jamás!
¿Podía arriesgarse a levantar la taza de té sin que le temblara tanto la mano que derramara el líquido? Alena no estaba segura. El corazón le brincaba todavía en el pecho y le ardía la cara por el efecto que aquella mirada verde brillante había tenido