Miranda Lee

Secretos y pecados


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que irme.

      Su inglés era refinado y sin acento. A pesar del samovar que Kiryl había visto en su mesa, ella no parecía ni hablaba como una rusa, excepto por aquellos ojos de color gris plateado que tanto le recordaban al río Neva y la ciudad de su nacimiento. Y el dolor que había conocido allí.

      –He pedido el té. Ya lo trae la camarera.

      Dos camareras se dirigían a la mesa, una con té y la otra con la cuenta de Alena. Esta última le sonrió y dijo con cortesía:

      –Perdone, señorita Demidov. Creía que quería la cuenta.

      Así que era rusa. No podía ser otra manera con aquel apellido. Y tampoco era un apellido ruso corriente. A Kiryl le resultó irónico que compartiera el apellido de su rival en el contrato que tanto anhelaba, un apellido por lo demás relativamente común en Rusia. Quizá fuera un presagio. La babushka, madre adoptiva voluntaria, que lo había criado después de la muerte de su madre, junto con otros huérfanos y niños no queridos, era una mujer llena de supersticiones y de creencias, pero él no. Después de todo, era un hombre moderno.

      –¿Te hospedas en este hotel? –preguntó.

      Sacó una silla para Alena con la mano libre y la guió con firmeza, sin dejarle otra opción que la de permanecer en la mesa.

      Resultaba aún más magnífico, más imponente y más viril de cerca de lo que había sido a distancia. En el aire caliente del hotel, conseguía de algún modo oler al aire limpio de las estepas rusas, con una nota subyacente de salvajismo que hacía que se le erizara el minúsculo vello de los brazos. ¡Oh, sí, era peligroso!

      –Sí –contestó a la pregunta de él–. Mi hermano Vasilii tiene una reservada una suite aquí para cuando está en Londres de negocios.

      Su medio hermano era algo nómada, y aunque tenía reservadas suites similares por todo el mundo y su dirección más permanente era un apartamento en Zurich, no había ningún lugar que se pudiera considerar su hogar.

      Alena no estaba segura de si había introducido a su hermano en la conversación para avisar a Kiryl de que no estaba sola y desprotegida, o para recordarse cómo juzgaría Vasilii su comportamiento si llegaba a enterarse de él. Vasilii, que pensaba que ella estaba al cuidado de la ahora jubilada directora del colegio femenino al que había asistido y a la que él había contratado para que se quedara con ella en su ausencia. Pero la pobre señorita Carlisle había tenido que ir al hospital aquejada de apendicitis y se recuperaba en aquel momento de una operación en una residencia privada a la que Alena había insistido que fuera para curarse del todo.

      Su ausencia le daba un breve periodo de libertad inesperada, pero Alena se sentía culpable del modo en que la había engañado al hacerle creer que la sobrina suya a la que había prometido llamar estaba ahora con ella. Alena no tenía la culpa de que la sobrina de la señorita Carlisle hubiera salido para Nueva York el día antes de que cayera enferma. Por supuesto, debería haberle dicho a Vasilii lo que había ocurrido, pero no lo había hecho. Su hermano seguía creyendo que la señorita Carlisle, una mujer que se negaba en redondo a tener nada que ver con la tecnología moderna y por lo tanto no usaba ordenador ni teléfono móvil, estaba con ella en la suite.

      A Kiryl le dio un vuelco el corazón y casi se quedó sin aliento. Sería una gran coincidencia que hubiera dos Vasilii Demidov, ambos lo bastante ricos para mantener una suite en uno de los hoteles más caros de Londres. ¿Quizá había después de todo algo de verdad en las creencias supersticiosas de su vieja babushka sobre el modo de operar del destino?

      Pero Kiryl no había construido su negocio y su estatus de multimillonario presuponiendo cosas que no estuvieran basadas en hechos reales.

      Esperó a que la camarera sirviera el té y se retirara antes de preguntar:

      –¿Tu hermano es Vasilii Demidov? ¿El presidente de Venturanova International?

      –Sí –Alena frunció el ceño y preguntó con ansiedad–: ¿Conoces a Vasilii?

      ¿Le preocupaba la posibilidad de que él conociera a su hermano? Como todos los cazadores, Kiryl tenía olfato para las debilidades de la presa.

      –Personalmente no. Aunque, por supuesto, he oído hablar de él y conozco su reputación de exitoso hombre de negocios. ¿Está aquí, en Londres? –Kiryl sabía que no era así, pero quería saber cuánto le diría la chica.

      –No. Está en China en viaje de negocios.

      –¿Y deja a su hermana en Londres para que disfrute de la vida nocturna de la ciudad? –preguntó con otra sonrisa.

      Alena negó inmediatamente con la cabeza.

      –¡Oh, no! Vasilii jamás me permitiría hacer eso. No aprueba ese tipo de cosas… especialmente para mí –confesó. Se sonrojó con aire culpable. Estaba hablando demasiado. Ciertamente, decía y hacía cosas que Vasilii no habría aprobado, porque estaba muy nerviosa y excitada.

      –Parece un hermano muy protector –repuso Kiryl. Un hermano protector que creía en guardar algo que era muy importante para él. Kiryl tenía que averiguar más cosas sobre ella y su relación con su hermano.

      –Sí que lo es –contestó Alena–. Y a veces…

      –¿A veces eso te molesta? –adivinó él–. Eres joven. Es natural que quieras disfrutar de las mismas cosas que otras personas. Debes de sentirte muy sola abandonada aquí, en un hotel, mientras tu hermano se va a hacer negocios.

      –Vasilii es muy protector y no me deja sola. O no me deja sola normalmente. Pero esta vez… esta vez ha tenido que hacerlo –contestó Alena.

      Volvió a sentir la culpa que sentía siempre que pensaba en cómo había engañado a su hermano. Pero, por mucho que apreciara a la señorita Carlisle, era una mujer muy mayor y muy anticuada. Cuando vivían sus padres, todo había sido muy diferente. Su padre era un hombre enérgico, lleno de alegría de vivir, y su madre una mujer muy cariñosa y comprensiva. Alena los echaba terriblemente de menos a los dos, pero sobre todo a su madre.

      Los agudos sentidos de Kiryl le indicaban que allí pasaba algo. Algo cuyo significado para sus planes todavía tenía que adivinar y definir.

      Enarcó una ceja.

      –Parece más un carcelero que un hermano –bromeó.

      Alena inmediatamente volvió a sentirse culpable. Estaba siendo muy desleal con Vasilii, pero, al mismo tiempo, le producía alivio y liberación hablar de lo que sentía. Aquel desconocido tenía algo que le hacía contar cosas que nunca había contado a nadie. Aun así, su amor por su hermano exigía que lo defendiera y corrigiera los malentendidos de Kiryl.

      –Vasilii es muy protector conmigo porque me quiere y porque… porque prometió a nuestro padre en su lecho de muerte que cuidaría siempre de mí –bajó la cabeza–. A veces me preocupa que no se haya casado nunca por esa promesa. Porque, entre los negocios y lo mucho que se preocupa por mí, nunca ha tenido tiempo de conocer a alguien y enamorarse.

      ¿Enamorarse? ¿En qué planeta vivía aquella chica si pensaba que el matrimonio de uno de los hombres más ricos de Rusia tendría algo que ver con el amor? Aunque no culpaba a Demidov por eso. Cuando a él le llegara el momento de casarse, elegiría cuidadosamente a su esposa, siguiendo un proceso lógico y no un deseo ardiente temporal en la entrepierna. Pero no tenía intención de decirle eso a Alena. Cuanto más le revelaba ella, más se convencía él de que aquella chica podía ser el talón de Aquiles de su rival.

      Pero Kiryl no era alguien que cediera a sus emociones. Su mantra personal era apoyar siempre el instinto con datos concretos antes de actuar, y no iba a traicionar el mantra en aquel momento por mucho que una voz interior le exigiera que asegurara sin dilación aquel cebo que podría usar en una trampa preparada para su rival en el contrato.

      La defensa emocional que había hecho Alena de su hermano había añadido calor al gris plateado de sus ojos. Estos eran como piscinas claras profundas en los que Kiryl podía ver todos y